It (Eso) – Stephen King

—¿Q-q-qué? ¿Qué pasa?

—Cuando digo que estamos debajo de Up-Mile Hill, lo digo en serio. Hace rato que vamos bajando. Nadie hizo nunca una cloaca a esta profundidad. Cuando se hace un túnel tan profundo es para una mina.

—¿A qué profundidad crees que estamos, Eddie? —preguntó Richie.

—A cuatrocientos metros. Tal vez más.

—Dios nos ampare —dijo Beverly.

—De cualquier modo, éstas no son cloacas —observó Stan, desde atrás—. Uno se da cuenta por el olor. Es feo, pero no es olor a cloaca.

—Yo prefiero la cloaca —confesó Ben—. Esto huele a…

Un grito les llegó flotando desde la boca de la tubería que acababan de dejar y erizó el pelo en la nuca de Bill. Los siete se amontonaron, abrazándose.

—…veréis hijos de puta, ya veréis…

—Henry —susurró Eddie—. Oh, Dios mío, todavía nos sigue…

—No me sorprende —comentó Richie—. Hay gente demasiado estúpida como para echarse atrás.

Oyeron un débil jadeo, rozar de zapatos, susurro de ropas.

—Ya veréis…

—Va-Va-Vamos —dijo Bill.

Iniciaron el descenso por la tubería caminando en parejas a excepción de Mike, que cerraba la fila: Bill y Eddie, Richie y Bev, Ben y Stan.

—¿A q-q-qué dist-distancia estará He-e-enry?

—No lo sé, Gran Bill —dijo Eddie—. Con tantos ecos… —Bajó la voz—. ¿Has visto ese montón de huesos?

—S-s-sí —dijo Bill, bajando también la voz.

—Tenía un cinturón para herramientas. Creo que era un tío del departamento de aguas.

—Yo t-también.

—¿Cuánto tiempo hará que…?

—N-n-no sé.

Eddie, en la oscuridad, cerró su mano sana sobre el brazo de Bill.

Habían pasado, tal vez, quince minutos, cuando oyeron que algo venía hacia ellos, en la oscuridad.

Richie se detuvo, petrificado y frío de pies a cabeza. De pronto volvía a tener tres años. Al oír ese movimiento difuso, chapoteante, que se acercaba a ellos con un murmullo como de ramas susurrantes, supo qué era aun antes de que Bill encendiese la cerilla.

—¡El ojo! —gritó—. ¡Oh, Dios mío, es el ojo ambulante!

Por un momento, los otros no supieron con certeza qué era lo que veían. Beverly tuvo la impresión de que su padre la había encontrado, aun allí abajo, y Eddie vio la imagen fugaz de Patrick Hockstetter vuelto a la vida. Pero el grito de Richie, su certeza, congeló la forma para todos ellos. Vieron lo que Richie veía.

Un ojo gigantesco llenaba el túnel. La vidriosa pupila negra medía más de medio metro de diámetro. El iris tenía un tono rojizo, como cieno. La córnea era abultada, membranosa, entrecruzada de venas rojas que palpitaban sin cesar. Era un espanto gelatinoso, sin párpado ni pestañas, que se movía sobre un lecho de tentáculos. Esos seudópodos tanteaban la superficie rugosa del túnel y se hundían en ella como dedos. A la luz moribunda de la cerilla, Bill creyó ver un ojo que se arrastraba sobre dedos de pesadilla.

Los miraba con febril avaricia.

La cerilla se apagó.

En la oscuridad, Bill sintió que esos tentáculos acariciaban sus tobillos, sus piernas…, pero no pudo moverse. Tenía el cuerpo petrificado. Sintió que Eso se aproximaba, sintió el calor que irradiaba el monstruo y hasta oyó el pulso de sangre que mojaba sus membranas. Imaginó la viscosidad que sentiría cuando Eso lo tocara, pero aun así no pudo gritar. Aun cuando los tentáculos se le deslizaron por la cintura y se engancharon en las presillas de sus vaqueros para arrastrarlo hacia delante no pudo gritar ni debatirse. Una mortífera somnolencia parecía haber inundado todo su cuerpo.

Beverly sintió que uno de los tentáculos se le deslizaba alrededor de la oreja y se tensaba como un nudo corredizo. Hubo una llamarada de dolor y se vio arrastrada hacia delante retorciéndose y gimiendo como si una vieja maestra, perdida ya la paciencia, se la llevara a la parte trasera del aula, donde la obligaría a sentarse en un banquillo con orejas de burro. Stan y Richie trataron de retroceder, pero toda una selva de tentáculos invisibles ondulaba y susurraba junto a ellos. Ben rodeó a Beverly con un brazo y trató de retenerla. Ella se aferró a sus manos con la fuerza del pánico.

—Ben… Ben… Eso me tiene agarrada…

—No, nada de eso… Espera…, tiraré…

Tiró con toda su fuerza. Beverly dio un grito con la oreja atravesada por el dolor: estaba perdiendo sangre. Un tentáculo, seco y duro, rozó la camisa de Ben, se detuvo y se retorció en un doloroso nudo contra su hombro.

Bill estiró una mano que golpeó contra un engrudo blando, mojada. ¡El ojo! —gritó su mente—. ¡Oh, buen Dios, tengo la mano en el ojo! ¡La mano en el ojo!

Entonces empezó a resistirse, pero los tentáculos lo arrastraban inexorablemente hacia delante. Su mano desapareció en ese calor húmedo y ávido. Luego, la muñeca; después el brazo se hundió en el ojo hasta el codo. En cualquier momento, el resto de su cuerpo quedaría adherido contra esa superficie pegajosa; sintió que, en ese instante, se volvería loco. Luchó frenéticamente, golpeando los tentáculos con la otra mano.

Eddie, como en sueños, oía los forcejeos y los gritos ahogados de sus compañeros que se veían atraídos. Percibía los tentáculos alrededor, pero ninguno lo había tocado.

¡Corre a tu casa! —le ordenó la mente, a toda voz—. Corre a casa con tu mamá, Eddie. ¡Tú puedes encontrar el camino!

Bill soltó un aullido en la oscuridad; era un grito agudo, desesperado, al que siguieron asquerosas sorbidas.

De pronto, la parálisis de Eddie se abrió como un huevo. ¡Eso estaba tratando de llevarse al Gran Bill!

—¡No! —bramó Eddie.

Fue un verdadero bramido. Nadie habría supuesto que ese grito de guerrero nórdico podía brotar de un pecho tan flaco, de esos pulmones, afectados por el asma más terrible de Derry. Se arrojó hacia adelante saltando sobre los tentáculos sin siquiera verlos; el brazo roto le golpeaba contra el pecho con el yeso empapado. Buscó en el bolsillo y sacó su inhalador.

(ácido tiene gusto a ácido de batería)

Dio de lleno contra la espalda de Bill Denbrough y lo arrojó a un lado. Se oyó un ruido acuoso, desgarrante, seguido por un maullido ansioso que Eddie no oyó tanto con el oído como con la mente. Levantó el inhalador.

(ácido es ácido si yo quiero que lo sea así que trágatelo trágatelo)

—¡ACIDO DE BATERÍA, MALDITO BASTARDO! —vociferó, disparando una ráfaga.

Al mismo tiempo, lo atacó a patadas. Su pie se hundió profundamente en la gelatina de su córnea. Un borbotón de fluido caliente le cubrió la pierna. Retiró el pie, apenas consciente de que había perdido el zapato.

—¡VETE! ¡VUELA DE AQUÍ! ¡DESAPARECE, JOSÉ! ¡PÍRATE!

Sintió que los tentáculos lo tocaban, pero casi probando. Disparó el inhalador otra vez, rociando al ojo, y sintió u oyó otra vez esa especie de quejido, casi asombrado, doliente.

¡Luchad contra Eso! —rugió Eddie a los otros—. ¡Vamos, que es sólo un maldito ojo! ¡Luchad! ¿No me oís? ¡Lucha, Bill! ¡Cágalo a patadas! ¡Por todos los cielos, grandísimos maricas, lo estoy haciendo puré y TENGO UN BRAZO ROTO!

Bill sintió que recobraba las fuerzas. Arrancó el brazo chorreante del ojo… y lo plantó, con el puño cerrado, en el mismo lugar. Un momento después, Ben estaba a su lado. Corrió contra aquello, gruñó de sorpresa y asco y descargó una lluvia de golpes contra esa superficie gelatinosa.

—¡Suéltala! —gritaba—. ¿Me oyes? ¡Suéltala! ¡Vete de aquí! ¡Largo!

—¡No es más que un ojo! ¡Un simple ojo! —aullaba Eddie, en delirio. Apretó nuevamente su inhalador y sintió que Eso se retiraba. Los tentáculos que había hundido en él cayeron—. ¡Richie, Richie! ¿No lo entiendes? ¡Es sólo un ojo!

Richie se adelantó a tropezones, sin poder creerlo. Estaba aproximándose al monstruo más espantoso del mundo. Y era cierto.

Sólo le dio un puñetazo débil. La sensación de hundir el puño en el ojo le revolvió el estómago en una sola convulsión insípida. Emitió un ruido extraño: glurt y la idea de que acababa de vomitar sobre el ojo lo hizo repetirlo. Sólo le había dado un golpe, pero tal vez, puesto que ese monstruo era creación suya, bastaría con eso. De pronto, los tentáculos desaparecieron. Todos oyeron su retirada. Por fin, sólo quedaron los jadeos de Eddie y el quedo llanto de Beverly que se cubría la oreja sangrante.

Bill encendió una de las tres cerillas restantes. Todos se miraron, aturdidos y espantados. Por el brazo izquierdo de Bill corría un engrudo espeso y turbio que parecía una mezcla de clara de huevo, parcialmente coagulada, con moco. A Beverly le goteaba la sangre por el cuello. En la mejilla de Ben había un corte nuevo. Richie se levantó lentamente las gafas por la nariz.

—¿T-t-todos bien? —preguntó Bill, con voz ronca.

—¿Y tú, Bill? —preguntó Richie.

—S-s-sí. —Giró hacia Eddie y lo abrazó con fiera intensidad—. Me has s-salvado la v-v-vida, hombre.

—Se comió tu zapato —observó Beverly con una risa alocada—. ¡Qué barbaridad!

—Cuando salgamos de aquí te compraré un par nuevo —prometió Richie, palmoteando a Eddie en la espalda—. ¿Cómo hiciste eso, Eddie?

—Le disparé con mi inhalador. Fingí que era ácido. Tiene gusto a ácido cuando lo uso mucho, en un día malo. Funcionó de maravilla.

¡Lo estoy haciendo puré y tengo un brazo roto! —imitó Richie, con una risita demencial—. Nada mal, Eds. Bastante risáceo, te diré.

—Detesto que me llames Eds.

—Lo sé —dijo Richie, abrazándolo con fuerza—, vaya, pero alguien tiene que fortalecerte, Eds. Cuando crezcas y dejes de llevar la existencia protegida de todo niño, ah, caramba, ah, caramba, descubrirás que la vida no siempre es tan fácil, hijo.

Eddie comenzó a chillar de risa.

—Ésa es la voz más horrible de cuantas he oído, Richie.

—Bueno, ten ese inhalador a mano —dijo Beverly—. Tal vez vuelva a hacer falta.

—¿No viste a Eso por ninguna parte al encender la cerilla? —preguntó Mike.

—Ha d-d-desap-parecido —dijo Bill. Y agregó, ceñudo—: Pero nos estamos a-a-acercando al s-s-sitio donde v-v-vive. Y c-c-creo que esta v-v-vez lo hemos he-e-rido.

—Henry todavía nos sigue —señaló Stan, con voz grave y ronca—. Lo oigo por allá atrás.

—Entonces sigamos —propuso Ben.

Lo hicieron. El túnel descendía sin cesar. El olor, ese hedor denso y salvaje se iba tornando más potente. A veces oían a Henry que los seguía, pero ya sus gritos parecían lejanos y sin la menor importancia. Todos ellos tenían una sensación, similar a esa impresión de haberse desconectado que habían experimentado en la casa de Neibolt Street. Era como si hubieran avanzado hasta franquear el borde del mundo para caer en una extraña nada. Bill sentía (aunque no tenía el vocabulario suficiente para expresarlo) que se estaban acercando al oscuro y ruinoso corazón de Derry.

Mike Hanlon tuvo la sensación de que casi podía escuchar el latido enfermo y arrítmico de ese corazón. Beverly experimentó un poder maligno que crecía alrededor de ella tratando de envolverla y de separarla de sus compañeros para dejarla sola. Nerviosa, alargó las manos a ambos lados y tomó las de Bill y Ben. Le pareció que había tenido que estirarse demasiado.

—¡Tomaos de las manos! —indicó, nerviosa—. ¡Creo que nos estamos separando!

Fue Stan el primero en darse cuenta de que se podía ver otra vez. En el aire había un resplandor difuso, extraño. Al principio sólo vio manos: las suyas, aferradas a la de Ben por un lado, a la de Mike por el otro luego notó que distinguía los botones de la embarrada camisa de Richie y el anillo de Capitán Medianoche, obtenido en una caja de cereales, que Eddie llevaba en el meñique.

—¿Veis algo? —preguntó, deteniéndose.

Los otros también se detuvieron. Bill echó una mirada alrededor y notó, primero, que veía; después, que el túnel se había ensanchado asombrosamente. Ahora estaban en una cámara curva, tan grande como el túnel Sumer, de Boston. Más grande, se corrigió, al seguir observando, cada vez más sobrecogido.

Todos estiraron el cuello para mirar el techo; estaba a quince metros o más, sostenido por contrafuertes curvados que parecían costillas. Entre ellos pendían telarañas polvorientas. El suelo era de lajas, pero estaba cubierto de tal acumulación de polvo que el ruido de sus pasos no había cambiado. Los muros curvados estaban separados por quince metros, fácilmente, a cada lado.

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