It (Eso) – Stephen King

—Bueno —dijo—. Tendrán que sacarse los zapatos, chicos, porque se van a mojar los piececillos.

La madre mental que Eddie llevaba en la cabeza habló de inmediato, severa y autoritaria como un agente de tráfico: ¡Ni se te ocurra Eddie! ¡Ni se te ocurra! Mojarse los pies es un modo entre mil de pescar un resfriado. Y el resfriado lleva a la neumonía. ¡Así que ni se te ocurra!

Bill y Ben ya estaban sentados en la orilla, quitándose las zapatillas y los calcetines. Ben se enrollaba trabajosamente las perneras del vaquero. Bill miró a Eddie con ojos claros y cálidos llenos de simpatía. De pronto, Eddie tuvo la seguridad de que el Gran Bill conocía exactamente sus pensamientos. Y se sintió avergonzado.

—¿V-v-vienes?

—Sí, claro —dijo Eddie.

Se sentó en la ribera para descalzarse, mientras la madre rezongaba dentro de su cabeza…, pero su voz se estaba tornando cada vez más lejana y hueca. Fue un alivio notarlo; era como si alguien hubiera enganchado la espalda de su blusa con un anzuelo muy gordo y se la estuviera llevando lejos de él por un pasillo muy largo.

3

Era uno de esos perfectos días de verano que, en un mundo donde todo estuviera en su sitio, uno jamás olvidaría. Una brisa moderada mantenía lejos a la mayor parte de los mosquitos y los tábanos. El cielo tenía un color azul seco y brillante. La temperatura andaba por los veintidós o veintitrés grados. Los pájaros, cantando, se ocupaban de sus pajariles asuntos en los matorrales y en los árboles crecidos. Eddie tuvo que usar su inhalador una sola vez, pero su pecho se alivió de inmediato y su garganta pareció ensancharse como por arte de magia, hasta tomar el tamaño de una autopista. Pasó el resto de la mañana con el chisme olvidado en el bolsillo trasero.

Ben Hanscom, que el día anterior pareció tan tímido e inseguro, se convirtió en un general lleno de confianza en sí mismo, una vez dedicado de lleno a la construcción del dique. De vez en cuando, subía a la barranquilla y allí se erguía, con las manos lodosas en las caderas, observando la obra en marcha, mientras murmuraba para sí. A veces se mesaba el pelo, que, hacia las once de la mañana, estaba erguido en descabellados y cómicos picos.

Eddie sintió, en un principio, inseguridad; después, una sensación de júbilo; por fin, algo totalmente extraño, a un tiempo misterioso, atemorizante y productor de entusiasmo. Era una sensación tan ajena a su temperamento habitual que no pudo darle nombre hasta que se fue a la cama, por la noche, y repasó el día con la vista perdida en el techo. Poder. Eso había sido su sensación. Poder. Aquello daría resultado, por Dios, y daría un resultado aún mejor de lo que él y Bill (tal vez el mismo Ben) habían soñado.

Notó que también Bill se estaba entusiasmando; al principio, sólo un poco, aún mascullando lo que tenía en mente, fuera lo que fuese; después, poco a poco, se fue entregando a la tarea. Una o dos veces descargó una palmada en el carnoso hombro de Ben diciéndole que era un tipo increíble. En cada oportunidad, Ben enrojeció de satisfacción.

Ben hizo que Eddie y Bill pusieran una tabla cruzando el arroyo, mientras él usaba la maza para asentarla en el lecho de la corriente.

—Listo; está clavada, pero tú tendrás que sostenerla para que la corriente no se la lleve —dijo a Eddie.

Y Eddie quedó de pie en medio del arroyo, sujetando la tabla, mientras el agua, al pasar por arriba, convertía sus manos en ondulantes estrellas de mar.

Ben y Bill instalaron una segunda tabla a medio metro de la primera, corriente abajo. Ben usó nuevamente la maza para asentarla y, mientras su compañero la sujetaba, comenzó a llenar el espacio entre las dos tablas con tierra arenosa de la ribera. Al principio, el material salía por los extremos de las tablas en nubes arenosas y a Eddie le pareció que aquello no iba a dar resultado, pero cuando Ben empezó a agregar rocas y barro del lecho, las nubes de arenisca empezaron a disminuir. En menos de veinte minutos, había creado un abultado canal de tierra y piedras entre las dos tablas, en medio del riachuelo. Para Eddie, aquello era como una ilusión óptica.

