It (Eso) – Stephen King

—¿Y qué? —la desafió Stan.

—¿Y si sigue matando? —preguntó ella—. ¿Y si se lleva a otros chicos?

Los ojos del niño, de un color pardo caliente, se cruzaron con los de ella, azules, respondiendo a la pregunta sin hablar: ¿Y a mí qué?

Pero Beverly no apartó la vista. Al fin fue Stan quien se vio obligado a hacerlo… tal vez sólo porque ella todavía lloraba, pero tal vez porque ella, en su preocupación por los demás, se volvía más fuerte.

—Eddie tiene razón —dijo Bev—. Tendríamos que hablar con Bill. Después, quizá con el comisario…

—Muy bien —dijo Stan. Si trataba de mostrarse despectivo, no le salió. Su voz sonaba sólo a cansancio—. Niños muertos en la torre-depósito. Sangre que sólo los niños pueden ver y los adultos no. Payasos que merodean por el canal. Globos que flotan contra el viento. Momias. Leprosos bajo los porches. El comisario Borton se reiría hasta que le doliera la barriga… y después nos mandaría al manicomio.

—Si fuéramos todos —propuso Ben, afligido—. Si fuéramos juntos…

—Seguro —exclamó Stan—. Claro. Sigue, fardo de heno. ¿Por qué no escribes una novela? —Se levantó para ir a la ventana con las manos en los bolsillos, furioso, inquieto, asustado. Miró afuera por un momento con los hombros rígidos rechazándolo todo bajo la camisa limpia. Sin mirarles, repitió—: ¿Por qué no me escribes una jodida novela?

—No —dijo Ben serenamente—. Será Bill quien escriba las novelas.

Stan se volvió, sorprendido y los otros lo miraron. Ben Hanscom tenía una expresión horrorizada, como si, súbita e inesperadamente, se hubiera dado una bofetada a sí mismo.

Bev plegó los últimos trapos.

—Pájaros —dijo Eddie.

—¿Qué? —preguntaron Bev y Ben al unísono.

Eddie miraba a Stan.

—¿Escapaste gritándoles nombres de pájaros?

—Puede ser —reconoció Stan, reacio—. O tal vez la puerta estaba sólo atascada y de pronto se soltó.

—¿Sin que tú te apoyaras? —señaló Bev.

Stan se encogió de hombros. No fue un gesto hosco, sino de ignorancia.

—Creo que fueron los nombres de pájaros que les gritaste —insistió Eddie—. Pero ¿por qué? En las películas uno les muestra una cruz…

—O reza un Padrenuestro… —agregó Ben.

—… o el salmo veintitrés —concluyó Beverly.

—Conozco el salmo veintitrés —respondió Stan, enojado—, pero lo del crucifijo no me saldría tan bien. Recordad que soy judío.

Todos apartaron la vista azorados, ya porque él hubiera nacido así o por haberlo olvidado.

—Pájaros —repitió Eddie—. ¡Jesús bendito!

Dirigió a Stan otra mirada culpable, pero su amigo miraba la calle, malhumorado.

—Bill sabrá qué hacer —dijo Ben, de pronto, concordando finalmente con Bev y Eddie—. Apuesto cualquier cosa. Lo que me pidáis.

—Oíd —adujo Stan, mirándolos severamente—, está bien. Podemos hablar con Bill, si queréis. Pero para mí, eso será todo. Podéis tratarme de gallina, de marica, de lo que queráis. No soy un gallina; no lo creo. Pero lo que vi en la torre…

—Si no te asustara algo como eso estarías loco, Stan —señaló Beverly, suavemente.

—Sí, me asustó, pero ése no es el problema —observó Stan, acalorado—. No es siquiera lo que estoy diciendo. ¿No comprendéis…?

Lo miraban expectantes, con ojos afligidos y levemente esperanzados, pero Stan no pudo explicar lo que sentía. Se le habían acabado las palabras. Había un ladrillo de sensaciones dentro de él y no podía sacar las palabras adecuadas. Podía ser muy meticuloso, muy seguro de sí, pero tenía sólo once años y apenas había terminado el cuarto curso.

Quería decirles que había cosas peores que tener miedo. Podías tenerle miedo al coche que está a punto de atropellarlo cuando va en bicicleta. Podía tenerle miedo a la polio, antes de la vacuna. Podía tener miedo a ese loco de Kruschev. Uno podía tener miedo de ahogarse si nadaba donde no tocaba fondo. Podía tener miedo de muchas cosas y seguir funcionando.

Pero esas cosas de la torre-depósito…

Quería decirles que esos niños muertos, los que habían bajado por la escalera de caracol en la oscuridad, habían hecho algo peor que asustarlo: lo habían ofendido.

Ofendido, sí. Era la única palabra que se le ocurría, pero si la pronunciaba se reirían de él. Le tenían cariño, sin duda, y lo habían aceptado como a un igual, pero aun así se reirían de él. Sin embargo, había cosas que no debían ser. Ofendían el sentido del orden de cualquier persona cuerda, ofendían la idea esencial de que Dios había dado a la tierra una inclinación sobre el eje para que el crepúsculo durara sólo veinte minutos en el ecuador y más de una hora en la tierra de los esquimales; que, después de hacer eso, había dicho, en resumen: «Bueno, si pueden calcular la inclinación, podrán calcular todo lo que quieran. Porque hasta la luz tiene peso y cuando la nota de un silbato desciende bruscamente es por el efecto Doppler y cuando un avión rompe la barrera del sonido el estruendo no es el aplauso de los ángeles ni la flatulencia de los diablos, sino el aire que cae de nuevo en su lugar. Yo les di la inclinación y me senté en mitad de la platea para presenciar el espectáculo. No tengo otra cosa que decir salvo que dos más dos son cuatro, que las luces del cielo son estrellas, que si hay sangre los adultos la ven tanto como los niños, y que los niños muertos, muertos están».

Se puede vivir con el miedo, creo, habría dicho Stan, si hubiera podido. Tal vez no eternamente, pero sí mucho, mucho tiempo. En cambio, con la ofensa no se puede vivir, porque abre una grieta en tu pensamiento y si miras dentro de ella ves que allí hay cosas vivas, cosas con ojos amarillos que no parpadean y que huele muy mal en esa oscuridad. Y al cabo de un rato acabas por pensar que tal vez haya todo un universo distinto allá abajo, un universo donde hay una luna cuadrada en el cielo, donde las estrellas ríen con voces frías; un universo donde algunos triángulos tienen cuatro lados y otros cinco, y otros cinco a la quinta potencia. En ese universo puede haber rosas que canten. Todo lleva al todo, les habría dicho, si hubiera podido. Id a vuestra iglesia y escuchad esas historias de que Jesús caminó sobre las aguas, pero si yo viera a un tipo haciendo eso gritaría hasta quedarme ronco. Porque a mí no me parecería un milagro, me parecería una ofensa.

Como no podía decir nada de eso, se limitó a reiterar:

—Asustarse no es problema. Pero no quiero meterme en algo que me haga terminar en el manicomio.

—Por lo menos ¿vendrás con nosotros a hablar con él? —preguntó Bev—. ¿Escucharás lo que nos diga?

—Por supuesto —dijo Stan y se echó a reír—. Tal vez convenga llevar mi álbum de pájaros.

Todos rieron. Y de esa manera resultó más fácil.

12

Beverly se despidió de ellos en la puerta de la lavandería y volvió sola a su casa, llevando los trapos. El apartamento aún estaba desierto. Guardó los trapos bajo el fregadero de la cocina y cerró el armario. Después levantó la vista y miró hacia el baño.

No voy a entrar allí —pensó—. Voy a encender el televisor para ver Bandas de América. Tal vez pueda aprender ese paso de baile.

Fue a la sala, encendió el televisor y, cinco minutos después, lo apagó, mientras Dick Clark mostraba la cantidad de grasa que sale de la cara de la adolescente común con sólo una toallita desinfectante Stri-Dex. «Si crees que puedes limpiarte la cara sólo con agua y jabón —decía Dick, mostrando la toallita sucia a la cámara para que todas las adolescentes de Norteamérica le echaran un buen vistazo—, echa una mirada a esto».

Beverly fue al armario de la cocina donde estaban las herramientas de su padre. Entre ellas había una cinta métrica de bolsillo, de esas que proyectan una larga lengua de centímetros. La encerró en su mano fría y fue al baño.

Estaba reluciente, silencioso. En algún lugar, muy lejos, se oían los chillidos de la señora Doyon ordenando a su hijo Jim que saliera inmediatamente de la calle.

Se acercó al lavabo y miró dentro del oscuro ojo del sumidero.

Así estuvo por un rato, con las piernas frías como mármol dentro de los vaqueros. Sentía los pezones tan puntiagudos que habrían podido cortar papel; los labios, secos y muertos. Aguardó las voces.

No hubo voz alguna.

De ella escapó un pequeño suspiro estremecido y comenzó a introducir la cinta de acero en el desagüe. Descendió con facilidad, como una espada por la garganta de un faquir tragasables. Veinte centímetros, veinticinco, treinta. Y se detuvo al chocar contra el codo del caño, tal vez. Beverly la sacudió un poquito, sin dejar de empujar, y al fin la cinta volvió a deslizarse por la tubería. Cuarenta centímetros. Después, sesenta, noventa.

Mientras observaba la cinta amarilla que brotaba de su estuche cromado, ennegrecido por las grandes manos de su padre, los ojos de su mente la vieron deslizarse por la oscuridad de los tubos, ensuciándose un poco, desprendiendo escamas de herrumbre. «Allá abajo, donde el sol nunca brilla y la noche nunca cesa», pensó.

Imaginó el extremo de la cinta, con su pequeño tope de acero, no más grande que una uña, deslizándose más y más en la oscuridad. Una parte de su mente gritaba: ¿Qué estás haciendo? No ignoró su voz… pero parecía imposible hacerle caso. El extremo de la cinta bajaba ahora en línea recta hacia el sótano. Lo imaginó golpear contra las tuberías de la cloaca… y en ese momento la cinta volvió a detenerse.

Beverly la sacudió otra vez. Hubo un sonido espectral, algo parecido al de un serrucho doblado entre las piernas. Vio mentalmente el extremo metálico revolviéndose contra el fondo de esa tubería más ancha que debía tener un revestimiento de cerámica. Lo vio curvarse… y luego pudo empujar un poco más.

Sacó un metro ochenta, dos. Dos setenta.

Y de pronto, la cinta comenzó a correr entre sus manos por sí misma, como si algo estuviera tirando del otro extremo. No sólo tirando: corriendo con ella. Beverly miró fijamente la cinta que se desenroscaba, los ojos como platos y la boca convertida en un círculo de miedo. Miedo sí, pero no sorpresa. ¿Acaso no lo había sabido desde un principio? ¿No había sabido que ocurriría algo así?

La cinta llegó a su fin. Seis metros justos.

Una risa suave brotó del desagüe, seguida por un susurro que era casi un reproche:

Beverly, Beverly…, no puedes luchar contra nosotros… Si lo intentas morirás… Si lo intentas morirás… Beverly… Beverly… ly… ly-ly…

Algo chasqueó dentro del estuche metálico y, de pronto, la cinta comenzó a enroscarse allí dentro con celeridad. Los números y las marcas pasaban como un borrón. En los últimos dos metros, el amarillo se trocó en un rojo oscuro, chorreante. Beverly soltó un grito y la dejó caer al suelo, como si se hubiera convertido en una serpiente viva.

Otra vez había sangre fresca goteando en la porcelana blanca del lavabo y escurriéndose por el sumidero. La niña se inclinó, sollozando; el miedo era un peso congelado en el estómago. Levantó la cinta apretándola entre el pulgar y el índice de la derecha. Sosteniéndola así, bien lejos de su cuerpo, la llevó a la cocina. Mientras caminaba, la sangre chorreó desde la cinta al linóleo desteñido del pasillo y la cocina.

Se tranquilizó pensando en qué diría su padre, en qué le haría su padre, si descubría que le había ensangrentado toda la cinta. Claro que él no podría ver esa sangre, pero pensarlo ayudaba.

Cogió uno de los trapos limpios (todavía calientes como pan recién horneado) y volvió al baño. Antes de empezar a limpiar ajustó el tapón de goma en el sumidero para cerrar aquel ojo. La sangre estaba fresca y fue fácil limpiarla. Siguió sus propias huellas limpiando las grandes gotas en el linóleo. Después enjuagó el paño, lo estrujó y lo puso a un lado.

Usó un segundo trapo para limpiar la cinta métrica de su padre. La sangre estaba espesa, viscosa. En dos sitios había formado coágulos negros y esponjosos.

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