It (Eso) – Stephen King

—Sí, llegaremos enseguida —dijo el señor Nell y le entregó la botellita parda—. Prueba esto. Te sentirás mejor.

Eddie bebió aquello que tenía gusto a fuego líquido. Tosió y eso le hizo doler el brazo. Miró hacia adelante y vio otra vez al chófer. Era sólo un tipo cualquiera, con el pelo cortado a lo militar. No era el payaso.

Volvió a desmayarse.

Mucho después fue la sala de urgencias y una enfermera que le limpiaba la sangre, el polvo, la flema y la grava con un paño frío. Ardía, pero también era maravilloso. Oyó que su madre gritaba afuera. Trató de decir a la enfermera que no la dejara entrar, pero no pudo pronunciar palabra, por mucho que lo intentó.

—¡… si está muriendo quiero saberlo! —aullaba su madre—. ¿Me oye? Tengo derecho a saberlo y tengo derecho a verlo. ¡Puedo entablarle juicio a este hospital! ¡Conozco muchos abogados! ¡Entre mis mejores amigos hay más de un abogado!

—No trates de hablar —dijo la enfermera a Eddie.

Era joven y él sintió que sus pechos le apretaban el brazo. Por un momento tuvo la loca idea de que la enfermera era Beverly Marsh. Después volvió a perder la conciencia.

Cuando la recobró, su madre estaba en la habitación, hablando con el doctor Handor a un kilómetro por minuto. Sonia Kaspbrak era una mujer enorme. Sus piernas, enfundadas en las medias, parecían troncos, pero troncos suaves. Estaba muy pálida, exceptuando las fogosas manchas del maquillaje.

—Mamá… —balbuceó Eddie—, bien… Estoy bien…

—¡No es cierto, no es cierto! —gimió la señora Kaspbrak, retorciéndose las manos.

Eddie oyó que sus nudillos crujían. Empezó a sentir que se le acortaba el aliento al verla en ese estado. ¡Cómo la había hecho sufrir esa última aventura suya! Quiso decirle que se lo tomara con calma si no quería tener una crisis cardiaca, pero no pudo. Tenía la garganta demasiado seca.

—No estás bien. Has tenido un accidente grave, muy grave. Pero te pondrás bien, te lo prometo, Eddie, te pondrás bien aunque tenga que traer a todos los especialistas del país. Oh, Eddie…, Eddie…, tu brazo, pobrecito…

Rompió en sonoros sollozos. Eddie vio que la enfermera, la que le había lavado la cara, la miraba sin mucha simpatía.

Mientras se desarrollaba el aria, el doctor Handor no hacía más que tartamudear:

—Sonia… Sonia, por favor… ¿Sonia…?

Era un hombrecito flaco, laxo, cuyo bigotito no crecía muy recto y, además, estaba mal recortado, más largo a la izquierda que a la derecha. Parecía nervioso. Eddie recordó lo que el señor Keene le había dicho esa mañana y sintió cierta compasión por el médico.

Por fin, Russ Handor reunió fuerzas para decir:

—Si no puede dominarse, Sonia, tendrá que salir de la habitación.

Ella giró en redondo haciéndolo retroceder.

—¡Ni me hable de eso! ¡No se atreva a sugerírmelo, siquiera! ¡El que yace aquí, agonizando, es MI HIJO! ¡Mi propio hijo yace aquí, en su lecho de dolor!

Eddie recobró el uso de su voz y los dejó atónitos:

—Quiero que te vayas, mamá. Si me van a hacer algo que me haga gritar y eso creo, te sentirás mejor si no estás aquí.

Ella se volvió a mirarlo, atónita… y dolorida. Ante esa expresión, el chico sintió que su pecho se apretaba otra vez, inexorablemente.

—¡Nada de eso! —exclamó ella—. ¡Cómo se te ocurre decir algo tan horrible, Eddie! ¡Estás delirando! No sabes lo que estás diciendo, es la única explicación.

—Mire, no sé cuál es la explicación ni me interesa —dijo la enfermera—. Pero sí sé que aquí estamos, sin hacer nada, cuando deberíamos estar arreglando el brazo de su hijo.

—¿Pretende sugerir…? —empezó Sonia elevando la voz hacia la nota aguda y penetrante que usaba en sus momentos de peor inquietud.

—Sonia, por favor —dijo el doctor Handor—, no es lugar para discutir. Ayudemos a Eddie.

La mujer retrocedió, pero sus ojos centelleantes (los de una madre osa a quien le amenazan el vástago) prometieron a la enfermera que más tarde habría problemas. Posiblemente, hasta una denuncia. Luego sus ojos se humedecieron, extinguiendo las chispas o, por lo menos, ocultándolas. Tomó la mano sana de su hijo y la estrechó con tanta fuerza que le arrancó una mueca de dolor.

—Es grave, pero pronto te pondrás bien —dijo—, muy pronto. Te lo prometo.

—Claro, mamá —jadeó Eddie—. ¿Me puedes dar mi inhalador?

—Por supuesto. —Sonia Kaspbrak miró triunfalmente a la enfermera, como si se le absolviera de alguna acusación criminal—. Mi hijo tiene asma —dijo—. Es grave, pero él se las arregla maravillosamente.

—Qué bien —manifestó la enfermera, secamente.

La madre manipuló el inhalador para que él pudiese aspirar. Un momento después, el médico estaba palpando el brazo roto. Lo hizo con tanta suavidad como le era posible, pero aun así el dolor fue horrible. Eddie tenía ganas de gritar, pero apretó los dientes para contenerse. Temía que, si gritaba, su madre hiciese lo mismo. El sudor le asomó a la frente, en gruesas gotas claras.

—¡Le están haciendo daño! —exclamó la señora Kaspbrak—. ¡Estoy segura! ¡No hay ninguna necesidad! ¡Basta! ¡No tiene por qué hacerle daño! ¡Es un niño muy delicado para soportar ese tipo de dolores!

Eddie vio que la enfermera clavaba una mirada airada en la cara preocupada del doctor Handor. Y vio la muda conversación que transcurría entre ellos. Saque a esta mujer de aquí, doctor. Y en los ojos sombríos de él: No puedo. No me atrevo.

Dentro del dolor había una gran claridad (si bien, Eddie no habría deseado experimentarla con frecuencia; el precio era demasiado alto). En esa conversación sin palabras, Eddie aceptó todo lo que el señor Keene le había dicho. Su inhalador estaba lleno de agua alcanforada. El asma no estaba en su pecho sino en su cabeza. De un modo u otro tendría que medirse con esa verdad…

Miró a su madre y la vio nítidamente en su dolor: cada flor de su vestido estampado, las manchas de sudor bajo los brazos, allí donde la transpiración había empapado la tela, las rozaduras de sus zapatos. Vio lo pequeños que eran sus ojos entre las bolsas de piel. Y entonces se le ocurrió una idea espantosa: esos ojos eran casi tan depredadores como los del leproso que había salido del sótano, en Neibolt Street. Aquí vengo, todo está bien… De nada te servirá correr, Eddie…

El doctor Handor apoyó suavemente las manos alrededor de su brazo roto y oprimió. El dolor fue un estallido.

Eddie se alejó flotando.

5

Le dieron un líquido a beber y el médico vendó la fractura. Le oyó decirle a su madre que era una fractura simple, «como la que se hace cualquier chico al caerse de un árbol». Y la madre de Eddie respondió, furiosa: «¡Eddie no trepa a los árboles! ¡Ahora quiero saber la verdad! ¿Está grave, sí o no?».

Después, la enfermera le dio una píldora. Sintió sus pechos contra el hombro y esa presión le resultó reconfortante. Aun entre la niebla se dio cuenta de que la enfermera estaba enfadada y creyó decir: «Ella no es el leproso, por favor, no penséis eso; sólo me come porque me ama». Pero tal vez no dijo nada, porque la cara furiosa de la enfermera no cambió.

Tuvo la vaga impresión de que lo llevaban por un corredor en una silla de ruedas, y que la voz de su madre se borraba hacia atrás.

—¿Qué quiere decir con eso de que hay horario de visitas? ¡A mí no me hable de horario de visitas! ¡Se trata de mi hijo!

Se borraba. Eddie se alegró de que ella se borrase, se alegró de estar borrándose él mismo. El dolor había desaparecido; con él, la claridad. No quería pensar. Quería dejarse ir. Sabía que su brazo izquierdo estaba muy pesado. Se preguntó si lo habían enyesado. No recordaba si lo habían enyesado o no. Oyó vagamente algunas radios en distintas habitaciones, vio a pacientes que parecían fantasmas con sus batas de hospital caminando por los amplios pasillos. Y hacía calor…, mucho calor. Cuando lo llevaron a su habitación, vio que el sol descendía como un furioso borbotón de sangre anaranjada. Y pensó, incoherente: Como un gran botón de payaso.