—Si tuviéramos cemento de verdad…, en vez de sólo… barro y piedras…, tendrían que cambiar de sitio toda la ciudad para mediados de la semana que viene —aseguró Ben, arrojando la pala a un lado.

Se sentó en la orilla para recobrar el aliento, mientras Bill y Eddie reían. Él les sonrió. Cuando sonreía, en las líneas de su cara aparecía el fantasma del apuesto hombre que llegaría a ser. El agua había comenzado ya a agolparse tras las tablas que hacían frente a la correntada.

Eddie preguntó qué iban a hacer para impedir que el agua escapara por los flancos.

—Hay que dejarla salir. No importa.

—¿No?

—No.

—¿Por qué?

—No sé explicarlo muy bien, pero hay que dejar pasar un poco.

—¿Cómo lo sabes?

Ben se encogió de hombros. Su gesto decía: «Qué sé yo; lo sé». Y Eddie guardó silencio.

Cuando hubo descansado, Ben cogió una tercera tabla, la más gruesa de las cuatro o cinco que había llevado laboriosamente a través de la ciudad, hasta los Barrens, y la puso cuidadosamente contra la tabla inferior acuñando un extremo en el lecho del arroyo y apretando el otro contra la tabla que Bill había estado sosteniendo. Así creó el soporte que había dibujado el día anterior.

—Bueno —dijo, echándose atrás con una gran sonrisa—, creo que ya podéis soltar. El material que hay entre las dos tablas soportará la mayor parte de la presión del agua. Y el soporte se hará cargo del resto.

—¿No se irá con el agua? —preguntó Eddie.

—No. El agua lo hará clavarse más hondo.

—Y si te equivocas, te ma-ma-mataremos —dijo Bill.

—Me parece bien —concordó Ben, amablemente.

Bill y Eddie se retiraron. Las dos tablas que formaban la base del dique crujieron un poco, se inclinaron un poco… y eso fue todo.

—¡Guau! —se asombró Eddie.

—Es g-g-genial —dijo Bill, sonriente.

—Sí —reconoció Ben—. Vamos a comer.

4

Se sentaron a comer en la ribera, sin hablar mucho, mientras contemplaban el agua acumulada tras el dique y las filtraciones por los extremos de las tablas. Eddie vio que ya habían alterado un poco la geografía del arroyo: la corriente desviada estaba abriéndole huecos a la costa. Ante la mirada de los chicos, el nuevo curso del arroyo socavó la orilla más alejada al punto de provocar una pequeña avalancha.

Corriente arriba, el agua formaba un estanque más o menos circular; en un punto había llegado a sobrepasar la orilla. Unos riachuelos brillantes, llenos de reflejos, corrían por el pasto y la maleza. Poco a poco, Eddie comenzó a comprender lo que Ben había sabido desde un principio: el dique ya estaba construido. Las aberturas entre las tablas y la ribera actuaban como esclusas. Ben no había podido explicarlo así porque no conocía el término. Sobre las tablas, el Kenduskeag había tomado un aspecto henchido. El sonido carcajeante del agua llana, que avanzaba parloteando entre piedras y guijarros, ya no existía; todas las rocas, corriente arriba a partir del dique, estaban cubiertas. De vez en cuando, un poco de césped y tierra, socavados por el arroyo ensanchado, caían a la corriente con un chapoteo.

Corriente abajo, el curso del agua estaba casi vacío. Unos hilos delgados e inquietos corrían por el centro, pero eso era casi todo. Las piedras, que habían estado bajo el agua por un tiempo incontable, se secaban al sol. Eddie las contempló maravillado… y con aquella sensación extraña. Ellos habían hecho eso, ellos. Vio que una rana pasaba saltando y la imaginó pensando: «¿Adónde diablos se ha ido el agua?». Entonces soltó una carcajada.

Ben estaba guardando pulcramente sus envolturas vacías en la bolsa que había llevado para el almuerzo. Tanto Eddie como Bill quedaron asombrados ante la abundancia de la merienda que Ben desplegó: dos bocadillos de mermelada y mantequilla de cacahuete, uno de fiambre, un huevo duro (con su pizca de sal en un trocito de papel encerado retorcido), dos barras de higo, tres pastas grandes de chocolate y un Twinkie.

—¿Qué dijo tu madre cuando vio la que te habían dado? —preguntó Eddie.

—¿Eh? —Ben apartó la vista del estanque, cada vez más amplio, y disimuló un eructo tras el dorso de la mano—. Oh, bueno, yo sabía que ayer era su tarde de ir al supermercado. Llegué a casa antes que ella, me bañé y me deshice de la ropa que tenía puesta. No sé si dará cuenta de que ya no la tengo. Probablemente no note la falta de la sudadera porque tengo muchas, pero voy a tener que comprarme otros vaqueros antes de que se ponga a husmear en mis cajones.

La idea de desperdiciar el dinero en algo tan poco esencial arrojó una momentánea tristeza al rostro de Ben.

—¿Y d-d-de tus mo-mo-moretones?

—Le dije que, en el entusiasmo de terminar las clases, salí corriendo de la escuela y me caí por los escalones de entrada.

Ben puso cara de sorpresa algo ofendida al ver que Eddie y Bill reían. Bill, que estaba comiendo tarta de chocolate hecha por su madre, despidió un chorro de migas pardas y sufrió un ataque de tos. Eddie, que seguía aullando de risa, le dio unas palmadas en la espalda.

—Bueno, la verdad es que estuve a punto de caerme —dijo Ben—. Pero fue porque Victor Criss me empujó, no porque yo fuera corriendo.

—Con esa sudadera yo me cocinaría como en un asador —dijo Bill, acabando con el último bocado de tarta.

Ben vaciló. Por un momento pareció a punto de callar, pero al fin dijo:

—Cuando uno es gordo, conviene más. Usar sudaderas, digo.

—¿Por la panza? —preguntó Eddie.

Bill resopló.

—Por las t-t-t-t…

—Sí, por las tetas, y qué.

—Sí —dijo Bill, mansamente—, y qué.

Hubo un momento de torpe silencio. Luego Eddie dijo:

—Mirad qué oscura se pone el agua que sale por ese lado del dique.

—¡Jolín! —Ben se levantó de un salto—. ¡La corriente está llevándose el relleno! Ojalá tuviéramos cemento…

El daño fue reparado deprisa, pero hasta Eddie se dio cuenta de lo que pasaría cuando no hubiera nadie allí para rellenarlo a pala, casi constantemente; tarde o temprano, la erosión haría que la tabla superior se derrumbara contra la otra. Y entonces todo se vendría abajo.

—Podemos rellenar los lados —sugirió Ben—. Eso no impedirá la erosión, pero la frenará un poco.

—Si usamos arena y lodo, ¿no seguirá yéndose con el agua? —preguntó Eddie.

—Usaremos manojos de pasto.

Ben asintió, sonriendo, e hizo una O con el pulgar el índice de la mano derecha.

—Vamos. Yo sacaré los panes de césped y tú me dirás dónde ponerlos, Big Ben.

Desde atrás, una voz alegre y estridente exclamó:

—¡Dios mío! ¡Alguien ha hecho una piscina en Los Barrens, con bronceadores para el ombligo y todo!

Eddie se volvió, al notar que Ben se ponía tenso ante el sonido de aquella voz extraña y que sus labios se afinaban. A cierta distancia, corriente arriba, en el sendero que Ben había cruzado el día anterior, estaban Richie Tozier y Stanley Uris.

Richie bajó a saltos hasta el arroyo. Después de echar a Ben una mirada de cierto interés, pellizcó a Eddie en la mejilla.

—¡No hagas eso! ¡Detesto que hagas eso, Richie!

—Oh, si te encanta, Ed —aseguró Richie, radiante—. ¿Qué me cuentas? ¿Disfrutando de buenas risadas o no?

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