It (Eso) – Stephen King

—¿Qué hay de ti y tu esposa, Gran Bill? —intervino Rich—. ¿Lo habéis intentado?

Todos lo miraron con curiosidad… porque estaba casado con una mujer a la que todos conocían. Audra no era la mejor actriz ni la mujer más adorada del mundo, pero sí la clase de celebridad que, de algún modo, había reemplazado al talento como moneda de cambio en la última mitad del siglo XX. Era una desconocida cuyo rostro adorable les era familiar. Beverly, en especial, parecía llena de curiosidad.

—Lo hemos intentado de vez en cuando, desde hace seis años —dijo Bill—. En los últimos ocho meses no, por la película que estamos filmando. Se titula Buhardilla.

—¿Sabes?, todos los días, de cinco y cuarto a cinco y media de la tarde, tenemos un programita de entretenimientos titulado Visitando a las estrellas —comentó Richie—. La semana pasada se ocuparon de esa famosa película, destacando lo del matrimonio que trabaja unido y todo eso. Mencionaron tu nombre y el de ella, ¿y puedes creer que no los relacioné contigo?

—Es curioso —dijo Bill—. El caso es que a Audra le pareció inoportuno quedar embarazada justo antes de pasarse diez semanas en actuaciones fatigosas, considerando que estaría descompuesta por las mañanas. Pero queremos tener hijos, sí. Y lo hemos intentado mucho.

—¿Os habéis hecho exámenes de fertilidad? —preguntó Ben.

—Ajá, hace cuatro años, en Nueva York. Los médicos descubrieron un pequeñísimo tumor benigno en el útero de Audra. Dijeron que era una suerte, pues, aunque no le habría impedido quedar embarazada, podría haber provocado un embarazo extrauterino. Pero tanto ella como yo somos fértiles.

Eddie repitió tercamente:

—Eso no demuestra nada.

—Pero es sugestivo —murmuró Ben.

—Y por tu parte, Ben —preguntó Bill—, ¿no ha habido ningún pequeño accidente? —Se llevó una sorpresa, desagradable y divertida a un tiempo, al descubrir que había estado a punto de llamarlo Parva.

—Nunca me casé, siempre he tenido cuidado y no ha habido ningún juicio por paternidad —dijo Ben—. Más allá de eso, no puedo asegurar nada.

—¿Queréis escuchar una historia divertida? —preguntó Richie, con Voz de Policía Irlandés.

Era una estupenda Voz de Policía Irlandés. «Has mejorado de un modo indecible, Richie —pensó Bill—. De chico no te salía, por mucho que lo intentaras. Sólo una vez… o dos… ¿cuándo

(los fuegos fatuos)

fue?».

—Y no olvides esta recomendación, mi querido amiguito.

De pronto, Ben Hanscom se tapó la nariz y exclamó, con aguda voz de niño:

—¡Bip-bip, Richie! ¡Bip-bip! ¡Bip-bip!

Al cabo de un momento, Eddie, riendo, se tapó la nariz y se unió a la broma. Beverly hizo lo mismo.

—¡Está bien, está bien! —protestó Richie, riendo también—. ¡Está bien, renuncio! ¡Por el amor de Dios!

—Oh, muchachos —dijo Eddie, derrumbándose en la silla, casi llorando de risa—. Esta vez te embromamos, Bocazas. Bravo, Ben.

Ben estaba sonriendo, pero parecía algo extrañado.

—Bip-bip —repitió Bev, riendo—. Me había olvidado completamente de eso. Te lo hacíamos a cada rato, Richie.

—Porque vosotros nunca supisteis apreciar el talento, eso es todo —replicó Richie, muy cómodo. Como en los viejos tiempos, se le podía hacer perder el equilibrio, pero era como uno de esos muñecos con base pesada: casi de inmediato volvía a levantarse—. Ésa fue una de tus pequeñas contribuciones al Club de los Fracasados, ¿verdad, Parva?

—Sí, eso creo.

—¡Qué hombre! —exclamó Richie, con voz estremecida de admiración. Y comenzó a hacer grandes reverencias sobre la mesa, casi metiendo la nariz en su taza de té cada vez que descendía—. ¡Qué hombre, caramba, qué hombre!

—Bip-bip, Richie —dijo Ben, solemne. De pronto estalló en una franca risa de barítono, muy diferente de su vacilante voz de la infancia—. Sigues siendo el mismo Correcaminos de siempre.

—Bueno, ¿queréis que os lo cuente o no? —preguntó Richie—. Por mi parte, me da igual. Abucheadme hasta cansaros. Yo sé resistir los ataques. Estáis hablando con el hombre que una vez entrevistó a Ozzy Osbourne.

—Cuenta —dijo Bill.

Echó un vistazo a Mike; se lo veía más feliz (o más relajado) desde el comienzo del almuerzo. ¿Era acaso porque veía el vínculo mutuo casi inconsciente que estaba produciéndose, ese fácil volver a los antiguos papeles que casi nunca se produce cuando se reúnen viejos amigos? Bill pensó que sí. Y pensó también: «Si existen ciertas condiciones previas para la fe en la magia que posibilita el uso de esa magia, tal vez esas condiciones previas se dispondrán solas, inevitablemente». El pensamiento no le resultó muy reconfortante. Le hizo sentirse atado a la nariz de un misil teledirigido.

Bip-bip, por cierto.

—Bueno —estaba diciendo Richie—, puedo hacer de esto una historia larga y triste o la versión para historietas, al estilo Lorenzo y Pepita. Pero me ajustaré a un término medio. Un año después de marcharme a California conocí a una muchacha, y los dos nos enamoramos. Comenzamos a vivir juntos. Al principio, ella tomaba la píldora, pero casi siempre la descomponía. Habló de conseguir un dispositivo intrauterino, pero a mí no me gustaba mucho la idea; los periódicos empezaban a publicar las primeras noticias de que podían no ser del todo inocuos.

»Habíamos hablado mucho de los hijos y teníamos bien decidido que no queríamos tenerlos, ni siquiera si llegábamos a legalizar la relación. Que era irresponsable traer niños a un mundo tan sucio, peligroso y superpoblado, bla-bla-bla, vamos a poner una bomba en el lavabo del Bank of America y después vendremos a fumar un poco de marihuana mientras hablamos de las diferencias entre el maoísmo y el trotskismo. No sé si me entendéis.

»O tal vez soy demasiado duro con nuestra posición de entonces. Joder, éramos jóvenes y razonablemente idealistas. La cuestión es que me hice cortar los cables, como dicen los de Beverly Hills, con su elegancia infaliblemente vulgar. No hubo ningún problema con la operación y no se produjeron efectos posteriores adversos. Porque suele haberlos, por si vosotros no lo sabéis. A un amigo mío se le hincharon las pelotas hasta el tamaño de neumáticos para Cadillac 1959. Yo iba a regalarle un par de tirantes con dos toneles para el cumpleaños, pero se le deshincharon antes.

—Muestra de tu acostumbrado tacto —comentó Bill.

Beverly volvió a reír. Richie le dedicó una sonrisa grande y sincera.

—Gracias por esas palabras de apoyo, Bill. En tu último libro utilizaste doscientas seis veces la palabra «mierda». Las conté.

—Bip-bip, Bocazas —dijo Bill, solemne, y todos rieron.

A Bill le parecía casi imposible que, diez minutos antes, hubieran estado hablando de niños asesinados.

—Sigue, oh Richie —lo instó Ben—. El tiempo avanza, implacable.

—Sandy y yo vivimos juntos dos años y medio —prosiguió Richie—. Por dos veces estuvimos a punto de casarnos. Tal como resultaron las cosas, creo que nos ahorramos muchos dolores de cabeza y todo ese papeleo de los bienes conyugales al no complicar las cosas. Ella recibió un ofrecimiento para trabajar con una firma de abogados de Washington más o menos al mismo tiempo que a mí me ofrecían un programa de fin de semana en la «KLAD»; no era gran cosa, pero equivalía a tener un pie dentro. Ella me dijo que tenía ante sí una gran oportunidad y que yo debía ser un machista insensible, un verdadero cardo, si la retenía; más aun, ya estaba harta de California. Yo le dije que para mí también era una gran oportunidad. Así que nos tiramos los platos a la cabeza, y cuando se acabaron los platos, Sandy se fue.

»Un año después, decidí tratar de revertir la vasectomía. No tenía motivos valederos y sabía, por lo que había leído, que las probabilidades eran escasas. Pero no me importó.

—¿Tenías alguna pareja estable, por entonces? —preguntó Bill.

—No, y eso es lo más curioso. —Richie frunció el ceño—. Simplemente un día desperté con ese… no sé, ese antojo de hacerla revertir.

—Estabas loco, sin duda —intervino Eddie—. Anestesia general en vez de local, cirugía…, tal vez hasta una semana de hospitalización…

—Sí, el médico me dijo todo eso —respondió Richie—. Y yo le dije que, de cualquier modo, quería hacerlo. No sé por qué. El médico me advirtió que el período de recuperación sería doloroso y que el resultado, a lo sumo, era una posibilidad de cada dos. Dije que no me importaba y que cuándo me operaría, decidido a que, cuanto antes, mejor. Y él me dijo: «Refrénese, hijo. Primero quiero una muestra de esperma para asegurarme de que la operación sea necesaria». Yo le dije: «¡Pero bueno, si me hicieron ese examen después de la vasectomía, y estaba bien!». Él me dijo que, algunas veces, los vasos se reconectaban espontáneamente. «¡Mierda! Eso no me lo habían dicho», dije yo. Él me explicó que las posibilidades eran muy remotas, infinitesimales, pero antes de emprender una operación tan delicada teníamos que comprobarlas. Así que entré en el baño de caballeros, con un ejemplar de Playboy, y llené un tazón.

—Bip-bip, Richie —dijo Beverly.

—Sí, tienes razón —reconoció Richie—. Lo de Playboy es mentira. En los consultorios nunca hay revistas tan interesantes. La cuestión es que el médico me llamó, tres días después, para preguntarme qué quería recibir antes: la buena noticia o la mala.

»—Dame primero la buena —le dije.

»—La buena es que no hace falta ninguna operación —dijo él—. La mala es que si se ha acostado con alguien en los últimos dos o tres años, en cualquier momento puede caerle un juicio por paternidad.

»—¿Eso quiere decir lo que yo creo? —pregunté.

»—Eso quiere decir que usted no ha estado disparando con balas de fogueo en estos años. Hay millones de bailarines en su muestra de esperma. Por el momento, se le acabó el placer de montar a pelo sin preocupaciones, Richard.

»Le di las gracias y colgué. Después llamé a Sandy, a Washington.

»—¡Rich! —me dice.

De pronto, la voz de Richie se convirtió en la de esa chica a la que nadie conocía. No era una imitación, ni siquiera un parecido; era, antes bien, un retrato cantado.

—¡Qué maravilla oírte! ¿Sabes que me casé? —me dice.

»—Ah, qué bien. ¿Por qué no me avisaste? Te habría mandado una coctelera —le digo.

»Y ella: «Siempre tan gracioso».

»Y yo le dije: «Claro, siempre tan gracioso. A propósito, Sandy: por casualidad, no tuviste ningún chico después de mudarte a Washington, ¿no? ¿Ni siquiera alguna menstruación fuera de fecha o algo así?».

»—Eso no me parece nada divertido, Rich —dijo ella. Me di cuenta de que estaba por colgar, así que le conté lo ocurrido. Ella se echó a reír, sólo que esa vez lo hizo con ganas, como reíamos nosotros siete cuando alguien contaba un chiste. Cuando empezó a calmarse, le pregunté qué le parecía tan divertido.

»—Es estupendo. Esta vez el chiste te lo hicieron a ti —dijo—. ¡A Discos Tozier, por fin! ¿Cuántos bastardos has engendrado desde que me marché, Rich?

»—¿Eso significa que aún no has experimentado las alegrías de la maternidad? —le pregunté.

»—Espero para julio —me respondió—. ¿Alguna otra pregunta?

»—Sí. ¿Cuándo cambiaste de opinión sobre lo inmoral que es traer hijos a este mundo de mierda?

»—Cuando encontré un hombre que no era un mierda —respondió ella, y colgó.

Bill se echó a reír. Rió hasta que le corrieron las lágrimas por las mejillas.

—Sí —dijo Richie—. Creo que se apresuró a colgar para quedarse con la última palabra, pero hubiera podido quedarse todo el día con el auricular en la mano. Yo sé reconocer cuándo he perdido. Una semana después volví al consultorio del médico para preguntarle si podía aclararme un poco los porcentajes de regeneración espontánea. Dijo que había hablado al respecto con algunos de sus colegas. Según resultó, en los tres años transcurridos entre 1980 y 1982, se registraron veintitrés casos de regeneración espontánea. Seis de ellos resultaron, simplemente operaciones mal hechas. Otros seis, estafas ideadas para engordar la cuenta bancaria del médico. Por lo tanto, hubo once casos auténticos en tres años.

—¿Once entre cuántos? —preguntó Beverly.

—Entre veintiocho mil seiscientos dieciocho —especificó Richie, tranquilamente.

Se hizo el silencio en la mesa.

—Fijaos qué lotería me tocó —agregó él—. Y no resultó ningún hijo de eso. ¿No es para reírse, Eds?

Autore(a)s: