It (Eso) – Stephen King

7

Fue hasta el escritorio principal de la biblioteca infantil sacudiéndose la estela de pensamientos dejados por el cartel del toque de queda, con tanta facilidad como el perro se sacude el agua después de nadar.

—Hola, Benny —dijo la señora Starrett. Al igual que la señora Douglas en la escuela, sentía una sincera simpatía por Ben. A los adultos, especialmente a aquellos que necesitaban disciplinar a los niños como parte de su trabajo, les gustaba Ben porque era cortés, suave al hablar, considerado, y a veces, hasta divertido de un modo sumamente apacible. Por esas mismas razones, la mayor parte de los chicos lo tenía por un pelmazo—. ¿Ya te has aburrido de las vacaciones?

Ben sonrió. Era un chiste habitual de la señora Starrett.

—Todavía no —dijo—. Acaban de empezar. —Consultó su reloj—. Una hora y diecisiete minutos. Déme una hora más.

La señora Starrett se echó a reír cubriéndose la boca para no hacer mucho ruido. Preguntó a Ben si quería inscribirse en el programa de lectura de verano, y él dijo que sí. Le entregó un mapa de los Estados Unidos y Ben le dio efusivamente las gracias.

Se alejó hacia las estanterías, sacando un libro aquí y allá para echarle un vistazo antes de volver a guardarlo. Elegir un libro no era cosa de broma. Había que andar con cuidado. Los adultos podían sacar tantos como quisieran, pero los niños sólo podían llevar tres por vez. Si uno elegía uno aburrido, tenía que aguantárselo.

Por fin eligió tres: Bravucón, El potro negro y uno que era un tiro a ciegas: Hot Road,[13] su autor era un tal Henry Gregor Felsen.

—Tal vez éste no te guste —comentó la señora Starrett, al sellar el libro—. Es muy sangriento. Se lo recomiendo a los adolescentes, sobre todo a los que acaban de sacar el carnet de conducir, porque les da que pensar. Supongo que les hace aminorar la velocidad por una semana.

—Bueno, le echaré una ojeada —dijo Ben y se llevó los libros a una de las mesas, lejos del Rincón de Pooh, donde el cabrito Big Billy estaba por dar grandes dolores de cabeza al duende del puente.

Leyó Hot Road por un rato y no era tan malo, no era malo en absoluto. Trataba de un muchacho que conducía muy bien, por cierto, pero había un policía aguafiestas que se pasaba la vida tratando de hacerle bajar la velocidad. Ben descubrió que en Iowa, donde ocurría la acción, no había límite de velocidad. Eso era estupendo.

Al cabo de tres capítulos levantó la mirada y se encontró con algo totalmente nuevo: un cartel que mostraba a un alegre cartero que entregaba una carta a un alegre niño. Decía: LAS BIBLIOTECAS TAMBIÉN SON PARA ESCRIBIR. ¿POR QUÉ NO ENVÍAS HOY MISMO UNA CARTA A UN AMIGO? ¡SONRISAS GARANTIZADAS!

Bajo el cartel había soportes con tarjetas postales preselladas, sobres presellados también y papel de cartas con un dibujo de la Biblioteca Pública de Derry en tinta azul. Los sobres costaban cinco centavos; las postales, tres; el papel, dos hojas por centavo.

Ben palpó su bolsillo. Aún tenía allí los cuatro centavos restantes de las botellas. Marcó la página en el libro y volvió al mostrador.

—¿Me daría una de esas postales, por favor?

—Con mucho gusto, Ben.

Como de costumbre, la señora Starrett se sintió encantada por su cortesía y algo entristecida por su gordura. Su madre habría dicho que el niño estaba cavando su tumba con cuchillo y tenedor. Le dio la postal y lo vio volver a su asiento. En esa mesa podían sentarse seis, pero Ben era el único ocupante. Ella nunca había visto a Ben con otros chicos. Era una pena, porque Ben Hanscom, en su opinión, guardaba grandes tesoros en su interior. Los entregaría a un minero amable y paciente… si alguno se presentaba.

8

Ben sacó su bolígrafo, bajó la punta con un chasquido y anotó la dirección con toda sencillez: Señorita Beverly Marsh, Main Street Inferior, Derry, Maine, Zona 2. No sabía el número exacto de su edificio, pero la madre le había dicho que los carteros tienen una idea bastante aproximada de las direcciones cuando han pasado un tiempo en sus puestos. Si el cartero que se encargaba de esa zona entregaba su postal, magnífico. Si no, iría a la oficina de correspondencia no reclamada y él habría perdido tres centavos. Jamás volvería a él, por cierto, porque no tenía intención de poner el remitente.

