It (Eso) – Stephen King

—Traeré algunas tablas —dijo Ben—. El viejo de la otra manzana tiene muchas. Le voy a pedir unas cuantas.

—Y trae algo de comer —sugirió Eddie—. Bocadillos, patatas fritas, cosas así.

—Bueno.

—¿T-t-tienes algún rev-revólver?

—Tengo una escopeta de aire comprimido —respondió Ben—. Me la regaló mi madre por Navidad, pero se pone furiosa si disparo dentro de la casa.

—T-t-tráela —dijo Bill—. A l-l-lo mejor jug-g-gamos a los p-p-pistoleros.

—De acuerdo —dijo Ben, alegremente—. Ahora, tengo que volver a mi casa volando.

—No-nosotros también— recordó Bill.

Los tres salieron juntos de Los Barrens. Ben ayudó a Bill a subir la bicicleta por el terraplén, mientras Eddie los seguía, otra vez respirando con trabajo y mirando con melancolía su camisa manchada de sangre.

Bill les dijo adiós y se fue pedaleando con fuerza, mientras gritaba:

—¡Hai-oh, Silver! ¡ARREEE! —a todo pulmón.

—Esa bicicleta es gigantesca —observó Ben.

—Ya lo creo —dijo Eddie. Había tomado otra aspiración de su inhalador y estaba respirando con normalidad otra vez—. A veces me lleva atrás. Va tan rápido que me cago de miedo. Es buen hombre, este Bill. —Lo dijo como con indiferencia, pero en sus ojos había algo más enfático. Había adoración—. Sabes lo que pasó con su hermano, ¿no?

—No. ¿Qué le pasó?

—Murió el otoño pasado. Alguien lo mató. Le arrancó un brazo, como quien arranca un ala a una mosca.

—¡A la mi… ércoles!

—Antes Bill tartamudeaba un poco, pero ahora es terrible. ¿Te has dado cuenta de que tartamudea?

—Bueno… me lo pareció.

—Pero su cabeza no tartamudea nada. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Sí.

—Te lo cuento porque, si quieres ser amigo de Bill, es mejor no mencionar lo de su hermanito. No le hagas preguntas ni nada de eso. Se pone muy nervioso.

—Y quién no, hombre —concordó Ben.

De pronto, recordaba, vagamente, haber oído hablar del niño al que habían matado en el otoño. Se preguntó si su madre habría estado pensando en George Denbrough al darle el reloj o sólo en los asesinatos más recientes.

—¿Ocurrió justo después de la inundación? —preguntó.

—Sí.

Habían llegado a la esquina de Kansas y Jackson, donde tendrían que separarse. Algunos chicos corrían por allí, jugando a cogerse o a la pelota. Un niño de pantaloncitos azules pasó junto a Ben y Eddie con aire de importancia; llevaba un sombrero a lo David Crockett al revés, de modo tal que la cola le pendía entre los ojos, e iba llevando un Hola-Hoop mientras chillaba:

—¡A coger el aro, chicos! ¡A coger el aro, chicos! ¿Queréis?

Los dos chicos mayores lo siguieron con la mirada, divertidos. Después Eddie dijo:

—Bueno, tengo que irme.

—Espera —exclamó Ben—. Tengo una idea, por si no quieres ir a la Sala de Emergencias.

—¿Sí? —Eddie parecía desconfiado, pero deseoso de esperanzas.

—¿Tienes cinco centavos?

—Tengo diez. ¿Para qué?

Ben echó un vistazo a las manchas pardas que estaban secándose en la camisa de Eddie.

—Ve a la cafetería y pide un batido de chocolate. Después vuelcas la mitad en tu camisa. Cuando llegues a tu casa, le dices a tu madre que se te cayó encima.

A Eddie le brillaron los ojos. En los cuatro años transcurridos desde la muerte de su padre, su madre había perdido notablemente la vista. Por vanidad (y porque no sabía conducir) se negaba a consultar con un oftalmólogo para que le recetara gafas. Las manchas de sangre seca y las de chocolate se parecen bastante. Quizás…

—Podría ser —dijo.

—Pero si se da cuenta, no le digas que la idea fue mía.

—De acuerdo —aceptó Eddie—. Hasta luego, cara de borrego.

—Adiós.

—No —explicó Eddie, con paciencia—. Cuando te digo eso, tienes que responder: «Hasta cada rato, cara de pato».

—¡Ah! Hasta cada rato, cara de pato.

—Eso. —Eddie sonrió.

—¿Sabes una cosa? —dijo Ben—. Vosotros dos sois geniales.

Eddie pareció más que azorado: casi nervioso.

—Bill, sí —reconoció.

Y se puso en marcha. Ben lo siguió con la vista mientras caminaba por Jackson Street. Luego giró hacia su casa. Tres calles más allá vio a tres siluetas familiares en la parada del autobús, en la esquina de Jackson y Main. Estaban casi de espaldas a Ben. El chico agachó la cabeza tras un seto, con el corazón palpitante. Cinco minutos después se detuvo allí el interurbano Derry-Newport-Haven. Henry y sus amigos aplastaron las colillas en la calle y subieron.

Ben esperó a que el autobús se perdiera de vista y luego apuró el paso de regreso a su casa.

8

Esa noche, a Bill Denbrough le ocurrió algo terrible. Le ocurría por segunda vez.

Sus padres estaban abajo, mirando la tele, casi sin hablar, sentados en ambos extremos del sofá, como si fueran sujetalibros. En otros tiempos, ese comedor había estado lleno de risas y charlas, a veces a tal punto que no se podía ver la tele.

—¡A ver si te callas, Georgie! —gritaba Bill.

—Me callo si tú dejas de comerte todas las palomitas de maíz —replicaba su hermanito—. Ma, dile a Bill que me dé las palomitas de maíz.

—Bill, da las palomitas de maíz a tu hermano. Y no me digas «ma», George. Parece un balido de oveja.

Otras veces, el padre contaba un chiste y todos reían, hasta mamá. George, a veces, no entendía todos los chistes, pero reía porque los otros estaban riendo.

En aquellos tiempos, sus padres eran también sujetalibros en los extremos del sofá, pero él y George eran los libros. Tras la muerte de George, Bill había tratado de oficiar de libro entre ellos, mientras miraban la tele, pero era un trabajo muy frío. Ellos emanaban frío en ambas direcciones y el calentador de Bill no alcanzaba para tanto. Tenía que irse porque ese tipo de frío le helaba las mejillas y lo hacía lagrimear.

—¿Q-q-queréis oír un ch-chiste n-nuevo que me c-c-contaron en la esc-escuela? —había intentado una vez, hacía algunos meses.

Silencio de ambos. En la tele, un criminal suplicaba a su hermano, que era sacerdote, que lo escondiera.

El padre levantó la vista de la publicación que estaba leyendo y echó a Bill una mirada algo sorprendida. Luego volvió a la revista. Tenía la foto de un cazador despatarrado en un banco de nieve, mirando hacia arriba, hacia un enorme y rugiente oso polar. «Destrozado por el asesino de los páramos blancos», era el título del artículo. Bill había pensado: Ya sé dónde hay un páramo blanco: aquí mismo, entre papá y mamá, en este sofá.

Su madre ni siquiera levantó la vista.

—Es así: ¿c-c-cuántos fra-franceses hacen f-falta para cambiar una b-b-bombilla? —insistió Bill.

Sentía una película de sudor en la frente, como solía ocurrirle en la escuela, cuando la maestra lo había pasado por alto todo el tiempo posible y tenía que llamarlo a dar la lección muy pronto. Su voz sonaba estridente, pero no pudo bajarla. Las palabras le despertaban ecos en la cabeza, como campanas enloquecidas. Levantaban ecos, se atascaban, volvían a brotar.

—¿S-sabéis cu-cu-cuántos?

—Uno para subirse a la mesa y sujetar la bombilla y cuatro para dar vueltas a la mesa —dijo Zack Denbrough, distraídamente, mientras volvía la página.

—¿Decías algo, querido? —preguntó la madre.

En Noche de teatro, el hermano sacerdote decía al hermano delincuente que se entregara y rezara pidiendo perdón.

Bill seguía allí, sudando, pero frío… muy frío. Hacía frío allí porque, en realidad, él no era el único libro entre esos dos sujetalibros; Georgie todavía estaba allí, sólo que ahora era un Georgie invisible, un Georgie que nunca pedía palomitas de maíz ni aullaba porque Bill lo pellizcaba. Esa nueva versión de George nunca hacía travesuras. Era un Georgie manco, pálido, pensativo y silencioso a la luz azul y blanca, sombreada, del Motorola. Tal vez no eran sus padres, sino George el que emitía ese gran frío. Tal vez era George el verdadero asesino de los páramos blancos. Por fin, Bill huyó de ese hermano frío e invisible y subió a su cuarto, donde se tendió boca abajo en la cama para llorar sobre la almohada.

El cuarto de George seguía tal como estaba en el día de su muerte. Unas dos semanas después del entierro, Zack había puesto unos cuantos de sus juguetes en una caja de cartón para entregarlos a Cáritas o al Ejército de Salvación, probablemente. Sharon Denbrough lo había visto salir con la caja en los brazos. Sus manos volaron a la cabeza, como blancos pájaros sobresaltados y se hundieron en el pelo, convertidas en puños tironeantes. Bill, al verla, cayó contra la pared, con las piernas súbitamente flojas. Su madre parecía tan loca como Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein.

—¡NO TE ATREVAS A TOCAR SUS COSAS! —chilló.

Zack, encogiendo el cuerpo, llevó la caja de juguetes al cuarto de George, sin decir una palabra. Hasta puso cada cosa en el mismo sitio en que se encontraba. Bill, al entrar, vio a su padre arrodillado junto a la cama de George (cuyas sábanas la madre seguía cambiando, aunque sólo una vez por semana, en vez de dos), con la cabeza entre los brazos musculosos y peludos. Bill vio que su padre estaba llorando, y eso aumentó su terror. De pronto se le ocurría una espantosa posibilidad: quizás, a veces, las cosas no salían mal una sola vez; quizás, a veces, seguían cada vez peor y peor, hasta que todo estaba completamente arruinado.

—P-p-p-papá…

—Anda, Bill —dijo el padre. Su voz sonaba sofocada y estremecida. Su espalda subía y bajaba. Bill quería con toda el alma tocar esa espalda para ver si su mano podía aquietar esas sacudidas desesperadas. No se abrevió—. Anda, vete.

Se fue y siguió caminando subrepticiamente por el pasillo de la planta alta, mientras oía que la madre también lloraba abajo, en la cocina. Era un ruido chillón y desolado. Bill pensó: ¿Por qué lloran tan separados? Y de inmediato apartó de sí el pensamiento.

9

En la primera noche de las vacaciones, Bill entró en la habitación de Georgie. El corazón le palpitaba pesadamente en el pecho, sentía las piernas rígidas y torpes de tensión. Entraba allí con frecuencia, pero no porque le gustara estar allí. El cuarto estaba tan lleno de la presencia de George que parecía embrujado. Cuando entraba, no podía dejar de pensar que, en cualquier momento, la puerta del armario se abriría chirriando. Y allí estaría Georgie, entre las camisas y los pantalones que aún colgaban de sus perchas, un Georgie cubierto por un impermeable lleno de sangre, con una manga amarilla colgante y vacía. Sus ojos serían inexpresivos y horribles, ojos de zombie, como en las películas de terror. Cuando saliera del armario, sus botas chapotearían al caminar por el cuarto, hacia donde estaba Bill, sentado en su cama, petrificado de horror.

Si cualquier noche de ésas, mientras él estaba allí, sentado en la cama de su hermano, se hubiera cortado la luz, no habría dejado de tener un ataque al corazón, probablemente fatal, en cuestión de diez segundos. De todos modos, entraba. Junto con el miedo al fantasma de George, había una necesidad muda y suplicante, un ansia de superar, de algún modo, la muerte de George y de encontrar alguna manera decente de seguir viviendo. No de olvidar a George, sino de hacerlo menos tétrico. Se daba cuenta de que sus padres no tenían mucho éxito en el intento; si quería hacerlo por sí mismo, tendría que hacerlo solo.

Pero no era tan sólo por él mismo que entraba en esa habitación; también entraba por Georgie. Había querido a George; en vida de él se llevaban bastante bien, para ser hermanos. Oh, tenían sus malos momentos; Bill podía dar a George un buen coscorrón, o George acusaba a Bill cuando bajaba a la cocina a hurtadillas, después de acostarse, para acabar con la crema de limón, pero en general, se entendían. Ya era bastante terrible que George hubiera muerto. Pero que él lo convirtiera en una especie de monstruo espeluznante, eso era todavía peor.

Extrañaba al pequeño, ésa era la verdad. Extrañaba su voz y su risa, el modo en que sus ojos solían buscar los de él, llenos de confianza, seguros de que Bill tenía la respuesta a cualquier problema. Y había una cosa rarísima: a veces sentía que quería a George mucho más cuando le tenía miedo, pues en ese miedo (cuando temía que un George-zombi estuviera acechando en el ropero o debajo de la cama) recordaba mejor su cariño por George y el cariño de George. En su esfuerzo por reconciliar esas dos emociones, el cariño y el terror, Bill se sentía muy cerca de hallar la resignación definitiva.

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