It (Eso) – Stephen King

¡Flotan, Ben! ¡Todos flotan! ¡Toma uno y verás!

El payaso comenzó a caminar por el hielo hacia el puente del canal, donde estaba el chico. Ben lo vio acercarse sin moverse; lo observaba como el pájaro observa a la serpiente que se acerca. Los globos deberían haber reventado en ese frío tan intenso, pero no era así; flotaban en el aire, por delante del payaso, cuando deberían haber estado tras de él, tratando de escapar hacia Los Barrens… de donde, según afirmaba una parte de la mente de Ben, había salido ese ser en un principio.

Entonces Ben notó algo más.

Aunque los últimos rayos del día arrojaban un fulgor rosado sobre el hielo del canal, el payaso no hacía sombra alguna. Ninguna en absoluto.

Te gustará estar aquí, Ben —dijo el payaso. Ya estaba tan cerca que Ben oía el club-club de sus curiosos zapatos sobre el hielo disparejo—. Te va a gustar, te lo prometo; a todos los niños que conozco les gusta, porque es como la Isla del Placer en Pinocho y la Tierra de Nunca Jamás en Peter Pan. ¡No están obligados a Crecer, y eso es lo que todos quieren! ¡Anda, ven! Ven a ver, toma un globo, alimenta a los elefantes, sube a la Vuelta al Mundo. ¡Oh, te gustará, Ben, y cómo flotarás…!

Y Ben, a pesar de todo su miedo, sintió que una parte de él quería un globo. ¿Quién, en el mundo entero, tenía un globo capaz de flotar contra el viento? ¿Quién había oído hablar de semejante cosa? Sí… quería un globo y quería ver la cara del payaso que estaba inclinada contra el viento, como para protegerse de aquellas ráfagas gélidas.

¿Qué habría sucedido si, en ese momento, no hubiera sonado el silbato de las cinco en el Ayuntamiento de Derry? Ben nunca lo supo. Tampoco quería saberlo. Lo importante fue que sonó como un picahielo de sonido que perforara el intenso frío invernal. El payaso levantó los ojos, como sobresaltado y Ben le vio la cara.

¡La Momia! ¡Oh, Dios mío, es la Momia!, fue su primer pensamiento, acompañado por un horror vertiginoso que lo obligó a aferrarse a la barandilla del puente para no perder el equilibrio. No podía haber sido la momia, claro que no. Había momias egipcias a montones y él lo sabía, pero su primera impresión había sido la de ver allí la Momia, ese monstruo polvoriento representado por Boris Karloff en aquella vieja película que él había visto por televisión, el mes anterior, ya tarde, en Teatro de horror.

No, no era esa momia, no podía ser, los monstruos del cine no existían, todo el mundo sabía eso, hasta los pequeñajos. Pero…

No era maquillaje lo que el payaso lucía. Tampoco estaba envuelto en un montón de vendas. Eran vendas, sí, casi todas alrededor del cuello y las muñecas, agitadas hacia atrás por el viento, pero Ben le veía la cara con claridad. Tenía arrugas profundas; su piel era un mapa de pergamino que trazaba arrugas, mejillas desgarradas, carne árida. La piel de la frente estaba partida, pero sin sangre. Labios muertos sonreían desde unas fauces en las que los dientes se inclinaban como lápidas. Sus encías estaban agujereadas y negras. Ben no le vio los ojos, pero algo centelleaba muy atrás, en los fosos de carbón de aquellas cuencas, algo así como las frías gemas en los ojos de los escarabajos egipcios. Y aunque el viento venía de atrás, creyó oler a canela y especias, a mortajas podridas tratadas con drogas extrañas, a arena, a sangre tan vieja que se había secado en escamas y granos de herrumbre…

Todos flotamos aquí abajo —graznó el payaso-momia.

Y Ben notó, con renovado horror, que de algún modo había llegado al puente. En esos momentos estaba justo debajo de él estirando una mano seca y torcida de la que colgaban como estandartes las tiras de piel, una mano en donde el hueso se veía al trasluz, como marfil amarillo.

Un dedo, casi sin carne, acarició la punta de su bota. Entonces se quebró la parálisis de Ben. Siguió cruzando el resto del puente a grandes saltos, con el silbato de las cinco aún chillándole en los oídos: sólo cesó cuando llegó a la otra orilla. Tenía que ser un espejismo. El payaso no podía haber avanzado tanto durante los diez o quince segundos que duraba el toque de silbato.

Pero su miedo no era un espejismo y tampoco las lágrimas calientes que le brotaban de los ojos, para congelarse un segundo después de haber sido vertidas. Corrió, haciendo resonar la acera con las botas y oyó que, tras él, la momia vestida de payaso trepaba desde el canal rechinando sus antiguas uñas de piedra contra el hierro, con los viejos tendones chirriando como bisagras secas. Oyó el árido silbido de su aliento que entraba y salía por fosas nasales tan carentes de humedad como los túneles bajo la Gran Pirámide. Olió su sudario de especias arenosas y supo que, dentro de un momento, sus manos, tan descarnadas como las construcciones geométricas que él hacía con su Mecano, descenderían sobre sus hombros. Él giraría la cabeza y sus ojos se clavarían en la cara arrugada, sonriente. El río muerto de ese aliento se abatiría sobre él. Esas negras cuencas oculares estarían allí, con sus honduras profundas, relumbrantes, y la boca desdentada bostezaría y él tendría su globo. Oh, sí, todos los globos que deseara.

Pero cuando llegó a la esquina de su propia calle, sollozando y sin aliento, con el corazón martilleando un ritmo loco en sus oídos, cuando al fin miró por encima de su hombro, la calle estaba desierta. El puente arqueado, con sus flancos de cemento y su anticuado pavimento de adoquines, también estaba desierto. Desde allí no podía ver el canal en sí, pero Ben sintió que, en todo caso, tampoco habría visto nada allí. No; si la momia no había sido una alucinación ni un espejismo, si había sido real, estaría esperando debajo del puente… como el duende en el cuento de los tres cabritos.

Debajo. Escondido debajo.

Ben caminó apresuradamente hasta su casa, volviendo la mirada cada pocos pasos hasta que la puerta quedó bien cerrada con llave a su espalda. Explicó a su madre (tan cansada por el trabajo pesado en la empaquetadora que, en verdad, no había notado mucho su ausencia) que se había quedado para ayudar a la señora Douglas con el recuento de los libros. Luego se sentó ante una cena de fideos y pavo sobrante del domingo. Devoró tres porciones y con cada una la momia se hizo más distante, más quimérica. No era real; esas cosas nunca eran reales: sólo cobraban vida entre los anuncios de las películas que daban por la tele en la noche o durante las matinées de los sábados, donde con un poco de suerte, uno conseguía dos monstruos por veinticinco centavos y, si tenía otros veinticinco, todas las palomitas de maíz que pudiera tragar.

No, no eran reales. Los monstruos de la tele, los monstruos del cine, los monstruos de las historietas no eran reales. Sólo cuando uno se iba a la cama y no podía dormir. Sólo cuando los últimos cuatro caramelos guardados bajo la almohada como protección contra los peligros de la noche ya habían sido devorados. Sólo cuando la cama en sí se convertía en un lago de sueños rancios, cuando el viento aullaba afuera, cuando uno tenía miedo de mirar la ventana porque allí podía haber una cara, una cara antigua, sonriente, que en vez de pudrirse se había secado como una hoja vieja, diamantes hundidos los ojos muy clavados en las cuencas negras, sólo cuando uno veía una mano desgarrada y curva sosteniendo un manojo de globos: Ven a ver, toma un globo, alimenta a los elefantes, monta la Vuelta al Mundo. Ben, oh, Ben, cómo vas a flotar…

12

Ben despertó con una exclamación ahogada, aún sobre él aquel sueño de la momia, lleno de pánico por la oscuridad próxima y vibrante que lo rodeaba. Dio un respingo; la raíz dejó de sostenerlo y se le hundió otra vez en la espalda, como exasperada.

Vio luz y trepó hacia allí. Salió a rastras al sol de la tarde y al parloteo del arroyo y todo volvió a su lugar. Era verano, no invierno. La momia no lo había llevado a su cripta desierta. Ben se había escondido, simplemente, para escapar de los gamberros, en un agujero arenoso, bajo un árbol medio desarraigado. Estaba en Los Barrens. Henry y sus amigos se desquitaron con un par de chicos que jugaban en el arroyo, porque no habían podido desquitarse del todo con Ben. Adiós, mocosos. Era un diquecito de mierda, de veras. Estaréis mejor sin eso.

Ben contempló ceñudo su ropa destrozada. Su madre iba a servirle dieciséis sabores diferentes de paliza.

Había dormido el tiempo suficiente como para entumecerse. Se deslizó por el terraplén y comenzó a caminar a lo largo del arroyuelo haciendo una mueca de dolor a cada paso. Era un revoltijo de dolores sordos y agudos; se habría dicho que Spike Jones estaba tocando un ritmo rápido sobre trozos de vidrio dentro de casi todos sus músculos. Al parecer, había sangre seca o en vías de secarse en cada centímetro de su piel a la vista. Los constructores de diques se habrían ido, de cualquier modo, se consoló. No sabía por cuánto tiempo había dormido, pero aunque sólo hubiera sido media hora, el encuentro con Henry y sus amigos habría convencido a Denbrough y a su amigo de que, en bien de su salud, les convenía cualquier otro lugar; Tombuctú, por ejemplo.

Ben marchaba ceñudo, sabiendo que, si los gamberros volvían, no tendría la menor posibilidad de huir. Poco le importaba.

Al doblar un recodo del arroyo, quedó inmóvil por un segundo, mirando. Los constructores de diques aún estaban allí. Uno de ellos era Bill Denbrough, el Tartaja, sí. Estaba arrodillado junto al otro niño, que se había sentado contra la barranquilla con la cabeza tan hacia atrás que la nuez de Adán sobresalía como una cuña. Tenía sangre seca alrededor de la nariz, en el mentón y pintada a lo largo del cuello, en un par de arroyos. En una mano sostenía algo, con dedos flojos.

Bill el Tartaja giró bruscamente y vio allí a Ben. Ben vio entonces, horrorizado, que al otro niño le pasaba algo muy feo. Por lo visto, Denbrough estaba muerto de miedo. Cuándo terminará este día, pensó, angustiado.

—¿P-p-p-podrías ay-y-yud-d-darme? —dijo Bill Denbrough—. T-t-tiene el inhal-lad-dor v-v-vacío. Q-quizá se está…

Su cara se petrificó, muy roja. Excavó en derredor de la palabra, tartamudeando como una ametralladora. Volaba la saliva de sus labios y pasaron casi treinta segundos de «mu-mu-mu-mu» antes de que Ben comprendiera lo que Denbrough estaba tratando de decir: que el otro chico podía estar muriéndose.

V. BILL DENBROUGH SALE PITANDO (I)

1

Bill Denbrough piensa: Estoy muy cerca del viaje espacial; sería lo mismo si estuviera dentro de una bala disparada por una pistola.

Esta idea, aunque perfectamente acertada, no le resulta especialmente consoladora. En realidad, durante la primera hora después del despegue del Concorde (tal vez fuera mejor hablar de disparo), ha estado lidiando con una leve claustrofobia. El avión es estrecho… de una estrechez perturbadora. Aunque la comida es casi exquisita, las azafatas que la sirven deben retorcerse, doblarse y agacharse para cumplir con el trabajo; parecen una troupe de gimnastas. Ese dificultoso servicio priva a Bill de una parte del placer que podría darle la comida. Su compañero de asiento, en cambio, no parece muy molesto.

El compañero de asiento representa otra desventaja. Es gordo y no muy limpio. Aunque sobre la piel use colonia fina, por debajo de ella Bill detecta el olor inconfundible del polvo y el sudor. Tampoco es muy detallista con su codo izquierdo, que de vez en cuando golpea a Bill con un sonido suave.

Una y otra vez, sus ojos van al indicador digital que hay en el frente de la cabina. Muestra la velocidad de esa bala británica. En ese momento, con el Concorde ya a velocidad de crucero, llega al punto máximo, algo más de dos mach. Bill saca un bolígrafo de la camisa y usa la punta para operar los botones del reloj-calculadora que le regaló Audra por Navidad. Si el machiómetro funciona bien (y Bill no tiene motivos para pensar que no), están volando a razón de veintisiete kilómetros por minuto. No está seguro de que le aproveche el dato.

Autore(a)s: