It (Eso) – Stephen King

Una vez más, Stanley parecía casi sobrenaturalmente confiado. Era joven, simpático, inteligente, capaz. En su trabajo anterior había hecho buenos contactos. Todas esas cosas eran premisas básicas. Lo que él no podía haber previsto era que «Corridor Video», una empresa pionera en el incipiente ramo del videocasete, estaba a punto de establecerse en un enorme solar, a menos de quince kilómetros del suburbio donde vivían los Uris. Tampoco podía saber que Corridor buscaría un investigador de mercado independiente, a menos de un año de haberse establecido en Traynor. Aun si Stan hubiera tenido noticias de estas informaciones, no podía creer, sin duda, que ellos darían el trabajo a un joven judío de anteojos, sonrisa fácil, andar bamboleante, afición a los vaqueros anchos en sus días libres y los últimos fantasmas de acné juvenil en la cara. Sin embargo, así fue. Así fue. Como si Stan lo hubiese sabido desde el principio.

Su trabajo para «Corridor Video» mereció un ofrecimiento: un cargo con dedicación completa en la empresa y un sueldo inicial de treinta mil dólares anuales.

—Y ése es sólo el comienzo —dijo Stanley a Patty, esa noche, en la cama—. Van a crecer como el maíz en verano, querida. Si nadie hace estallar el mundo de aquí a diez años, estarán arriba del todo junto a Kodak, Sony y RCA.

—Y tú, ¿qué vas a hacer? —preguntó ella, aunque ya lo sabían.

—Les diré que ha sido un placer trabajar con ellos.

Stan, riendo, la estrechó contra sí y la besó. Momentos más tarde estaba sobre ella y hubo orgasmos, uno, dos, tres, como cohetes brillantes que ascendieran por el cielo de medianoche. Pero no hubo hijo.

En su trabajo para «Corridor Video», había establecido contactos con algunos de los hombres más ricos y poderosos de Atlanta. Les sorprendió a los dos descubrir que la mayoría de esos hombres eran buenas personas. Entre ellos encontraron un grado de aceptación y amabilidad casi desconocido en el Norte. Patty recordaba que Stanley, cierta vez, había escrito a sus padres: «Los mejores ricos de Norteamérica viven en Atlanta, Georgia. Voy a colaborar para que algunos de ellos se hagan más ricos todavía, y ellos me harán rico a su vez y nadie será mi dueño, salvo Patricia, mi mujer. Y como yo soy su dueño, creo que no corro peligro».

Cuando dejaron el distrito de Traynor, Stanley se había convertido en sociedad anónima y tenía a seis personas bajo sus órdenes. En 1983, sus ingresos alcanzaron territorios de los que Patty había oído sólo vagos rumores: era la fabulosa tierra de las SEIS CIFRAS. Y todo había ocurrido con tanta tranquilidad como la del pie al deslizarse en las zapatillas un sábado por la mañana. Pero, a veces, le asustaba. Una vez Stanley había hecho un chiste inquietante sobre tratos con el diablo. Stanley había reído hasta casi sofocarse, pero a ella no le parecía muy divertido. Probablemente no lo sería jamás.

La tortuga no pudo ayudarnos.

A veces, sin motivo alguno, Patty despertaba con ese pensamiento en la mente como si fuera el último fragmento de un sueño por lo demás olvidado. Entonces se volvía hacia Stanley con la necesidad de tocarlo, de asegurarse de que aún estaba allí.

Vivían bien, no abusaban del alcohol, no buscaban sexo extramatrimonial, ni drogas; no se aburrían ni discutían amargamente sobre lo que debían hacer. Sólo había una nube. Fue Ruth, la madre de Patty, quien la mencionó por primera vez. Al recordarlo, parecía cosa del destino que fuese ella quien lo mencionara. Surgió por fin, bajo la forma de una pregunta en una carta de Ruth Blum. Ruth le escribía a su hija una vez por semana y esa carta, en especial, había llegado al comenzar el otoño de 1979. Iba dirigida a la antigua dirección de Traynor. Patty la leyó en una sala llena de cajas de cartón de las que desbordaban sus posesiones, con aspecto desolado, desarraigado y desposeído.