Llevando la tarjeta con la dirección puesta hacia adentro (no quería riesgos, aunque no reconocía a ninguno de los presentes), tomó algunas hojas de papel para notas y volvió a su asiento. Comenzó a garabatear, tachar y garabatear otra vez.

En la última semana de clases, antes de los exámenes, habían estado leyendo y redactando haiku en la clase de lengua. Haiku era una forma poética japonesa, breve y disciplinada. El haiku, según la señora Douglas, sólo podía tener diecisiete sílabas, ni más ni menos. Por lo común se concentraba en una sola imagen clara que se vinculaba con una emoción específica: tristeza, alegría, nostalgia, felicidad… amor.

Ben había quedado totalmente encantado con el concepto. Le gustaban las clases de lengua, aunque no pasaba de sentirse levemente complacido en ellas. Los deberes no le costaban, pero, en general, nada en esa materia le llamaba la atención. Sin embargo, en el concepto de haiku había algo que le despertaba la imaginación. La idea lo hacía feliz, como la explicación de la señora Starrett sobre el efecto invernadero. El haiku era poesía buena, en opinión de Ben, porque era poesía estructurada. No tenía reglas secretas: diecisiete sílabas, una imagen vinculada con una emoción y nada más. Abracadabra. Limpia, utilitaria, completamente contenida en sí misma y dependiente de sus propias reglas. Hasta le gustaba la palabra en sí, un deslizamiento de aire quebrado, como a lo largo de una línea de puntos, por el sonido de la «k», en el fondo de la boca: haiku.

Su pelo, pensó y la vio bajar los peldaños de la escuela con la cabellera moviéndose sobre sus hombros. El sol no parecía destellar tanto en él, cuanto arder con él.

Después de trabajar cuidadosamente unos veinte minutos (con una pausa para ir en busca de más hojas para notas), buscando palabras que no fueran demasiado largas, cambiando, eligiendo, Ben logró esto:

Your hair is winter fire,

January embers.

My heart burns there, too.[14]

No era para volverse loco de gusto, pero no le salía nada mejor. Temía que, si le daba muchas vueltas al asunto, acabaría por acobardarse y hacer algo mucho peor. O por no hacer nada. Y no quería que ocurriera eso. El instante en que ella le dirigió la palabra había sido un momento culminante para Ben y quería grabarlo en su memoria. Probablemente Beverly estuviera enamorada de algún chico mayor, de sexto curso, tal vez hasta de la secundaria, y pensaría que él le había enviado el haiku. Eso la haría feliz; por lo tanto, el día en que lo recibiera, quedaría marcado en su propia memoria. Y aunque supiera que era Ben Hanscom quien lo había marcado así, no importaba; él, en el fondo, lo sabría.

Copió el poema completo en el dorso de la postal, con letras de imprenta, como quien copia una nota de rescate y no un poema de amor; guardó el bolígrafo en el bolsillo y la tarjeta contra la cubierta de Hot Road. Luego se levantó y se despidió de la señora Starrett al salir.

—Adiós, Ben —dijo ella—. Que disfrutes de tus vacaciones. Pero no te olvides del toque de queda.

—No lo olvidaré.

Caminó lentamente por el pasillo acristalado entre los dos edificios disfrutando del calor (efecto de invernadero, pensó, muy satisfecho de sí) seguido por el fresco de la biblioteca para adultos. Un anciano leía el News en una de las sillas antiguas, cómodamente acolchadas, de la sala de lectura. El titular destellaba: DULLES PROMETE LA AYUDA DE TROPAS NORTEAMERICANAS PARA LÍBANO EN CASO NECESARIO. También había una foto de Ike estrechando la mano de un árabe en el Jardín de las Rosas. La madre de Ben dijo que, cuando el país eligiera presidente a Hubert Humphrey en 1960, tal vez las cosas volvieran a moverse. Ben tenía una vaga conciencia de que reinaba algo llamado recesión y su madre tenía miedo de quedarse sin trabajo.

Un titular menos llamativo, en la mitad inferior de la página, decía: LA POLICÍA SIGUE BUSCANDO AL PSICÓPATA.

