It (Eso) – Stephen King

Cuando susurró ásperamente a Ben que le dejase copiar, tres pensamientos cruzaron como cohetes por la mente del chico, tan delgada y veloz como obeso era su cuerpo. El primero era que, si la señora Douglas pescaba a Henry copiándose de su examen, los suspendería a los dos. El segundo, que si no le dejaba copiar, Henry lo atraparía después de clase, con toda seguridad, y le aplicaría el famoso puñetazo doble, probablemente mientras Huggins lo sujetaba por un brazo y Criss por el otro.

Ésos eran pensamientos de niño, lo que no era nada sorprendente porque él era un niño. El tercero y último fue más sofisticado, casi adulto.

Tal vez me coja, sí. Pero tal vez pueda mantenerme fuera de su alcance durante la última semana de clase. Estoy bastante seguro de que puedo, si me esfuerzo. Y durante el verano él se olvidará, creo. Sí. Es bastante estúpido. Si le suspenden en este examen, tal vez repita otra vez. Y si repite, yo me adelantaré. Ya no estaremos en la misma aula… Iré a la secundaria antes que él… Podría… podría quedar libre.

—Déjame copiar —susurró Henry, otra vez. Sus ojos negros echaban chispas, exigentes.

Ben sacudió la cabeza y cerró más el brazo en torno a su examen.

—Ya te cogeré, gordo —susurró Henry, algo más alto.

Hasta ese momento su hoja estaba en blanco, aparte del nombre. Estaba desesperado. Su padre le iba a arrancar la cabeza.

—Si no me dejas copiar, ya verás lo que te hago.

Ben volvió a negar con la cabeza, con un estremecimiento de papada. Estaba asustado, pero también decidido. Se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, se había entregado conscientemente a un curso de acción y eso también lo asustó, aunque no supo exactamente por qué; pasarían largos años antes de que lo comprendiera, pero era lo frío de su cálculo, la cuidadosa y pragmática contabilización del costo, con sus insinuaciones de madurez inminente, lo que le asustaba más que el propio Henry. A Henry, con suerte, podría esquivarlo. La madurez, en que probablemente pensaría de ese modo casi siempre, acabaría, tarde o temprano, por atraparlo.

—¿Hay alguien hablando por allí atrás? —había dicho la señora Douglas, con toda claridad, en ese momento—. No quiero oír un solo murmullo.

Reinó el silencio en los diez minutos siguientes; las jóvenes cabezas permanecían estudiosamente inclinadas sobre las hojas que olían a tinta de mimeógrafo. De pronto, el susurro de Henry flotó otra vez a través del pasillo, bajo, apenas audible, escalofriante en la tranquila seguridad de su promesa:

—Date por muerto, gordo.

3

Ben tomó su mochila y huyó, agradecido a los dioses encargados de amparar a los gordos de once años porque Henry Bowers, en virtud del orden alfabético, no había podido salir primero del aula, para esperarlo afuera.

No corrió por el pasillo, como los otros niños. Era capaz de correr con bastante celeridad, a pesar de su tamaño, pero tenía perfecta conciencia de lo que parecía al correr. Pero apretó el paso y salió del vestíbulo, fresco, perfumado de libros, al brillante sol de verano. Permaneció un momento con la cara al sol, agradecido por su calor y libertad. Septiembre estaba a un millón de años. El calendario podía decir otra cosa, pero lo que dijera el calendario era mentira. El verano sería mucho más largo que la suma de sus días y le pertenecía por entero. Se sentía tan alto como la torre-depósito y tan ancho como la ciudad entera.

Alguien lo empujó, lo empujó con fuerza. Los placenteros pensamientos que tenía ante sí se le escaparon de la mente, mientras se tambaleaba en busca del equilibrio al borde de los peldaños de piedra. Se aferró a la barandilla justo a tiempo de evitarse una horrible caída.

—A ver si te apartas, bolsa de tripas.

Era Victor Criss, peinado con su tupé a lo Elvis, relumbrante de Brylcreem. Bajó los peldaños y caminó hacia el portón de entrada con las manos en los bolsillos de los vaqueros, el cuello de la camisa vuelto hacia arriba y tintineantes las hebillas de sus botas.

Ben, a quien el corazón seguía palpitándole por el susto, vio que Belch Huggins estaba de pie al otro lado de la calle fumando un pitillo. Al ver a Victor, levantó la mano y le pasó el cigarrillo. Victor dio una calada, devolvió el cigarrillo a Belch y señaló a Ben, que ya iba por la mitad de la escalera. Dijo algo y ambos se separaron. La cara de Ben se encendió en una llamarada opaca. Siempre te agarraban. Era cosa de la fatalidad o algo así.

—¿Tanto te gusta este lugar que piensas pasarte aquí todo el día? —dijo una voz, a su lado.

Cuando Ben se volvió, su rostro ardió aún más. Era Beverly Marsh; su pelo oscuro formaba una nube deslumbrante alrededor de la cabeza y sobre sus hombros, sus ojos tenían un adorable color entre gris y verde. Llevaba un jersey con las mangas recogidas hasta el codo, gastado alrededor del cuello y casi tan abolsado como la sudadera de Ben. Demasiado abolsado, por cierto, para dejar ver si le estaba creciendo algo allí abajo. Pero a Ben no le importó; cuando el amor llega antes de la pubertad, llega en olas tan límpidas y poderosas que nadie puede resistirse a su simple imperativo, y Ben no hizo esfuerzo alguno por resistir. Simplemente, cedió. Se sentía tonto y exaltado a un tiempo, más miserable y azorado que nunca… pero también indiscutiblemente bendito. Esas emociones irremediables se mezclaron en un brebaje embriagador que lo dejó, a la vez, descompuesto y regocijado.

—No —graznó—, creo que no.

Por la cara se le extendió una gran sonrisa. Sabía que debía de parecer estúpida, pero no pudo reprimirla.

—Bueno, menos mal, me alegro de ello. Porque se acabaron las clases. Gracias a Dios.

—Que pases… —Otro graznido. Tuvo que carraspear; su rubor se acentuó—. Que pases unas felices vacaciones, Beverly.

—Tú también, Ben. Hasta el año que viene.

Bajó rápidamente los peldaños y Ben la contempló con ojos de enamorado: el tartán brillante de su falda, el rebote de su pelo rojo contra el suéter, su cutis lechoso, un pequeño corte que cicatrizaba en el dorso de una pantorrilla (y por algún motivo, eso lo invadió con una oleada de sentimientos tan intensos que buscó a tientas la barandilla: algo enorme, inarticulado, misericordiosamente breve, tal vez una señal presexual, sin sentido para su cuerpo, donde las glándulas endocrinas aún dormían casi sin soñar, pero brillantes como un relámpago de verano) y un brazalete dorado que llevaba en el tobillo derecho, justo por encima del mocasín, reflejando el sol en relucientes destellos.

Se le escapó un ruido, una especie de ruido. Bajó los escalones como un débil anciano y se quedó al pie, observándola, hasta que ella giró a la izquierda y desapareció más allá del alto seto que separaba el patio de la acera.

4

Esperó allí sólo un momento. Después, mientras los niños aún pasaban a su lado chillando, en grupos, se acordó de Henry Bowers. Caminó alrededor del edificio apresuradamente. Cruzó el patio de los más pequeños deslizando los dedos por las cadenas de los columpios para hacerlas tintinear y saltando por encima de los balancines. Salió por la verja, mucho más pequeña, que daba a Charter Street y se encaminó hacia la izquierda, sin volver la vista atrás, hacia ese montón de piedra donde había pasado casi todos los días laborables de los últimos nueve meses. Guardó el boletín de calificaciones en el bolsillo trasero y comenzó a silbar. Llevaba un par de bambas pesadas, pero habría dicho que sus suelas cubrieron ocho manzanas sin tocar la acera.

Los habían dejado libres apenas pasado el medio día; su madre no llegaría a casa, por lo menos, hasta las seis, porque los viernes iba directamente al supermercado a la salida del trabajo. Tenía el resto del día para él solo.

Fue a la plaza McCarron por un rato y se sentó bajo un árbol sin hacer otra cosa que susurrar ocasionalmente, por lo bajo, «Amo a Beverly Marsh», sintiéndose más embriagado y romántico cada vez que lo decía. En cierto momento, cuando un grupo de chiquillos llegó al parque y comenzó a formar equipos para un partido de béisbol, susurró dos veces las palabras «Beverly Hanscom»; después tuvo que apoyar la cara en el césped, hasta que la hierba refrescó sus mejillas ardientes.

Al poco rato se levantó para caminar hacia la avenida Costello. Cinco manzanas más allá estaba la Biblioteca pública; supuso que hacia allí se encaminaba desde un principio. Ya casi había salido del parque cuando un niño de sexto grado, llamado Peter Gordon, le vio y chilló:

—¡Eh, Tetas! ¿Quieres jugar? ¡Necesitamos a alguien que haga de cancha!

Hubo un estallido de risas. Ben escapó tan rápido como pudo, hundiendo la cabeza en el cuello, como si fuera una tortuga.

Aun así, se consideró afortunado; bien mirado, los chicos bien habrían podido perseguirlo, aunque sólo fuera para revolcarlo en el polvo y ver si lloraba. Ese día estaban demasiado entretenidos en organizar el juego. Ben se sintió feliz de dejarlos entregados a los rituales que precedían el primer juego del verano y siguió su camino.

Tres manzanas más allá, por Costello, vio algo interesante, tal vez hasta provechoso, bajo un seto: un brillo de vidrio bajo la desgarradura de una vieja bolsa de papel. Ben sacó la bolsa a la acera con el pie. Al parecer, estaba de suerte. Dentro había cuatro botellas de cerveza y cuatro de gaseosa, grandes. Las grandes valían cinco centavos cada una; las de cerveza, dos centavos. Veintiocho centavos bajo el seto de una casa, sólo esperando que algún chico pasara a recogerlas. Pero debía ser un chico de suerte.

—Y ése soy yo —dijo Ben, alegre, sin sospechar lo que le deparaba el resto del día.

Volvió a caminar, sosteniendo la bolsa por la parte de abajo para que no se rompiera. Una manzana más allá estaba el mercado de la avenida Costello y allí entró. Cambió las botellas por efectivo y la mayor parte del efectivo por golosinas.

De pie ante el escaparate de los dulces, señaló aquí y allá, encantado, como siempre, por el susurro de la puerta deslizante. Compró cinco barras de regaliz rojas y otras cinco, negras, diez chupa-chups, una bolsa de caramelos, una caja de chicles y un paquete de fulminantes para su pistola.

Salió con una bolsa de golosinas en la mano y cuatro centavos en el bolsillo delantero de sus pantalones. Al mirar la bolsa de papel, con su carga de dulzura, un pensamiento trató súbitamente de subir a la superficie.

Sigue comiendo así, y Beverly Marsh jamás te mirará siquiera.

Pero era un pensamiento desagradable, así que lo apartó. Se fue rápidamente; era un pensamiento acostumbrado a que lo apartaran.

Si alguien le hubiera preguntado «¿Te sientes solo, Ben?», él habría mirado a ese alguien con verdadera sorpresa. Nunca se le había ocurrido esa pregunta. No tenía amigos, pero sí libros y sueños; tenía sus modelos de automóviles, y un gigantesco equipo de piezas con el que construía todo tipo de cosas. Su madre solía exclamar que las casas fabricadas por Ben parecían mejores que algunas casas de verdad. También tenía un buen Mecano y esperaba que le regalaran el equipo más grande por su cumpleaños, en octubre. Con uno de ésos se podía hacer un reloj que daba la hora de verdad y un coche con marchas y todo. «¿Solo?», podría haber preguntado, a su vez, francamente desconcertado. «¿A qué te refieres?»

El niño ciego de nacimiento no sabe que es ciego mientras no se lo digan. Aun entonces tiene sólo una idea muy académica de lo que significa la ceguera. Sólo quienes han podido ver anteriormente comprenden de verdad qué es eso. Ben Hanscom no tenía la sensación de estar solo porque nunca había vivido de otro modo. Si aquello hubiera sido algo nuevo o más localizado, habría podido comprenderlo, pero la soledad abarcaba toda su vida y, a la vez, la superaba. Era, simplemente, como su pulgar torcido o la extraña melladura de uno de sus dientes, aquella que tocaba con la lengua cuando se ponía nervioso.

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