En su mayor parte, era una típica carta de Ruth Blum: cuatro páginas azules, cubiertas de apretada escritura, cada una con un encabezamiento que decía: Una simple nota de Ruth. Su letra era casi ilegible. Una vez, Stanley se había quejado de no poder descifrar ni una sola palabra escrita por su suegra. «¿Y para qué quieres leerlas?», había sido la respuesta de Patty.

Aquélla estaba llena de las noticias acostumbradas, ya que los recuerdos de Ruth Blum eran una amplio delta que se extendían desde el móvil punto del ahora, en un abanico cada vez más amplio de relaciones entrecruzadas. Muchas de las personas que ella mencionaba comenzaban a desdibujarse en la memoria de Patty, como fotografías de un viejo álbum, pero para Ruth todas permanecían frescas. Al parecer, jamás perdía el interés por la salud y las andanzas de sus conocidos. Sus pronósticos eran, además, invariablemente sombríos. El padre de Patty seguía teniendo demasiados dolores de estómago. Él estaba seguro de que era sólo dispepsia; la idea de que podía tratarse de una úlcera ni siquiera le pasaría por la cabeza, escribía su esposa, hasta el día en que empezara a escupir sangre y probablemente ni siquiera entonces. Ya conoces a tu padre, querida. Trabaja como una mula y a veces también piensa como si lo fuera, Dios me perdone por decir esto. Randi Harlengen se había hecho una ligadura de trompas, le habían sacado unos quistes de los ovarios grandes como pelotas de golf, pero nada maligno, gracias a Dios, aunque de veintisiete quistes ováricos, ¿no podía morir? Era el agua de Nueva York, sin lugar a dudas. El aire de la ciudad también estaba sucio, pero ella vivía con la convicción de que era el agua lo que, tarde o temprano, acababa con uno. Iba formando residuos dentro de la gente. Patty no imaginaba cuántas veces ella daba gracias a Dios porque «ustedes, chicos», estuvieran en el campo, donde tanto el aire como el agua, pero especialmente el agua, eran saludables (para Ruth, todo el Sur, incluidos Atlanta y Birmingham, era el campo). Tía Margaret estaba librando otra batalla contra la compañía de electricidad. Stella Flanagan había vuelto a casarse, algunos no aprenden nunca. Richie Huber había sido despedido otra vez.

Y en medio de esa cháchara, a veces chismosa, en medio de un párrafo y sin nada que ver con el resto, previo o posterior, Ruth Blum había formulado al vuelo la Temida Pregunta: «¿Y cuándo pensáis hacernos abuelos, tú y Stanley? Ya estamos listos para empezar a malcriar al bebé. Por si no te has dado cuenta, Patty, nos estamos volviendo viejos». Y luego pasaba a la chica de los Brucker, calle abajo, a quien habían hecho volver desde la escuela porque llevaba, sin sostén, una blusa casi transparente.

Deprimida, nostálgica por la casa de Traynor, insegura y bastante asustada por lo que podía depararles el futuro, Patty había ido a su futuro dormitorio conyugal para dejarse caer en el colchón (el somier todavía estaba en el garaje y el colchón, solitario en el suelo sin alfombrar, parecía un artefacto arrojado por las aguas a una extraña playa amarilla). Apoyó la cabeza en los brazos y lloró unos veinte minutos más o menos. Probablemente, ese llanto se había estado preparando, de cualquier modo. La carta de su madre no había hecho sino precipitarlo, así como el polvo hace que un cosquilleo en la nariz se convierta en estornudo.

Stanley quería tener hijos. Ella quería tener hijos. Estaban tan de acuerdo en ese tema como en la afición a las películas de Woody Allen, en la asistencia más o menos regular a la sinagoga, en las inclinaciones políticas, en la aversión por la marihuana y otras cien cosas, grandes y pequeñas. En la casa de Traynor había existido siempre un cuarto extra, dividido en dos partes. A la izquierda, Stanley tenía un escritorio para trabajar y un sillón para leer; a la derecha, estaba la máquina de coser de Patty y el tablero donde armaba rompecabezas. Entre ellos existía un acuerdo tan fuerte con respecto a ese cuarto que rara vez necesitaban mencionarlo: algún día sería el cuarto de Andy o de Jenny. Pero ¿dónde estaba ese hijo? La máquina de coser, los cestos de tela, el tablero, el escritorio y el sillón se mantenían en sus respectivos sitios; mes a mes parecían solidificar sus posiciones, estableciendo su legitimidad con más firmeza. Eso pensaba ella, aunque nunca llegaba a cristalizar la idea. Como la palabra pornográfico, era un concepto que danzaba más allá de su capacidad cuantificadora. Pero sí recordaba que cierta vez, al iniciarse un período menstrual, había tenido la sensación de que la caja de compresas Siemprelibre parecía muy satisfecha, como si las toallitas acolchadas le estuvieran diciendo: «¡Hola, Patty! Somos tus hijos. Los únicos hijos que tendrás, y tenemos hambre. Amamántanos. Amamántanos con tu sangre».

En 1976, tres años después de descartar los anticonceptivos, consultaron con un médico de Atlanta llamado Harkavay.

—Queremos saber si hay alguna deficiencia —dijo Stanley— y, en ese caso, si se puede hacer algo para solucionarla.

Se sometieron a las pruebas. Se demostró que el esperma de Stanley estaba enérgico, fértiles los óvulos de Patty y que todos los canales necesarios estaban abiertos.

Harkavay, que no lucía alianza matrimonial pero sí el rostro agradable y rubicundo de un universitario de las vacaciones de invierno, les dijo que quizá sólo fueran nervios. Que ese problema era bastante común. Que, en esos casos, solía producirse un correlativo psicológico semejante a la impotencia sexual: cuanto más se deseaba, menos se podía. Era preciso que se relajaran. Dentro de lo posible, debían de olvidarse de la procreación cuando hacían el amor.

En el trayecto de regreso a casa, Stan iba ceñudo. Patty le preguntó por qué.

—Yo nunca hago eso —dijo él.

—¿Qué cosa?

—Pensar en la procreación durante

Patty se echó a reír, aunque por entonces se sentía algo solitaria y asustada. Esa noche, en la cama, cuando creía que Stanley dormía desde hacía rato, él la asustó hablando en la oscuridad. Aunque su voz era inexpresiva, sonaba ahogada por las lágrimas.

—Soy yo —dijo—. Es culpa mía.

Patty se volvió hacia él, lo buscó a tientas, lo abrazó.

—No seas tonto —dijo.

Pero su corazón palpitaba deprisa, demasiado deprisa. Era como si Stan, al mirar dentro de su mente, hubiera leído allí una convicción secreta que ella guardaba sin haberlo sabido nunca. Sin razón alguna, sintió, supo, que él tenía razón. Algo iba mal y no en ella. Era él. Algo iba mal en él.

—No seas cenizo —susurró con furia contra su hombro.

Él sudaba un poco y Patty comprendió de pronto que tenía miedo. El miedo surgía de él en oleadas frías. Estar desnuda a su lado era, de pronto, como estar desnuda frente a una nevera abierta.

—No soy cenizo y no soy tonto —dijo él, con la misma voz, simultáneamente seca y ahogada de emoción—, y tú lo sabes. Soy yo. Pero no sé por qué.

—No se puede saber una cosa así. —La voz de Patty sonaba áspera regañona, como la de su madre cuando estaba asustada. Y aunque estaba riñéndole, por el cuerpo le corrió un estremecimiento que la retorció como un látigo.

Stanley, al sentirlo, la estrechó entre sus brazos.

—A veces —dijo—, a veces creo saber por qué. A veces sueño algo, algo feo. Entonces despierto y pienso: «Ya sé. Ya sé lo que anda mal». No sólo el hecho de que tú no quedes embarazada, sino todo. Todo lo que está mal en mi vida.

—¡Stanley! ¡En tu vida no hay nada que esté mal!

—Desde adentro no —dijo él—. Desde adentro todo está bien. Hablo de afuera. Algo que debería haber terminado y que no terminó. Cuando despierto de esos sueños, pienso: «Toda mi vida no ha sido sino el ojo de una tormenta que no comprendo». Tengo miedo, pero entonces… se desvanece. Como los sueños.

Ella sabía que a veces Stan tenía sueños intranquilos. En cinco o seis oportunidades la había despertado, agitándose, gimiendo. Probablemente, otras veces ella había seguido durmiendo en esos interludios oscuros. Cuando alargaba la mano hacia él, interrogándolo, él decía siempre lo mismo: «No me acuerdo». Luego buscaba los cigarrillos y fumaba sentado en la cama, esperando que el residuo del sueño rezumara por sus poros, como un sudor enfermizo.

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