Ben abrió la pesada puerta de entrada de la biblioteca y salió.

En el extremo de la calle había un buzón. Ben sacó la postal guardada en el libro y la echó al buzón. En el momento en que se le deslizaba de los dedos, experimentó una pequeña aceleración del ritmo cardíaco: ¿Y si se da cuenta de que fui yo?

No seas estúpido, se respondió, algo alarmado por lo excitante de esa idea.

Salió a Kansas Street, apenas consciente de la dirección que llevaba y sin que le importase en absoluto. En su mente comenzaba a formarse una fantasía. En ella, Beverly Marsh se le acercaba, con los ojos verdegrises muy abiertos y el cabello rojizo atado en una cola de caballo. Quiero hacerte una pregunta, Ben —decía en su mente la niña de su imaginación—, y tienes que jurar que me dirás la verdad. —Le mostraba la tarjeta postal—. ¿Tú escribiste esto?

Era una fantasía terrible. Era una fantasía maravillosa. Ben quiso borrarla. Ben quiso que se prolongara para siempre. Su rostro comenzaba a arder.

Caminó, soñó, cambió los libros de un brazo al otro y comenzó a silbar. Pensarás que estoy loca —dijo Beverly—, pero creo que quiero besarte. Sus labios se entreabrieron un poquito.

Los de Ben quedaron, de pronto, demasiado secos para silbar.

—Creo que yo también quiero —susurró, y sonrió con una sonrisa aturdida, mareada, absolutamente bella.

Si en ese momento hubiera mirado hacia atrás, habría visto brotar tres sombras alrededor de la suya. Si hubiera estado escuchando, habría oído resonar las botas de Victor, que se acercaba, con Belch y Henry. Pero no veía ni oía nada. Ben estaba muy lejos sintiendo los suaves labios de Beverly rozar los suyos y levantando sus manos tímidas para tocar el opaco fuego irlandés de su cabellera.

9

Como muchas ciudades, grandes y pequeñas, Derry no había sido planificada. Creció, simplemente, como Topsy. Para empezar, los urbanistas nunca la habrían situado en ese sitio. El centro de Derry estaba en un valle formado por el arroyo Kenduskeag que cruzaba el distrito comercial en diagonal, de sudoeste a nordeste. El resto de la ciudad había invadido las laderas de las colinas circundantes.

El valle al que llegaron los pobladores originarios había sido pantanoso, densamente cubierto de vegetación. El arroyo y el río Penobscot, en el cual desaguaba el Kenduskeag, era muy ventajoso para los comerciantes, pero una gran desventaja para quienes tenían cultivos o construían sus casas demasiado cerca de ellos, en especial por el Kenduskeag, que desbordaba cada tres o cuatro años. La ciudad seguía propensa a las inundaciones a pesar de las grandes sumas de dinero gastadas en los últimos cincuenta años para controlar el problema. Si las inundaciones se hubieran debido sólo al arroyo en sí, con un sistema de diques se habría resuelto la cuestión. Sin embargo, había otros factores. Uno eran las bajas riberas del Kenduskeag. Otro, lo lento del drenaje. Desde el comienzo del siglo se habían producido muchas inundaciones graves en Derry y en 1931, una verdaderamente desastrosa. Para empeorar las cosas, las colinas en donde se levantaba gran parte de Derry estaban atravesadas por pequeños cursos de agua, como el arroyo Torrault, en donde había sido encontrado el cadáver de Cheryl Lamonica. En períodos de lluvias abundantes era muy posible que se desbordaran. «Si llueve dos semanas seguidas, a toda la maldita ciudad le da sinusitis», como había dicho, una vez, el padre de Bill el Tartaja.

El Kenduskeag discurría enjaulado en un canal de cemento a lo largo de tres kilómetros a su paso por la ciudad. Ese canal se hundía bajo Main Street, en la intersección con Canal Street, convirtiéndose en un río subterráneo por unos ochocientos metros, antes de volver a la superficie en el parque Bassey. Canal Street, donde se alineaban casi todos los bares de Derry, como delincuentes en un reconocimiento policial, corría paralela al canal en su salida de la ciudad y cada pocas semanas la policía sacaba el coche de algún borracho de las aguas contaminadas por las cloacas y los desechos de las fábricas. De vez en cuando se pescaba algún pez en el canal, pero sólo eran mutantes no comestibles.

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