It (Eso) – Stephen King

Quinta parte
EL RITO DE CHÜD

No ha de hacerse.
Las goteras han podrido el telón.
La trama está deshecha.
Libra a la carne de la máquina,
no construyas más puentes.
¿Por qué aire volarás para unir los continentes?
Deja que las palabras caigan de cualquier manera
para que puedan tropezar de improviso con el amor.
Será un reconocimiento extraordinario.
Quieren rescatar demasiado,
la inundación ha hecho su trabajo.

WILLIAMS CARLOS WILLIAMS, Paterson

Mira y recuerda. Mira esta tierra,
lejos, lejos, a través de las fábricas y de la hierba.
Seguramente, seguramente te dejarán pasar.
Habla entonces, e interroga al barro y a los bosques.
¿Qué oyes? ¿Cuál es la orden de la tierra?
La tierra está ocupada; éste no es tu hogar.

KARL SHAPIRO, Travelogue for Exiles

XIX. EN LAS VIGILIAS DE LA NOCHE

1

Biblioteca Pública de Derry, 1.15 h.

Cuando Ben Hanscom terminó la historia de los balines de plata, los otros quisieron seguir hablando, pero Mike les dijo que debían dormir.

—Por hoy ya habéis tenido bastante —dijo.

Pero era Mike el que parecía exhausto. Su rostro estaba ojeroso. Beverly tuvo la impresión de que se sentía físicamente mal.

—Pero no hemos terminado —dijo Eddie—. ¿Y el resto? Aún no recuerdo…

—Mike tiene r-r-razón —replicó Bill—. Ya lo recordaremos. O no recordaremos nada. Yo creo que sí. Y ya hemos record-d-dado todo lo que hacía falta.

—¿O todo lo que nos conviene? —sugirió Richie.

Mike asintió.

—Mañana volveremos a reunirnos. —Echó un vistazo al reloj—. Es decir, hoy, más tarde.

—¿Aquí? —preguntó Beverly.

Mike negó lentamente con la cabeza.

—Sugiero que nos reunamos en Kansas Street, donde Bill solía esconder la bicicleta.

—Iremos a Los Barrens —dijo Eddie. Y de pronto se estremeció.

Mike volvió a asentir.

Hubo un momento de silencio mientras todos se miraban. Por fin, Bill se levantó. Los otros lo imitaron.

—Quiero que todos vosotros vayáis con cuidado el resto de la noche —dijo Mike—. Eso ha estado aquí, puede estar dondequiera que estéis. Pero esta reunión me ha hecho sentir mejor. —Miró a Bill—. Aún creo que se puede hacer. ¿Y tú, Bill?

—Sí, yo también pienso que se puede.

—Y Eso también ha de saberlo —agregó Mike—. Hará todo lo que pueda para volver las posibilidades a su favor.

—¿Qué hacemos si se presenta? —preguntó Richie—. ¿Nos tapamos la nariz, damos tres vueltas con los ojos cerrados y pensamos cosas buenas? ¿Le arrojamos algún polvo mágico a la cara? ¿Cantamos viejas canciones de Elvis Presley? ¿Qué?

Mike sacudió la cabeza.

—Si pudiese deciros eso no habría ningún problema, ¿verdad? Sólo sé que existe otra fuerza (al menos existía cuando éramos niños) que quiso mantenernos vivos para que nos ocupáramos de Eso. Tal vez aún existe. —Se encogió de hombros. Era un gesto cansado—. Temía que dos o tres de vosotros no os presentarais a esta reunión. Por haber desaparecido o muerto. El veros a todos aquí me renueva la esperanza.

Richie consultó su reloj.

—Una y cuarto. Cómo vuela el tiempo cuando uno se divierte, ¿no, Parva?

—Bip-bip, Richie —dijo Ben, con una sonrisa desteñida.

—¿Quieres volver al ho-ho-hotel conmigo, Beverly? —propuso Bill.

—De acuerdo.

Se estaba poniendo el abrigo. La biblioteca parecía ahora muy silenciosa, llena de sombras; daba miedo. Bill sintió que los dos últimos días le caían encima de pronto amontonándose sobre la espalda. Si hubiese sido sólo cansancio, no habría importado, pero había más que eso: la sensación de estarse volviendo loco, soñando, sufriendo alucinaciones paranoicas. La sensación de ser observado. Tal vez ni siquiera estoy aquí —pensó—. Tal vez estoy en el asilo para lunáticos del doctor Seward, con la casa desvencijada del conde en la puerta de al lado y Renfield al otro lado del pasillo; él con sus moscas, yo con mis monstruos, los dos seguros de que la fiesta continúa y vestidos de punta en blanco, no con esmoquin sino con camisa de fuerza.

—¿Y tú, Ri-Richie?

El disc-jokey meneó la cabeza.

—Voy a dejar que Parva y Kaspbrack me lleven a casa —dijo—. ¿Os parece bien, chicos?

—Claro —dijo Ben.

Echó un vistazo a Beverly, que estaba de pie junto a Bill, y sintió un dolor casi olvidado. Un recuerdo nuevo tembló casi a su alcance, pero se alejó flotando.

—¿Y tú, M-m-mike? ¿Quieres venir con Bev y c-c-conmigo?

Mike negó con la cabeza.

—Tengo que…

Fue entonces cuando Beverly soltó un alarido, un sonido muy agudo en la quietud de la biblioteca. La cúpula lo recibió y los ecos fueron como la risa de las hadas traviesas aleteando a su alrededor.

Bill se volvió hacia ella. Richie dejó caer su chaqueta, que había tomado del respaldo de la silla. Se oyó un estruendo de vidrios rotos: Eddie había hecho caer, con el brazo, una botella de ginebra vacía.

Beverly retrocedía, con las manos tendidas y la cara tan blanca como papel de buena calidad. Sus ojos, hundidos en las órbitas amoratadas, estaban muy dilatados.

—¡Mis manos! —gritó—. ¡Mis manos!

—¿Qué…? —Y entonces Bill vio la sangre que chorreaba lentamente entre los dedos estremecidos de la mujer. Quiso acercarse, pero súbitas líneas de dolor le cruzaron las manos. No era un dolor agudo, sino el que a veces se siente en una vieja herida cicatrizada.

Las antiguas cicatrices de sus palmas, las que habían reaparecido en Inglaterra, estaban abiertas y sangrando. Miró a un lado y vio que Eddie Kaspbrak contemplaba estúpidamente sus propias manos, también sangrantes. Lo mismo ocurría con Mike, Richie y Ben.

—Estamos en esto hasta el final, ¿no? —dijo Beverly. Estaba llorando, y ese ruido también se agigantaba en el vacío de la biblioteca. El edificio mismo parecía llorar con ella. Bill pensó que, si debía escuchar eso por mucho tiempo más, acabaría por volverse loco—. Que Dios nos ayude: estamos en esto hasta el final.

Sollozó y una gota de moco le colgó de la nariz. Se la enjugó con una mano estremecida. Otro poco de sangre cayó al suelo.

—¡Rá-rá-rápido! —exclamó Bill y tomó a Eddie de la mano.

—¿Qué…?

—¡Rápido!

Alargó la otra mano. Después de un instante, Beverly se la cogió sin dejar de llorar.

—Sí —dijo Mike. Parecía aturdido, casi drogado—. Sí, está bien, ¿verdad? Está volviendo a empezar, ¿no es así, Bill? Todo vuelve a empezar.

—S-s-sí, creo qu-que sí.

Mike cogió la mano de Eddie. Richie sujetó la libre de Bev. Por un momento, Ben se limitó a mirarlos. Después, como si estuviera soñando, tendió las manos ensangrentadas a cada lado y se acercó a Mike y Richie. El círculo se cerró.

(Ah, Chüd, esto es el Rito de Chüd y la Tortuga no puede ayudarnos).

Bill trató de gritar, pero no emitió sonido alguno. Vio que la cabeza de Eddie caía hacia atrás, con los tendones del cuello muy salientes. Bev dio dos golpes de cadera, feroces, como en un orgasmo breve y áspero como un disparo de pistola. Mike movía extrañamente la boca, como si riera e hiciera muecas de dolor, todo al mismo tiempo. En el silencio de la biblioteca las puertas se abrieron y se cerraron con estruendo. En la hemeroteca, las revistas volaron en un huracán sin viento. En la oficina de Carole Danner, el ordenador IBM cobró vida y escribió:

castigaexhausto

elpostetoscoy

rectoeinsisteinfaustoque

havistoalosespectroscastigaexh

La bola se trabó. La máquina emitió un chisporroteo y un fuerte eructo electrónico con todos los circuitos sobrecargados. En la estantería alta, el sector de libros de ocultismo cayó súbitamente, desparramando por doquier a Edgar Cayce, Nostradamus, Charles Fort y la Apócrifa.

Bill sentía un poder exaltado. Apenas notó que tenía una erección y que todos los cabellos de su cabeza se erguían como electrizados. La sensación de fuerza, en el círculo cerrado, era increíble.

Todas las puertas de la biblioteca se cerraron al unísono.

El reloj de péndulo, tras el escritorio de recepción, dio una campanada. De pronto, aquello desapareció como si alguien hubiese cortado la corriente.

Dejaron caer las manos mirándose unos a otros, aturdidos. Nadie dijo nada. Al menguar aquella sensación de potencia, Bill experimentó un horrible presentimiento de fatalidad. Contempló las caras pálidas y tensas de sus compañeros; se miró las manos. Las tenía manchadas de sangre, pero las heridas que Stan Uris había abierto en agosto de 1958 con un trozo de botella, habían vuelto a cerrarse dejando sólo unas líneas blancas, torcidas como cepas. Pensó: Aquélla fue la última vez que estuvimos los siete juntos: el día en que Stan nos hizo estos cortes, en Los Barrens. Stan no está aquí; ha muerto. Y ésta es la última vez que los seis estaremos juntos. Lo sé, lo presiento.

Beverly se apretaba contra él, temblando. Bill la rodeó con un brazo. Todos lo miraban, con ojos enormes y brillantes en la penumbra. La mesa larga a la que se habían sentado, sembrada de botellas vacías, copas y ceniceros desbordantes, era un islote de luz.

—Basta ya —dijo Bill, con voz ronca—. Suficiente por una noche. Dejaremos el baile de gala para otro día.

—Me he acordado —dijo Beverly. Levantó hacia Bill sus ojos enormes, sus mejillas pálidas y mojadas—. Me he acordado de todo. De cuando mi padre descubrió que jugaba con vosotros. De la huida. De Bowers, Criss y Huggins. De cómo corrí. El túnel, los pájaros… EsoLo recuerdo todo…

—Sí —dijo Richie—. Yo también.

Eddie asintió:

—La estación de bombeo…

—…y que Eddie… —dijo Bill.

—Id a acostaros —recomendó Mike—. Descansad un poco. Es tarde.

—Ven con nosotros, Mike —sugirió Beverly.

—No. Tengo que cerrar. Y debo anotar algunas cosas. La minuta de esta reunión, podríamos decir. No tardaré mucho. Adelantaos.

Avanzaron hacia la puerta sin decir nada. Bill y Beverly estaban juntos. Los seguían Eddie, Richie y Ben. Bill sostuvo la puerta para que ella pasara y ella le dio las gracias con un murmullo. Al verla salir a los amplios escalones de granito, Bill la vio muy joven, vulnerable… Cobró súbita conciencia de que se estaba enamorando otra vez de ella. Trató de pensar en Audra, pero su mujer parecía algo muy remoto. En ese momento estaría durmiendo allá, en la casa de Fleet, mientras salía el sol y el lechero iniciaba su ronda.

El cielo de Derry había vuelto a nublarse; una niebla baja cubría la calle desierta en gruesas bandas. El Centro Cívico, estrecho, alto, victoriano, cavilaba en medio de la oscuridad. Bill pensó: Y aquello que caminaba en el Centro Cívico, caminaba solo. Tuvo que ahogar una risita descabellada. Los pasos parecían demasiado audibles. La mano de Beverly tocó la suya y Bill la tomó, agradecido.

—Todo empezó antes de que estuviéramos preparados —dijo ella.

—¿Crees que alguna vez habríamos estado p-pre-parados?

—Tú sí, Gran Bill.

El contacto de su mano le resultó, de pronto, necesario y maravilloso a un tiempo. Se preguntó cómo sería tocarle los pechos por segunda vez en su vida y sospechó que pronto lo sabría, antes de que terminase aquella larga noche. Ahora más plenos, maduros… y su mano encontraría vello al abarcar la curva de su monte de Venus. Te amaba, Beverly… —pensó—. Te amo. Ben te amaba…, te ama. Te amábamos en aquel entonces… te amamos también ahora. Mejor así, porque todo está empezando. Ya no hay modo de escapar.

Miró hacia atrás y vio que la biblioteca estaba a media manzana de distancia. Richie y Eddie se encontraban en el escalón de arriba; Ben, al pie de la escalinata, los seguía con la vista. Tenía las manos en los bolsillos y los hombros caídos; visto por la lente móvil de la neblina baja, se le podría tomar otra vez por un niño de once años. De haber podido enviar un pensamiento a Ben, Bill le habría enviado éste: No importa, Ben. Lo que importa es el amor, el cariño… Siempre el deseo, nunca el tiempo. Tal vez es lo único que podemos llevarnos, cuando salimos del azul del cielo para entrar en la negrura. Es un frío consuelo, tal vez, pero mejor que nada.

—Mi padre se enteró —dijo Beverly, de pronto—. Un día vino a la casa de Los Barrens y ya lo sabía. ¿Nunca te conté lo que solía decirme cuando se enfadaba?

—¿Qué?

—«Me preocupas, Bevvie». Eso era lo que solía decir. «Me preocupas mucho». —Se echó a reír, pero temblaba—. Creo que quería hacerme daño, Bill. Es decir… otras veces me había lastimado, pero esa vez era distinto. Estaba…, bueno, en muchos sentidos era como un extraño. Yo le quería. Le quería mucho, pero…

Lo miró. Tal vez deseaba que él lo dijese en su lugar. Bill no lo hizo. Era algo que ella debía pronunciar por sí misma tarde o temprano. Las mentiras y los autoengaños se habían convertido en un lastre que ya no podían permitirse.

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