It (Eso) – Stephen King

4

Richie

Los otros cuatro lo observaban todo, paralizados. Era una exacta repetición de lo que había pasado antes… en un principio. La Araña, que parecía a punto de atrapar a Bill para devorarlo, quedó súbitamente quieta. Los ojos de Bill se fijaron en los de Eso, que parecían de rubí. Hubo una sensación de contacto…, un contacto cuya captación estaba más allá de sus posibilidades. Pero sintieron el forcejeo, el enfrentamiento de voluntades.

Entonces Richie levantó la vista hacia la nueva telaraña y reparó en la primera diferencia.

Como en la anterior ocasión había cadáveres, algunos medios podridos y a medio comer; eso era lo mismo. Pero a buena altura, en un rincón, se veía otro cuerpo, un cuerpo de mujer, y Richie tuvo la seguridad de que ése estaba fresco, tal vez con vida. Beverly no había levantado los ojos que mantenía fijos en Bill y en la Araña, pero Richie, a pesar de su propio terror, notó el parecido entre Beverly y la mujer de la telaraña. Su cabellera larga y roja; tenía los ojos abiertos, pero vidriosos e inmóviles; un hilo de saliva le corría desde la comisura izquierda de la boca hasta la barbilla. Había sido atada a uno de los hilos principales de la telaraña por medio de un arnés de grasa que le rodeaba la cintura y pasaba por debajo de sus brazos, de modo que pendía hacia adelante, medio inclinada, brazos y piernas balanceándose flojamente. Estaba descalza.

Richie vio otro cadáver acurrucado a los pies de la tela, un hombre al que no conocía; sin embargo, su mente registró un parecido casi inconsciente con el difunto y no llorado Henry Bowers. La sangre había brotado de los ojos del desconocido y estaba coagulada en espuma alrededor de la boca y sobre el mentón. Al parecer…

En eso, Beverly gritó:

—¡Algo anda mal! ¡Algo anda mal! ¡Haced algo, por el amor de Dios, que alguien haga algo…!

Richie levantó la vista hacia Bill y la Araña… y sintió/oyó una risa monstruosa. La cara de Bill se estaba estirando de un modo sutil. Su piel tenía el tono amarillento de un pergamino, el brillo de una persona muy vieja. Tenía los ojos en blanco.

Oh, Bill, ¿dónde estás?

A los ojos de Richie, la sangre brotó súbitamente de la nariz de Bill en forma de espuma. Se le retorcía la boca tratando de gritar… y ahora la araña estaba avanzando otra vez hacia él. Giraba, presentando su aguijón…

Lo quiere matar… matar su cuerpo, por lo menos… mientras su mente está en otra parte. Quiere expulsarlo para siempre. Está ganando… Bill, ¿dónde estás? Por el amor de Dios, ¿dónde estás?

Desde algún lugar, vagamente, como a través de distancias inconcebibles, oyó gritar a Bill… y las palabras, aunque sin sentido, eran claras como el cristal; estaban llenas de una horrible

(la Tortuga ha muerto, oh Dios, era verdad, la Tortuga ha muerto)

desesperación.

Bev volvió a chillar y se cubrió los oídos con las manos, como para apagar esa voz menguante. El aguijón de la Araña se elevó. Richie corrió hacia Eso con una enorme sonrisa de oreja a oreja y clamó, con su mejor Voz de Policía Irlandés:

—¡Tate, tate, chica! ¿Qué diablos estás haciendo, eh? ¡Te me quedas muy quietecita si no quieres que te baje las bragas y te caliente el culo!

La Araña dejó de reír. Richie sintió que, dentro de aquella cabeza, se elevaba un aullido de furia y dolor. ¡La herí! —pensó, triunfante—. La herí, qué te parece. ¿Y sabes algo más? Estoy prendido a su lengua. Creo que a Bill se le escapó, de algún modo, pero mientras Eso estaba distraída yo…

En ese momento, los gritos en la cabeza de Eso parecían una colmena de abejas furiosas. Richie se vio arrancado de sí mismo y arrojado a la oscuridad, apenas consciente de que Eso estaba tratando de sacudírselo de encima. Y lo hacía bastante bien. Lo invadió el miedo, reemplazado de inmediato por una sensación de absurdo cósmico. Se acordó de Beverly con su yo-yo Duncan, enseñándole a hacer el dormilón, el perrito, la vuelta al mundo. Y allí estaba Richie, el yo-yo humano, y la lengua de Eso era el cordel. Allí estaba él, y eso no era «pasear el perrito» sino, tal vez, «pasear la Araña». Y ¿qué cosa había más absurda que ésa?

Richie rió. No estaba bien reír con la boca llena, claro, pero era dudoso que alguien, por esos lados, hubiera leído un texto de Buenos Modales.

Eso lo hizo reír otra vez. Mordió con más fuerza.

La araña aulló, sacudiéndolo furiosamente, bramando su furia por haber sido, nuevamente, tomada por sorpresa. Eso había creído que sólo el escritor la desafiaría. Y de pronto ese hombre, que reía como un niño enloquecido, acababa de atraparla cuando menos preparada estaba.

Richie sintió que se desasía.

—Un momentito, señorita. O nos metemos juntos en esto o no le vendo ningún billete de lotería, joder, y le juro por mi madre que todos tienen un premio grande.

Sintió que sus dientes se clavaban otra vez, con más firmeza. Hubo un leve dolor cuando también Eso clavó sus dientes mordiéndole la lengua. Vaya, eso sí que era divertido. Aun en la oscuridad, arrojado tras Bill, con sólo la lengua de ese monstruo indecible conectándolo con su propio mundo, aun con el dolor de sus colmillos ponzoñosos invadiéndole la mente como niebla roja, era muy divertido. Mirad bien, amigos, y os convenceréis de que un disc-jockey puede volar.

Estaba volando, sí.

Estaba en una oscuridad tan profunda como no la había conocido antes, como nunca sospechó que pudiese haberla, viajando a la velocidad de la luz, por lo que parecía, y sacudido como una rata entre las fauces de un terrier. Sintió que había algo allá delante, un cadáver titánico. ¿La Tortuga a la que Bill había llorado, con voz menguante? Sin duda. Era sólo un caparazón, una mole muerta. Quedó atrás y Richie siguió volando en la oscuridad.

Quemando neumáticos, ahora sí, pensó y sintió otra vez esa gran necesidad de reír.

bill, bill, ¿me oyes?

—Se ha ido, está en los fuegos fatuos. ¡Suéltame! ¡SUÉLTAME!

(¿richie?)

Increíblemente lejos, increíblemente lejos en la negrura.

¡bill! aquí estoy, bill, sujétate, por el amor de dios, sujétate.

—ha muerto, todos ustedes han muerto, son demasiado viejos, ¿no te das cuenta? ¡y ahora suéltame!

vamos, zorra, nunca se es tan viejo que no se pueda bailar el rock.

¡SUÉLTAME!

llévame a donde esta él y tal vez te suelte.

(Richie)

—Más cerca, ahora estaba más cerca, gracias a Dios…

aquí vengo, Gran Bill. ¡Richie al rescate! ¡Aquí viene Richie, a salvar ese culo viejo y arrugado! Te debía una por lo de Neibolt Street, ¿recuerdas?

—¡SUÉLTAMEEEE!

Eso estaba sufriendo mucho y Richie comprendió hasta qué punto la había tomado por sorpresa. La Araña había creído que sólo tendría que lidiar con Bill. Bueno, mejor así. Muy bien. A Richie no le interesaba matarla de inmediato; ya no estaba seguro de que se la pudiera matar. Pero a Bill sí lo podía matar, y Richie sintió que a su amigo le quedaba muy, muy poco tiempo. Se acercaba ya a una enorme, horripilante sorpresa en la que era mejor no pensar.

(¡No, Richie! ¡Vuélvete! ¡Esto es el límite de todo! ¡Los fuegos fatuos!)

Eso vendría a ser lo que uno enciende para fumar cuando va conduciendo su coche fúnebre a medianoche, señor. ¿Y dónde estás, cariñito? ¡Sonríe para que pueda ver dónde estás!

De pronto Bill estaba allí, resbalando a

(¿la derecha, la izquierda?, allí no había dirección)

un lado u otro. Y más allá de él, acercándose a toda prisa, Richie vio/percibió algo que, por fin, secó su carcajada. Era una extraña barrera, algo de forma extraña, no geométrica, que su mente no podía aprehender. Su cerebro lo tradujo lo mejor que pudo, tal como había traducido la forma de Eso a una Araña y Richie lo concibió como una colosal muralla gris, hecha de picas de madera fosilizada. Esas picas se prolongaban eternamente hacia arriba y hacia abajo. Y por entre ellas brillaba una luz cegadora. Eso se movió, fulminante, con una sonrisa y un bramido. La luz estaba viva.

(los fuegos fatuos)

Más que viva: estaba llena de una fuerza: magnetismo, gravedad, tal vez otra cosa. Richie se sintió levantado en vilo y luego succionado hacia abajo, algo lo hacía girar y tiraba de él, como si fuera en canoa por una garganta de veloces rápidos. Sintió que la luz se movía ansiosamente en su cara… y la luz estaba pensando.

Es Eso, es Eso, el resto de Eso.

—suéltame, prometiste soltarme

Ya lo sé, pero a veces, cariñito, miento; mi mamá me pega cuando lo hago pero mi papá ya se ha resignado

Sintió que Bill iba dando tumbos hacia una de las grietas de la pared. Sintió que dedos de luz, malignos, se estiraban hacia él, y con un último esfuerzo desesperado tendió la mano hacia su amigo.

¡Tu mano, Bill! ¡Dame la mano! ¡La mano! ¡LA MANO, MALDITA SEA!

Bill alargó bruscamente la mano, abriendo y cerrando los dedos, mientras ese fuego viviente se retorcía sobre la alianza de Audra en diseños rúnicos y moriscos: ruedas, medias lunas, estrellas, esvásticas, círculos enlazados que se convertían en cadenas. La cara de Bill estaba bañada en la misma luz y parecía un tatuaje. Richie se estiró todo lo posible mientras oía los alaridos de Eso.

(se me escapó, oh, por Dios, se me escapó y va a pasar por)

En eso, los dedos de Bill se cerraron sobre los de Richie y Richie cerró la mano con fuerza. Las piernas de Bill pasaron por una de las abertura entre esos leños petrificados y, por un momento demencial, Richie notó que le veía todas las venas, los huesos y los capilares, como si esa pierna estuviera en las fauces de la máquina de rayos X más poderosa del mundo. Richie sintió que los músculos del brazo se le estiraban como caramelo blando; sintió que la articulación del hombro crujía y gruñía protestando por la presión acumulada.

Reunió sus fuerzas para gritar:

—¡Llévanos de regreso! ¡Si no nos llevas de regreso te mataré! ¡Te… mataré a fuerza de voces!

La Araña volvió a chillar. De pronto, Richie sintió que un gran látigo se le enroscaba al cuerpo. Su brazo era una barra de tormento al rojo blanco. Empezó a perder asidero en la mano de Bill.

—¡Sujétate, Gran Bill!

—¡Estoy bien agarrado, Richie!

Mejor así —pensó Richie, lúgubre—, porque me parece que podrías caminar billones de kilómetros por ahí afuera sin encontrar un solo lavabo.

Volvieron en un vuelo sibilante; esa luz descabellada se fue borrando, convertida en una serie de puntos brillantes que, al fin, se apagaron. Cruzaban la oscuridad como torpedos: Richie, prendido a la lengua de Eso con los dientes y apretando la muñeca de Bill con una mano dolorida. Allí estaba la Tortuga; pasó en un instante.

Sintió que se acercaban a aquello que pasaba por el mundo real (pero pensó que jamás volvería a considerarlo como algo «real», exactamente, sino como un ingenioso telón de fondo, sostenido con un montón de cables entrecruzados… como las hebras de una telaraña). Pero saldremos ilesos —pensó—. Volveremos y…

Entonces empezaron otra vez las sacudidas, el verse arrojado a un lado y a otro. Por última vez, Eso trataba de quitárselos de encima para dejarlos fuera. Y Richie sintió que se soltaba. Oyó un gutural rugido de triunfo y se concentró en sujetarse… pero seguía perdiendo asidero. Eso parecía estar perdiendo sustancia y realidad, como si fuera de gasa.

—¡Socorro! —gritó Richie—. ¡Se me escapa! ¡Socorro! ¡Que alguien nos ayude!

5

Eddie

Eddie tenía cierta noción de lo que estaba pasando; de algún modo lo sintió, lo vio, pero como a través de una cortina de gasa. En algún lugar, Bill y Richie trataban de volver. Sus cuerpos estaban allí, pero el resto de ellos, lo real de ellos, estaba muy lejos.

Había visto que la Araña giraba para ensartar a Bill en su aguijón y que Richie se adelantaba a toda carrera gritándole algo con su ridícula voz de policía irlandés…, sólo que Richie parecía haber mejorado muchísimo su imitación, en los años transcurridos, porque su voz se parecía misteriosamente a la del señor Nell.

La Araña se había vuelto hacia Richie y Eddie vio que sus indescriptibles ojos rojos se abultaban en sus cuencas. Richie volvió a gritar, esa vez con la voz de Pancho Villa, y Eddie sintió que la Araña aullaba de dolor. Ben soltó un grito áspero al ver surgir una grieta en aquel pellejo a lo largo de una de sus viejas cicatrices. Por allí brotó un torrente de icor, negro como petróleo crudo. Richie había empezado a decir algo más… pero su voz empezó a languidecer, como el final de una canción pop. La cabeza le cayó hacia atrás, con los ojos fijos en los ojos de Eso. La Araña volvió a quedar inmóvil.

Pasó el tiempo; Eddie no habría podido decir cuánto. Richie y la Araña se miraban fijamente. Eddie sentía el vínculo entre ambos; percibía un torbellino de palabras y emociones que se desarrollaban muy lejos. No podía escuchar nada con exactitud, pero sentía los tonos en colores y matices.

Bill yacía en el suelo, acurrucado, sangrando por la nariz y los oídos, retorciendo apenas lo dedos, con la cara larga y pálida, los ojos cerrados.

La Araña sangraba en ese momento por cuatro o cinco puntos, nuevamente malherida, pero aún peligrosamente vital y Eddie pensó: ¿Por qué no hacemos algo? ¡Podríamos herirla mientras está ocupada con Richie! ¿Por qué nadie hace nada, por el amor de Dios?

Experimentó un triunfo descabellado… y esa sensación se tornó más clara, más nítida. Más próxima. ¡Vuelven! —habría querido gritar, si no hubiera tenido la boca demasiado seca, la garganta demasiado tensa—. ¡Ya vuelven!

Autore(a)s: