It (Eso) – Stephen King

Pero Mike no puede emitir otro sonido que ése. Entonces la cabeza abre los ojos. Y son los ojos plateados y brillantes del payaso Pennywise. Los ojos giran en dirección a él; los labios empiezan a retorcerse alrededor de las plumas. Está tratando de hablar. Tal vez intenta pronunciar una profecía, como el oráculo del teatro griego.

—Me pareció mejor reunirme con vosotros, Mike, porque no podéis ganar sin mí. No podéis ganar sin mí y lo sabéis, ¿verdad? Podríais haber tenido alguna oportunidad si yo hubiese aparecido entero, pero mi cerebro, tan norteamericano, no soportó la tensión, no sé si me entiendes. Vosotros seis, sin mí no haréis más que soñar con los viejos tiempos y haceros matar. Por eso me pareció mejor asomar la cabeza para avisaros. Asomar la cabeza, ¿entiendes, Mikey? ¿Entiendes, viejo amigo? ¿Entiendes, negro, pedazo de porquería?

¡No eres real!, grita Mike. Pero no emite ningún sonido. Parece un televisor sin volumen.

Increíble, grotescamente, la cabeza le guiña un ojo.

—Soy real, muy real. Real como las gotas de lluvia. Y tú sabes de qué te estoy hablando, Mikey. Lo que vosotros seis estáis planeando es como despegar en un avión sin tren de aterrizaje. No tiene sentido subir si no se puede bajar, ¿verdad? Tampoco tiene sentido bajar si no se puede volver a subir. Nunca se te van a ocurrir los chistes y los acertijos que hacen falta. Nunca me harás reír, Mikey. Todos vosotros habéis olvidado lo que hay que hacer para convertir el alarido de terror en lo inverso. Bip-bip, Mikey. ¿Qué me dices? ¿Te acuerdas del pájaro? Nada más que un gorrión, pero ¡qué impresionante! ¿No? Grande como un edificio, grande como esos monstruos de las películas japonesas, tan tontas, que te asustaban cuando eras pequeño. Ya han pasado definitivamente los tiempos en que sabías cómo alejar ese pájaro de tu puerta, Mikey. Créeme. Si supieras usar la cabeza, te irías de aquí, saldrías de Derry, ahora mismo. Si no sabes usarla, acabará como la que ves aquí. El mensaje de hoy, para transitar el gran sendero de la vida, es: Úsala si no quieres perderla, mi buen amigo.

La cabeza rueda hasta quedar con el rostro hacia abajo (las plumas de la boca emiten un horrible crujido) y cae de la nevera. Golpea contra el suelo y rueda hacia él, como una horripilante pelota; el pelo pegoteado de sangre cambia de sitio con la cara sonriente, rueda hacia él, dejando un viscoso rastro de sangre y trocitos de pluma, mientras la boca sigue moviéndose alrededor de su coágulo de plumas.

—¡Bip-bip, Mikey! —chilla, mientras Mike retrocede como enloquecido con las manos tendidas hacia delante para protegerse—. Bip-bip, bip-bip, bip-bip, coño, bip.

De pronto se oye un súbito pop, como el de un corcho de plástico al escapar de una botella de champán barato. La cabeza desaparece. Era real —piensa Mike, enfermo—. No hubo nada sobrenatural en ese ruido; era el ruido del aire que vuelve a un espacio súbitamente vacío… Real, oh, Dios, real. Una fina red de gotitas rojas flota hacia arriba y vuelve a caer con un repiqueteo. Pero no hará falta limpiar el saloncito; Carole no verá nada cuando vuelva mañana, aunque tenga que ir pateando globos para llegar hasta el hornillo a prepararse el primer café de la mañana. Qué práctico. Y Mike ríe con estridencia.

Levanta la vista. Y sí, los globos siguen allí. Los azules dicen: LOS NEGROS DE DERRY SON UNOS PÁJAROS TONTOS. Los naranjas: LOS PERDEDORES SIGUEN PERDIENDO, PERO STANLEY URIS VA A LA CABEZA.

No tiene sentido subir si no se puede bajar, ha dicho la cabeza parlante. No tiene sentido bajar si no puedes volver a subir. Eso último le hace pensar otra vez en los cascos de minero. ¿Y es verdad? De pronto recuerda el primer día en que bajó a Los Barrens, tras la pelea a pedradas. Fue el 6 de julio, dos días después de haber marchado en el desfile de la Independencia…, dos días después de haber visto al payaso Pennywise en persona, por primera vez. Después de pasar aquel día en Los Barrens, escuchando sus anécdotas y después, vacilante, contando la propia, fue a su casa y preguntó a su padre si podía mirar su álbum de fotografías.

¿Por qué, a fin de cuentas, bajó a Los Barrens aquel 6 de julio? ¿Sabía entonces que los hallaría en ese lugar? Sí, por lo visto. No sabía sólo que estaban allí, sino dónde estaban. Recuerda que hablaban sobre una casita para el club. Pero a él le pareció que hablaban sobre eso por no hablar de otro tema que no sabían cómo abordar.

Mike levanta la vista hacia los globos. Ya no los ve, en realidad. Trata de recordar exactamente qué pasó ese día, ese día caluroso. De pronto le resulta muy importante recordar exactamente qué pasó, cada matiz de lo vivido, su estado anímico del momento.

Porque fue entonces cuando todo empezó a ocurrir. Hasta el momento, los otros habían estado hablando de matar a Eso, pero sin hacer ningún movimiento, ningún plan. Con la llegada de Mike, el círculo se cerró y la rueda empezó a girar. Algo más tarde, ese mismo día, Bill, Richie y Ben fueron a la biblioteca para iniciar una seria investigación sobre cierta idea que Bill tenía desde hacía un par de días, una semana, un mes. Todo comenzaba a…

—¿Mike? —llama Richie, desde la sala de ficheros, donde se han reunidos los otros—. ¿Te has muerto allí dentro?

Casi, piensa Mike, contemplando los globos, la sangre, las plumas que hay dentro de la nevera.

Y llama, a su vez.

—Será mejor que vengáis.

Oye el ruido de las sillas al correrse, el murmullo de voces. Percibe con claridad la voz de Richie:

—Oh, cielos, y ahora qué.

Y otro oído, dentro de su memoria, oye la voz de Richie decir otra cosa.

Y de pronto recuerda lo que ha estado buscando; más aún, comprende por qué parecía tan huidizo. La reacción de los otros, cuando él apareció en el claro, dentro de la parte más oscura y densa de Los Barrens, aquel día, fue… nada. Ni sorpresa ni preguntas sobre cómo los había encontrado. Nada. Ben comía un Twinkie, recuerda. Beverly y Richie estaban fumando, Bill, tendido en el suelo, con las manos bajo la nuca, contemplaba el cielo. Eddie y Stan miraban con aire dubitativo una serie de cordeles y estacas que delimitaban un cuadrado de suelo, de un metro y medio de lado, aproximadamente.

Ni sorpresa ni preguntas, nada. Simplemente, apareció y fue aceptado. Era como si, sin siquiera saberlo, lo hubiesen estado esperando. Y con ese tercer oído, el oído de la memoria, oye la voz del negrito esclavo, como un rato antes: Por Diosito, Miss Clawdy, aquí viene

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otra vez ese negrito. Caramba, pe’o qué está pasando en estos Ye’mos. Pe’o mire ese pelo motoso, Gran Bill…

Bill no se molestó en volverse; siguió contemplando, soñador, las gordas nubes de verano que marchaban por el cielo. Estaba prestando toda su atención a una cuestión muy importante. De cualquier modo, Richie no se ofendió por ese desinterés y siguió bromeando:

—Todo ese pelo motoso me da gana de tomá otro jarabe de menta. Lo viá tomá en la galería, que está un poquito má fresca.

—Bip-bip, Richie —dijo Ben, tras un bocado al Twinkie.

Beverly se echó a reír.

—Hola —saludó Mike, inseguro.

El corazón le latía con demasiada fuerza, pero estaba decidido a seguir adelante con eso. Tenía que darles las gracias y el padre le había enseñado a pagar siempre lo que se debía… cuanto antes, para que no aumentasen los intereses.

Stan volvió la cabeza.

—Hola —dijo. Enseguida volvió a mirar el cuadro delimitado en el centro de aquel claro—. ¿Estás seguro de que va a resultar, Ben?

—Seguro —dijo Ben—. Hola Mike.

—¿Quieres un cigarrillo? —preguntó Beverly—. Me quedan dos.

—No gracias. —Mike aspiró hondo y dijo—: Por cierto, quería darles otra vez las gracias por la ayuda del otro día. Esos tíos me iban a descalabrar de verdad. Y siento mucho que hayáis salido lastimados.

Bill restó importancia al asunto con un gesto de la mano.

—N-no te p-p-preocupes. La-la han tenido c-c-con nos-nosotros todo el año. —De pronto se incorporó, mirando a Mike con deslumbrado interés—. ¿T-te p-p-puedo hacer una p-pregunta?

—Claro que sí. —Mike se sentó con recelo. No era la primera vez que oía uno de esos prefacios. El chico Denbrough iba a preguntarle qué se sentía al ser negro.

Pero Bill preguntó otra cosa:

—Cuando L-l-larsen an-anotó ese t-t-tanto en la s-s-serie mundial, hace dos años, ¿cre-crees q-q-que fue s-s-sólo por su-suerte?

Richie dio una intensa calada a su cigarrillo y empezó a toser. Beverly le palmeó la espalda, de buen humor.

—Apenas empiezas, Richie. Ya aprenderás.

—Creo que se va a derrumbar, Ben —observó Eddie, preocupado, mirando el cuadro del cordel—. No creo que me entusiasme mucho la idea de quedar enterrado vivo.

—No vas a quedar enterrado vivo —dijo Ben—. En todo caso, puedes chupar ese maldito inhalador hasta que te saquen.

Para Stanley Uris, aquello resultó divertidísimo. Se reclinó sobre un codo con la cara hacia arriba y rió hasta que Eddie le dio un puntapié en la pantorrilla ordenándole que se callara.

—Sólo suerte —dijo Mike, por fin—. Un tanto así es más suerte que otra cosa.

—E-e-eso —convino Bill.

Mike esperó más preguntas, pero Bill parecía satisfecho. Volvió a tenderse, con las manos entrelazadas bajo la nuca y siguió estudiando las nubes que pasaban.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Mike, mirando el cuadrado que formaba el cordel entre las estacas.

—Oh, esto es la gran idea de Ben para esta semana— dijo Richie—. La última vez inundó Los Barrens, eso fue muy divertido, pero esto será sensacional. Este mes se trata de la operación «Hágase su propia casita». El mes que viene…

—N-n-no tienes p-p-por qué burlarte de B-b-ben —dijo Bill, siempre mirando al cielo—, quedará muy bien.

—Por el amor de Dios, Bill, sólo era una broma, nada más.

—A-a-a-a-a veces bro-bromeas demmmasiado, Ri-Richie.

El otro aceptó el reproche en silencio.

—Sigo sin entender —dijo Mike.

—Bueno, es muy simple —explicó Ben—. Ellos querían hacer una casita en un árbol. Se podía, pero la gente tiene la mala costumbre de romperse los huesos cuando se cae de la rama.

—Cuqui, cuqui, dame tus huesos —dijo Stan.

Y rió, mientras los otros lo miraban, desconcertados. Stan no tenía mucho sentido del humor y el que tenía resultaba bastante extraño.

—Usted se estar volviendo loco, señorrrr —dijo Richie, a lo Pancho Villa—. Es el calorrrr y las cucarachas, sí.

—Bueno —siguió Ben—, lo que vamos a hacer es excavar un metro y medio en el cuadrado que he delimitado aquí. No podemos ir mucho más abajo o nos encontraremos con la capa de agua, me parece. Por aquí está muy cerca de la superficie. Después entablonamos los costados para estar seguros de que no va a derrumbarse.

Echó una mirada significativa a Eddie, pero el otro seguía preocupado.

—¿Y después? —preguntó Mike, interesado.

—Después ponemos una tapa arriba.

—¿Eh?

—Ponemos tablas sobre el agujero. Se puede instalar una puerta-trampa o algo así, para poder entrar y salir. Hasta ventanas, si queremos.

—Ne-necesitamos b-b-bisagras —apuntó Bill, siempre mirando las nubes.

—Las podemos comprar en la ferretería de Reynolds —dijo Ben.

—¿T-t-todos te-tenéis a-a-asignaciones?

—Yo tengo cinco dólares —dijo Beverly—. Los ahorré cuidando niños.

De inmediato, Richie empezó a arrastrarse hacia ella.

—Te amo, Bevvie —dijo, mirándola con ojos melancólicos—. ¿Quieres casarte conmigo? Viviremos en una cabaña entre los pinos…

—¿Queée? —preguntó Beverly, mientras Ben los observaba con una extraña mezcla de ansiedad, diversión e interés.

—En una piraña entre los canos —dijo Richie—. Con cinco dólares alcanza, tesoro. Tú y yo, con el bebé, somos tres.

Beverly, ruborizada, rió un poco y se apartó de él.

—Co-co-compartimos gastos —dijo Bill—. P-p-por eso t-t-tenemos un c-club.

—Y después de poner la trampilla —prosiguió Ben—, aplicamos una cola especial que se llama Tangle Track y pegamos el césped. Podemos cubrirla con hojarasca. Podríamos estar ahí abajo y la gente (Henry Bowers, por ejemplo) pasaría por arriba sin darse cuenta de nada.

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