It (Eso) – Stephen King

Aunque la sangre sólo cubría los últimos dos metros, o menos, ella limpió la cinta en toda su longitud, para retirar cualquier rastro de su paso por las tuberías. La guardó después en el armario y llevó los dos trapos sucios a la parte trasera del apartamento.

La señora Doyon seguía gritándole a Jim. Su voz sonaba clara, casi como una campana, en la tarde silenciosa, caliente.

En el patio trasero, que era, en su mayor parte tierra desnuda, hierbas y tendederos, había un incinerador herrumbrado. Beverly arrojó los trapos dentro y se sentó en los peldaños traseros. Las lágrimas surgieron bruscamente con asombrosa violencia y en esa oportunidad no hizo esfuerzo alguno por contenerlas.

Apoyó los brazos en las rodillas, la cabeza en los brazos y lloró. Lloró mientras la señora Doyon ordenaba a Jim que no se quedara en medio de la calle, ¿o quería que lo atropellara un coche?

DERRY:
EL SEGUNDO INTERLUDIO

Quaeque ipsa miserrima vidi,
Et quorum pars magna fui.

VIRGILIO

Con el infinito no se jode

MEAN STREETS

14 de febrero de 1985
Día de San Valentín

Otras dos desapariciones la semana pasada; ambos, niños. Justo cuando empezaba a relajarme. Uno de ellos es un chico de dieciséis años llamado Dennis Torrio; la otra, una pequeña de sólo cinco que estaba jugando en el patio de su casa, en Broadway Oeste. La madre histérica encontró su trineo, uno de esos platillos voladores de plástico azul, pero nada más. La noche anterior había caído otra nevada; unos diez centímetros de nieve. No había más huellas que las de ella, me dijo el comisario Rademacher cuando lo llamé. Creo que lo fastidió muchísimo. Eso no va a quitarme el sueño, por cierto; tengo cosas peores que hacer, ¿verdad?

Le pregunté si podía ver las fotos policiales. Se negó.

Le pregunté si las huellas se alejaban hacia alguna especie de alcantarilla o reja de cloaca. A eso siguió un largo período de silencio. Luego Rademacher dijo:

—Empiezo a preguntarme si no le convendría consultar a un médico, Hanlon. De los que atienden la cabeza. La criatura fue secuestrada por su padre. ¿No lee los diarios?

—El chico de Torrio, ¿también fue secuestrado por su padre? —pregunté.

Otra larga pausa.

—Deje el asunto en paz, Hanlon —dijo él—. Déjeme a mí en paz.

Y cortó.

Claro que leo los diarios. ¿Acaso no los despliego todas las mañanas, personalmente, en la sala de lectura de la biblioteca pública? La niña, Laurie Ann Winterbarger, estaba bajo la custodia de su madre desde la primavera de 1982 tras un agrio juicio de divorcio. La policía trabaja con la hipótesis de que Horst Winterbarger, quien supuestamente trabaja como empleado de mantenimiento de maquinarias en alguna parte de Florida, viajó en automóvil a Maine para secuestrar a su hija. Suponen que estacionó su coche junto a la casa y que llamó a la niña; por eso no había más huellas que las de ella. Sobre el hecho de que la niña no había visto a su padre desde los dos años, tienen menos que decir. Parte de la profunda acritud que acompañó al divorcio de los Winterbarger se originó en las declaraciones de la mujer, según las cuales Horst Winterbarger habría abusado sexualmente de la pequeña en, al menos, dos ocasiones. Pidió al tribunal que negara a su marido todo derecho de visita, lo cual fue concedido pese a las encendidas negativas de Winterbarger. Rademacher asegura que la sentencia del tribunal, al separar completamente a Winterbarger de su hija única, pudo haberlo impulsado a apoderarse de la niña. Eso, al menos, tiene una vaga posibilidad de ser cierto, pero preguntémonos: ¿reconocería la pequeña Laurie Ann a su padre, después de tres años, al punto de correr a su encuentro si él la llamara? Rademacher dice que sí, aunque ella no lo veía desde los dos años. Yo no lo creo. Y la madre dice que le había enseñado bien a no hablar con desconocidos ni acercarse a ellos, lección que casi todos los niños de Derry aprenden temprano y con efectividad. Rademacher dice que la policía estatal de Florida tiene una orden de busca y captura contra Winterbarger y que allí termina su responsabilidad.

