La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

La casa de los mil pasillos

(El castillo ambulante, #3)

Diana Wynne Jones

Título original: House of Many Ways.

Annotation

La vida de la joven Charmain Baker es, esencialmente, respetable. Sus días transcurren con una calma que sólo se ve alterada por las aventuras de los libros de los que apenas saca la nariz. Y entonces, un día, su tía Sempronia le anuncia que ha de ir a cuidar la casa de su tío (un tal William que, por lo visto, es mago) mientras él está fuera. Charmain, emocionada por hallarse al fin ante su propia aventura, parte de inmediato. Pero cuando llega a la casa, se topa con un laberinto de habitaciones extrañas a las que se accede según unas instrucciones mágicas muy precisas. Hay elfos, jardineros de color azul, comidas que se sirven solas, libros de hechizos para aprender a volar y, en fin, todo lo que puede haber en la casa de un mago.

A mi nieta Ruth, a la colada de Sharyn y también a Lilly B

Capítulo 1

En el que presentan voluntaria a Charmain para vigilar la casa del mago

—TIENE que hacerlo Charmain —dijo tía Sempronia—. No podemos permitir que el tío abuelo William se enfrente a esto solo.

—¿Tu tío abuelo William? —repitió la señora Baker—. No es… —tosió y bajó la voz porque eso, bajo su punto de vista, no era demasiado agradable—. ¿No es mago?

—Por supuesto —asintió tía Sempronia—. Pero ha… —en este punto, ella también bajó la voz—. Ha envejecido, ya sabes, por dentro, y sólo los elfos pueden ayudarlo. Tienen que llevárselo para curarlo, ya sabes, y alguien tiene que cuidar de su casa. Los hechizos, ya sabes, se «escapan» si no los vigila nadie. Y yo estoy demasiado ocupada para hacerlo. Sólo mis obras de caridad con los perros abandonados…

—Yo también. Este mes estamos hasta arriba de encargos de pasteles de boda —dijo enseguida la señora Baker—. Sam me estaba diciendo que sólo esta mañana…

—Entonces tiene que hacerlo Charmain —decretó tía Sempronia—. Ya tiene edad.

—Eh… —balbuceó la señora Baker.

Ambas miraron al otro lado del salón, donde estaba sentada la hija de la señora Baker, enfrascada en un libro, como siempre, con su largo y delgado cuerpo inclinado bajo la luz del sol que entraba por entre los geranios de la señora Baker, con su melena pelirroja recogida en una especie de nido de pájaros y sus gafas colgando de la punta de la nariz. Tenía en la mano una de las jugosas empanadas de su padre y la masticaba al tiempo que leía. No dejaban de caer migas sobre el libro y ella las apartaba con la empanada cuando aterrizaban en la página que estaba leyendo.

—Eh… ¿nos estabas escuchado, cariño? —preguntó la señora Baker con nerviosismo.

—No —respondió Charmain con la boca llena—. ¿Qué?

—Quedamos así, pues —intervino tía Sempronia—. Dejo que seas tú quien se lo explique, Berenice, querida —se levantó planchando majestuosamente los pliegues de su tieso vestido de seda y, después, los de su sombrilla, también de seda—. Volveré a buscarla mañana por la mañana —dijo—. Ahora será mejor que vaya a contarle al pobre tío abuelo William que Charmain cuidará de sus cosas.

Atravesó el salón con decisión y dejó a la señora Baker deseando que la tía de su marido no fuese tan rica ni tan mandona, y preguntándose cómo se lo iba a explicar a Charmain, por no hablar de Sam.

Sam nunca dejaba a Charmain hacer nada que no fuese intrínsecamente respetable. Tampoco la señora Baker, excepto cuando tía Sempronia se entrometía.

Mientras tanto, tía Sempronia se subió a su pequeño y elegante carruaje de ponis y ordenó a su lacayo que la llevara más allá del otro extremo del pueblo, a casa del tío abuelo William.

—Lo he arreglado todo —anunció mientras discurría por los pasillos mágicos hasta donde estaba el tío abuelo William escribiendo tristemente en su estudio—. Mi sobrina nieta Charmain vendrá mañana. Te verá cuando te vayas y cuidará de ti cuando vuelvas. Y, mientras tanto, cuidará de tu casa.

—¡Qué amable! —exclamó el tío abuelo William—. Asumo que tiene buenos conocimientos de magia, ¿verdad?

—No tengo ni idea —replicó tía Sempronia—. Lo que sí sé es que nunca saca la nariz de los libros, que nunca ayuda en su casa y que sus padres la tratan como si fuese un objeto sagrado. Le irá muy bien hacer algo normal, para variar.

—Vaya, querida —dijo el tío abuelo William—, gracias por avisarme. En ese caso, tomaré precauciones.

—Hazlo —dijo tía Sempronia—. Y más te vale asegurarte de que haya mucha comida. Jamás he conocido a una chica que coma tantísimo. Y aun así, se mantiene delgada como la escoba de una bruja. Nunca lo he entendido. Entonces, la traeré mañana antes de que vengan los elfos.

Dio media vuelta y se fue.

—Gracias —dijo débilmente el tío abuelo William a su rígida y siseante espalda—. Vaya —musitó al tiempo que se cerraba la puerta principal—. Bueno, bueno. Supongo que hay que ser agradecido con los parientes.

★ ★ ★

Contra todo pronóstico, Charmain también estaba bastante agradecida a tía Sempronia. No es que le agradeciera, en absoluto, que la hubiese presentado voluntaria a cuidar de un mago viejo y enfermo al que no conocía.

—¡Podría habérmelo preguntado! —le dijo bastantes veces a su madre.

—Creo que sabía que te habrías negado, cariño —acabó sugiriendo la señora Baker.

—A lo mejor —contestó Charmain—. O a lo mejor no —añadió con una sonrisa misteriosa.

—Cariño, no te estoy pidiendo que te guste —dijo la señora Baker con voz temblorosa—. No es que sea agradable. Es sólo que sería muy generoso por tu parte…

—Ya sabes que yo no soy generosa —repuso Charmain, y subió a su habitación blanca con adornos, donde se sentó en su bonito escritorio y miró por la ventana los tejados, las torres y las chimeneas de High Norland, y después, más allá, las montañas azules. La verdad es que aquella era la oportunidad que había estado esperando. Estaba cansada de su respetable colegio y muy cansada de vivir en su casa, con su madre tratándola como si Charmain fuese una tigresa que nadie estuviera seguro de si estaba domada y su padre prohibiéndole hacer cosas porque no eran adecuadas o seguras o normales. Era su oportunidad para irse de casa y hacer algo, la única cosa que Charmain siempre había querido hacer. Valía la pena cargar con la casa de un mago sólo por eso. Se preguntó si tenía el valor necesario para escribir la carta que correspondía.

Durante mucho tiempo no lo tuvo. Se sentó a mirar cómo las nubes se juntaban con las cimas de las montañas, blancas y moradas, creando formas de animales gordos y dragones voladores. Las miró hasta que las nubes se disolvieron en una simple niebla que contrastaba con el azul del cielo. Entonces se dijo: «Ahora o nunca». Después suspiró, cogió las gafas que le colgaban de una cadena del cuello y sacó una buena pluma y su mejor papel de carta. Escribió con su mejor caligrafía:

Majestad:
Desde que, de pequeña, oí hablar por primera vez de su gran colección de libros y manuscritos, he deseado trabajar en su biblioteca. Aunque sé que usted mismo, con la ayuda de su hija, su alteza real la princesa Hilda, se encarga personalmente de la extensa y difícil tarea de ordenar e inventariar el contenido de la biblioteca real, espero, sin embargo, que agradezca mi ayuda. Dado que ya tengo edad, me gustaría presentarme al puesto de ayudante de bibliotecario en la biblioteca real. Espero que Su Majestad no considere presuntuosa mi solicitud.
Suya,

Charmain Baker
Calle Corn, 12
High Norland

Charmain se apoyó en el respaldo de la silla y releyó su carta. Era imposible, pensó, que una carta escrita así causase al viejo rey otra cosa que sonrojo, pero le parecía que estaba bastante bien. Lo único de lo que dudaba era del «ya tengo edad». Sabía que esa frase implicaba que se tenía veintiún años —o, al menos, dieciocho—, pero ella opinaba que no era del todo mentira. Después de todo, no estaba diciendo qué edad «tenía». Y tampoco decía que tuviese amplios estudios o estuviese altamente cualificada, porque no lo estaba. Ni siquiera había dicho que amaba los libros más que cualquier otra cosa en el mundo, aunque fuese completamente cierto. Tendría que confiar en que su amor por los libros se intuyese.

«Estoy bastante segura de que el Rey se limitará a arrugar la carta y tirarla al fuego —pensó—. Pero al menos lo habré intentado».

Salió a echar la carta al buzón sintiéndose valiente y desafiante.

A la mañana siguiente llegó tía Sempronia en su carruaje de ponis y subió a Charmain en él, acompañada de una pequeña bolsa de tela en la que la señora Baker había guardado la ropa de Charmain, y otra mucho más grande y abombada en la que había metido empanadas, bollos, flanes y tartas. La bolsa era tan grande y olía tanto a hierbas, caldo de carne, queso, fruta, jamón y especias que el mozo que conducía el carro se dio la vuelta y aspiró, sorprendido; incluso las fosas nasales de la gran nariz de tía Sempronia se ensancharon.

—Bueno, al menos de hambre no te vas a morir, niña —dijo—. Vámonos.

Pero el mozo tuvo que esperar a que la señora Baker abrazara a Charmain y le dijese:

—Cariño, sé que puedo confiar en que serás buena, ordenada y educada.

«Eso es mentira —pensó Charmain—. No confías absolutamente nada en mí».

Entonces el padre de Charmain se apresuró a estamparle un beso en la mejilla.

—Sabemos que no nos decepcionarás, Charmain —añadió.

«Otra mentira —pensó Charmain—. Sabéis que sí lo haré».

—Y te vamos a echar de menos, mi amor —dijo su madre a punto de llorar.

«¡Eso podría ser verdad! —pensó Charmain un poco sorprendida—. Aunque no acabo de entender siquiera porque les caigo bien».

—Vámonos —ordenó tía Sempronia con dureza, y el mozo obedeció. Cuando el poni empezó a pasear tranquilamente por las calles, dijo—: Muy bien, Charmain, ya sé que tus padres te han dado siempre todo lo mejor y que nunca has tenido que mover un dedo por ti misma en toda tu vida. ¿Estás preparada para cuidarte sola, para variar?

—Sí, claro —dijo Charmain con entusiasmo.

—¿Y de la casa y del pobre anciano? —insistió tía Sempronia.

—Lo haré lo mejor que pueda —respondió Charmain. Tenía miedo de que tía Sempronia diese media vuelta y la llevase de vuelta a casa inmediatamente si no decía eso.

—Has recibido una buena educación, ¿verdad? —preguntó tía Sempronia.

—Hasta clases de música —admitió Charmain con cierta frialdad—. Pero no se me daba muy bien, así que no esperes que toque dulces melodías para el tío abuelo William.

—No lo esperaba —replicó tía Sempronia—. Dado que es mago, seguramente puede producir sus propias melodías. Intentaba saber si tienes la formación necesaria en magia. La tienes, ¿verdad?

A Charmain se le cayó el alma a los pies y le pareció que arrastraba consigo la sangre de su rostro. No se atrevió a confesar que no tenía la más mínima idea de magia. Sus padres —especialmente la señora Baker— consideraban que la magia no era algo adecuado. Y vivían en una zona tan respetable de la ciudad que en el colegio de Charmain nunca se había enseñado magia. Si alguien quería aprender algo tan vulgar, tenía que buscarse un profesor particular. Y Charmain sabía que sus padres jamás pagarían ese tipo de clases.

—Pues… —empezó Charmain.

Por suerte, tía Sempronia se limitó a continuar:

—Vivir en una casa llena de magia no es ninguna broma, ya lo sabes.

—Jamás me lo tomaría a la ligera —aseguró Charmain muy seria.

—Bien —dijo tía Sempronia, y se acomodó en el respaldo.

El poni siguió a su paso. Atravesaron la plaza Real, pasaron por la mansión real, deformada en un extremo y con su tejado dorado brillando al sol, y cruzaron la plaza del Mercado, donde casi nunca dejaban ir a Charmain. La niña miró pensativa las paradas y a la gente que compraba y charlaba, y se dio media vuelta para seguir mirando mientras se adentraban en la parte antigua de la ciudad. En aquella zona las casas eran tan altas, de tantos colores y tan diferentes entre sí —cada una parecía tener el tejado más inclinado y las ventanas situadas de un modo más extraño que la anterior— que Charmain empezó a albergar la esperanza de que vivir en la casa del tío abuelo William se convirtiese, después de todo, en algo muy interesante. Pero el poni siguió por las zonas más pobres y descuidadas y, después, por donde las casas adosadas y, aún más allá, por entre campos y setos, donde un gran acantilado bordeaba el camino y sólo había pequeñas casas dispersas entre filas de setos y las montañas eran cada vez más altas.