—Ven, Eddie —dijo una voz—, puedes caminar.

Y descubrió que podía. Lo acostaron entre sábanas frescas y bien planchadas. La voz le dijo que, por la noche, tendría algunos dolores, pero que no debía pedir calmantes a menos que fueran muy fuertes. Eddie preguntó si podía tomar un poco de agua. Se la trajeron con una paja que tenía un acordeón en medio para que pudiese doblarlo. Estaba fresca y le hizo bien. La bebió toda.

Por la noche tuvo dolores bastante fuertes. Despierto en la cama, sostenía el timbre en la mano izquierda, pero sin apretarlo. Fuera había una tormenta eléctrica; cuando se encendían los relámpagos, de color blanco azulado, él apartaba la cara de la ventana, temeroso de ver un monstruo cuya cara sonriente se grabase en el cielo, en ese fuego eléctrico.

Por fin pudo dormir. Y al dormir tuvo un sueño. En él vio a Bill, Ben, Richie, Stan, Mike y Bev, sus amigos, que llegaban al hospital en bicicleta (Bill llevaba a Richie en Silver). Le sorprendió ver que Beverly lucía un hermoso vestido, de un hermoso color verde, como el color del Caribe en las fotos de National Geographic. No recordaba haberla visto nunca con vestido: sólo con vaqueros, pantalones con estribo y conjuntos para la escuela compuestos de faldas y blusas; las blusas solían ser blancas y de cuello redondo; las faldas, pardas, tableadas y largas hasta la mitad de la pantorrilla, para que no se le viesen las rodillas rasguñadas.

En su sueño los vio llegar en horario de visita, a las dos de la tarde. Su madre, que estaba esperando con paciencia desde las once, les gritaba tan fuerte que todos se volvían a mirarla.

¡Si tenéis idea de entrar allí, estáis muy equivocados!, la oyó gritar. Y el payaso, que había estado sentado todo ese tiempo en la sala de espera, pero en un rincón, con una revista frente a la cara, se levantó de un salto y fingió que aplaudía, palmoteando rápidamente con las manos enguantadas de blanco. Dio una voltereta, bailó e hizo un giro sobre las manos, mientras la señora Kaspbrak desataba su cólera contra los Perdedores y ellos se iban ocultando, uno a uno, detrás de Bill. Bill se limitaba a mantenerse erguido, pálido, aunque exteriormente tranquilo, con las manos bien escondidas en los bolsillos del vaquero tal vez para que nadie, ni siquiera el propio Bill, pudiera ver si temblaban… Nadie vio al payaso, salvo Eddie…, aunque un bebé, que dormía apaciblemente en brazos de su madre, despertó con un llanto potente.

¡Bastante daño habéis hecho ya! —vociferó la madre de Eddie—. ¡Yo sé quiénes fueron esos chicos! Tienen problemas en la escuela y hasta con la policía. El hecho de que esos chicos estén enemistados con vosotros no es motivo para que se ensañen con Eddie. Se lo he dicho y él está de acuerdo. Me encargó que os dijese que os marchéis, que ha terminado con vosotros y no quiere veros nunca más. ¡No quiere saber nada más de esa supuesta amistad! ¡Con ninguno de vosotros! Ya sabía yo que lo meteríais en problemas, y aquí están los resultados: ¡mi Eddie en el hospital! Un chico tan delicado como él…

El payaso dio otra vuelta en el aire, saltó y se irguió sobre las manos. Su sonrisa era bastante auténtica y en su sueño Eddie comprendió que eso era lo que el maldito buscaba, por supuesto: una buena cuña para meter entre ellos, para separarlos y aniquilar cualquier posibilidad de acción concertada. En una especie de sucio éxtasis, dio un doble salto mortal y besó burlonamente la mejilla de la madre.

E-e-esos chi-chicos que le hic…, comenzó Bill.

¡No me contestes! —chilló la señora Kaspbrak—. ¡Cómo tienes el descaro de contestarme! ¡He dicho que Eddie no tiene nada más que ver con vosotros!

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