«Los asuntos de custodia están más en el campo de los abogados que en el de la policía», dijo este idiota gordo y pomposo, según el Derry News del viernes pasado.

Pero el chico Torrio… Eso es otra cosa. Una estupenda vida familiar. Jugaba al fútbol con los Tigres de Derry. Estaba en el cuadro de honor de su escuela. En el verano de 1984 había seguido un curso de supervivencia en terreno salvaje con excelentes calificaciones. No tenía antecedentes de drogadicción. Estaba de novio con una chica que, al parecer, lo quería con locura. Tenía todo tipo de motivos para vivir y para quedarse en Derry al menos por dos o tres años.

De cualquier modo, ha desaparecido.

¿Qué le atacó? ¿Una brusca crisis de identidad? ¿Un automovilista ebrio que quizá lo atropelló y sepultó su cadáver? ¿O está todavía en Derry, tal vez en el lado oscuro de Derry, haciendo compañía a gente como Betty Ripsom, Patrick Hockstetter, Eddie Corcoran y los otros? ¿Está…?

(más tarde)

Ya estoy otra vez en lo mismo, recorriendo una y otra vez el mismo terreno sin hacer nada constructivo; no hago sino darme cuerda hasta sentir ganas de aullar. Doy un respingo cada vez que cruje la escalerilla de hierro que lleva a las estanterías. Las sombras me sobresaltan. Me descubro preguntándome cómo reaccionaría si, mientras estuviese ordenando los libros en los estantes, empujando mi carrito de ruedas de goma, una mano saliera de entre dos hileras de volúmenes, una mano que buscara a tientas…

Esta tarde tuve otra vez un deseo irresistible de empezar a llamarlos. Hasta llegué a marcar el 404, código de Atlanta, donde vive Stanley Uris, con su número delante de mí. Pero me limité a sostener el auricular contra la oreja preguntándome si quería llamarlos porque estaba realmente seguro, ciento por ciento seguro, o sólo porque estoy tan nervioso que no soportaba estar solo; necesito hablar con alguien que sepa (o pueda llegar a saber) a qué se deben estos nervios.

Por un momento oí a Richie diciendo «¿Insignias? ¿INSIGNIAS? ¿EQUIPOS? ¡No necesitamos ninguna apestosa insignia, señorrr!», con su voz de Pancho Villa, tan claramente como si lo tuviera a mi lado… y colgué. Porque cuando uno quiere ver a alguien tanto como yo deseaba ver a Richie (o a cualquiera de ellos) en ese momento, no se puede confiar en las propias motivaciones. Nunca mentimos mejor que cuando nos mentimos a nosotros mismos. El hecho es que todavía no estoy al ciento por ciento seguro. Si apareciera otro cadáver, llamaría…, pero por ahora debo suponer que ese idiota pomposo de Rademacher puede tener razón. Es posible que la pequeña recordara a su padre; podría tener fotografías de él. Y supongo que un adulto realmente persuasivo podría convencer a una criatura de que se acercara al coche, por mucho que se hubiera aconsejado al niño.

Hay otro miedo que me persigue. Rademacher sugirió que puedo estar enloqueciendo. No lo creo, pero si los llamo ahora, ellos podrían pensar que estoy loco. Peor aún, ¿y si siquiera me recordaran? ¿Mike Hanlon? ¿Quién? No recuerdo a ningún Mike Hanlon. No, no me acuerdo de usted en absoluto. ¿Qué promesa?

Presiento que llegará el momento debido para llamarlos… y cuando llegue ese momento, yo sabré que es el debido. Los circuitos de mis amigos pueden abrirse al mismo tiempo. Es como si hubiera dos grandes ruedas dentadas que estuvieran entrando en una especie de poderosa convergencia: yo y el resto de Derry por un lado, todos mis amigos de la infancia por el otro.

Cuando llegue el momento, ellos oirán la voz de la Tortuga.

Por eso esperaré y tarde o temprano me daré cuenta. No creo que sea ya cuestión de llamar o no llamar.

Sólo de cuándo llamarlos.

20 de febrero de 1985

El incendio del Black Spot.

—Un ejemplo perfecto de cómo intentará la Cámara de Comercio reescribir la historia, Mike —me habría dicho el viejo Albert Carson, probablemente cloqueando de risa al decirlo—. Lo intentan y a veces llegan a rozar el éxito…, pero los viejos recuerdan las cosas como realmente fueron. Siempre recuerdan y a veces te lo dicen, si sabes preguntar.

Hay gente que lleva veinte años viviendo en Derry y no sabe que, en otros tiempos, hubo una barraca «especial» para soldados rasos en la vieja base aérea de Derry, una barraca situada casi a un kilómetro del resto de la base y que, en mitad del invierno, cuando la temperatura rondaba los veinte grados bajo cero y con un viento de sesenta kilómetros por hora aullando por esas pistas y bajando la sensación térmica a algo increíble, ese kilómetro de más se convertía en algo capaz de provocar congelamiento y hasta la muerte.

Las otras siete barracas tenían calefacción a petróleo, ventanas reforzadas y aislamiento térmico. Eran abrigadas y cómodas. La barraca «especial», que albergaba a los veintisiete hombres de la compañía E, era calentada por una antigua caldera de leña. El único aislamiento térmico era la alta montaña de ramas de pino y abeto que los hombres ponían alrededor. Uno de los hombres consiguió, cierta vez, todo un juego de ventanas reforzadas, pero los veintisiete ocupantes de la barraca «especial» fueron enviados a Bangor, ese mismo día, para prestar ayuda en un trabajo que se estaba realizando en la base de allá, y cuando volvieron, por la noche, cansados y con frío, todas esas ventanas estaban rotas. Todas.

Eso ocurrió en 1930, cuando la mitad de la fuerza aérea norteamericana aún se componía de biplanos. En Washington, Billy Mitchell había sido juzgado por un tribunal militar y degradado a pilotar un escritorio debido a la acicateante insistencia en tratar de formar una flota más moderna que había acabado por fastidiar a sus mayores. No mucho después, renunciaría.

Se volaba, por lo tanto, bastante poco en la base de Derry, a pesar de sus tres pistas, una de las cuales estaba pavimentada y todo. Las operaciones militares consistían, en su mayor parte, en trabajos inventados.

Uno de los soldados de la compañía E que volvieron a Derry después de esa gira de servicio, terminada en 1937, fue mi padre. Él me contó esto:

»Un día, en la primavera de 1930 (eso fue unos seis meses antes del incendio del Black Spot), yo volvía con cuatro de mis compañeros de Boston, donde habíamos pasado un permiso de tres días.

»Cuando entramos por el portón encontramos, justo después del puesto de control, a un tipo grandote apoyado en una pala, que estaba sacándose el fundillo de los pantalones del trasero. Un sargento, de alguna ciudad sureña, de pelo color zanahoria, dientes picados, granos… Parecido a un mono sin pelo en el cuerpo, no sé si me explico. Había muchos de ésos en el ejército, durante la depresión.

»La cosa es que entramos, los cuatro, recién llegados del permiso y sintiéndonos de maravilla, y le vemos en los ojos que estaba buscando pelea para jodernos. Enseguida le hicimos el saludo, como si fuera un general condecorado. A lo mejor habríamos podido pasar, pero era un hermoso día de primavera, brillaba el sol y a mí se me fue la lengua.

»—Buenos días tenga usted, sargento Wilson —le dije.

»Y él me cayó encima con todo.

»—¿Le he dado permiso para hablarme? —preguntó.

»—No, señor —dije.

»Él mira al resto de nosotros: Trevor Dawson, Carl Roone y Henry Whitsun, que murió en el incendio, ese otoño, y les dice:

»—Este negrito avispado corre de mi cuenta. Si no queréis pasar una tarde de mierda trabajando, largaos a la oficina de oficiales. ¿Entendido?

»Bueno, ellos se fueron. Y Wilson brama:

»—¡Volando, imbéciles! ¡Quiero veros la suela de los zapatos!

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