It (Eso) – Stephen King

¿Cuántos más? ¿Cuántos huevos? ¿No leí en alguna parte que las arañas los ponen por miles… o millones? No puedo seguir haciendo esto. Me volvería loco…

Es preciso. Es preciso. Vamos, Ben, ¡contrólate!

Se acercó al huevo siguiente y repitió el proceso con el resto de luz agónica. Todo volvió a ser igual: el chasquido seco, el chapoteo, el golpe de gracia. Y otra vez y otra más. Y otra. Fue avanzando lentamente hacia el arco negro por donde habían pasado sus amigos. Ahora la oscuridad era total. Beverly y la telaraña habían quedado atrás. Aún oía el susurro de los hilos desprendidos. Los huevos eran pálidas piedras en la oscuridad. Al llegar a cada uno, encendía una cerilla antes de abrirlo. En cada caso pudo seguir el curso de la aturdida cría y aplastarla antes de que la luz se apagara. No tenía idea de cómo iba a proceder si las cerillas se acababan antes de haber roto el último huevo y matado su indescriptible carga.

10

Eso, 1985

Aún venían.

Eso sintió que aún venían, acortando la distancia y su miedo creció. Tal vez no era eterna, después de todo; por fin había que concebir lo inconcebible. Peor aún, Eso sentía la muerte de su cría. Un tercero de esos odiados hombres-niños caminaba sin cesar junto a sus huevos, casi demente de asco, pero aniquilando metódicamente a sus hijos.

¡No!, gimió Eso, debatiéndose de lado a lado, mientras la fuerza vital se le escapaba por cien heridas. Ninguna de ellas era mortal en sí, pero cada una, como un canto de dolor, hacía más lenta su marcha. Una de sus patas pendía de una sola hebra de carne viviente. Uno de sus ojos había quedado ciego. Sentía dentro de sí un terrible desgarramiento resultado de algún veneno que otro de los odiados hombres-niños le había arrojado a la garganta.

Y seguían acercándose, acortando la distancia. ¿Cómo era posible? Eso gemía y maullaba. Cuando percibió que estaban casi directamente atrás, hizo lo único que cabía: se volvió para presentar batalla.

11

Beverly

Antes de que se apagara el último resplandor y se cerrara la oscuridad completa, Beverly vio que la esposa de Bill descendía otros seis metros y volvía a detenerse. Había empezado a girar; la larga cabellera roja se le abría en abanico. Su mujer —pensó—. Pero yo fui su primer amor, y si él creyó que otra mujer era la primera fue sólo porque había olvidado…, porque se había olvidado de Derry.

Entonces se quedó en la oscuridad, sola con el ruido de la tela que caía y el peso simple, inerte, de Eddie. No quería soltarlo, no quería apoyar su cara en el sucio suelo de ese lugar. Por eso retuvo su cabeza en el hueco de un brazo que se había entumecido en su mayor parte, apartándole el pelo de la frente húmeda. Pensó en los pájaros. Probablemente era algo tomado de Stan. Pobre Stan, que no había podido enfrentarse a Eso.

Para todos ellos, yo fui el primer amor.

Trató de recordarlo; era algo hermoso en que pensar en medio de tanta oscuridad amenazadora, donde resultaba imposible localizar los ruidos. Así se sentía menos sola. Al principio, el recuerdo no cristalizó. Se interponía la imagen de los pájaros: cuervos, grajos y estorninos, aves de primavera que volvían cuando la nieve fundida aún corría por las calles y las últimas capas de blancura sucia se aferraban tercamente a los sitios sombreados.

Al parecer, era siempre en un día nublado cuando se oían y se veían esos pájaros primaverales. Entonces una se preguntaba de dónde venían. De pronto estaban allí en Derry, colmando el aire con su cháchara ruidosa. Se alineaban en los cables de teléfono y en los tejados de las casas victorianas de Broadway Oeste. Peleaban por un puesto en las ramas de aluminio de la complicada antena de televisión que coronaba el bar de Wally. Sobrecargaban las ramas negras y mojadas de los olmos, en el tramo inferior de Main Street. Se posaban a conversar con las voces chillonas de viejas campesinas en la feria. Y de pronto, ante una señal que los humanos no reconocían, alzaban vuelo a un tiempo ennegreciendo el cielo con su número… para descender en otra parte.

Sí, los pájaros. Pensaba en ellos porque tenía vergüenza. Fue mi padre quien me inspiró esa vergüenza, supongo, y tal vez también por culpa de Eso.

Llegó el recuerdo, el recuerdo oculto tras los pájaros, pero vago y desarticulado. Tal vez siempre seria así. Había…

Sus pensamientos se interrumpieron al darse cuenta de que Eddie

12

Amor y deseo, 10 de agosto de 1958

es el primero en venir, porque es el más asustado. Viene a ella, no como su amigo del verano, ni como su pasajero amante actual, sino como habría acudido a su madre sólo tres o cuatro años antes: para recibir consuelo; no se aparta de su suave desnudez; en un principio ni siquiera parece sentirla. Está temblando y, aunque ella lo abraza, la oscuridad es tan perfecta que no puede verlo ni aun a esa distancia. Aparte del duro yeso, es como abrazar a un fantasma.

—¿Qué quieres? —le pregunta él.

—Tienes que poner tu cosa dentro de mí —dice ella.

Él trata de apartarse, pero Beverly lo retiene hasta que se entrega. Ha oído que alguien (Ben, probablemente) ahogaba una exclamación.

—No puedo hacer eso, Bevvie. No sé cómo.

—Creo que es fácil. Pero tendrás que desnudarte. —Piensa en lo intrincado de separar yeso y camisa para luego volver a reunirlos y se corrige—. Los pantalones, al menos.

—¡No, no puedo!

Pero ella piensa que una parte de él puede y quiere, porque ha dejado de temblar y algo pequeño, duro, se le aprieta contra el vientre.

—Puedes —asegura, y lo obliga a tenderse.

Bajo su espalda y sus piernas desnudas, la superficie está firme, arcillosa, seca. El distante tronar del agua resulta tranquilizador como un arrullo, Lo busca. Por un momento se interpone la cara de su padre, áspera severa.

(quiero ver si estás intacta)

pero ella rodea con los brazos el cuello de Eddie, apoya su mejilla suave contra la otra mejilla suave y, mientras él le toca los pechos con timidez, suspira y, piensa, por vez primera: Este es Eddie. Y recuerda un día de julio (¿puede haber sido solo el mes pasado?) en que ninguno de los otros se había presentado en Los Barrens, sólo Eddie, con un montón de revistas de La Pequeña Lulú y habían pasado leyendo juntos la mayor parte de la tarde. La pequeña Lulú buscaba moras, se metía en todo tipo de situaciones descabelladas con la bruja Ágata y todo eso. Había sido divertido.

Piensa en pájaros; en especial, en los grajos, los estorninos y los cuervos que vuelven en primavera. Sus manos van al cinturón de Eddie y lo aflojan, aunque él dice otra vez que no puede; ella le responde que puede, ella sabe que puede, y lo que siente no es ya vergüenza ni miedo, sino una especie de triunfo.

—¿Adónde? —pregunta él, y esa cosa dura se le aprieta, urgente, contra la cara interior del muslo.

—Aquí.

—¡Bevvie, me voy a caer encima de ti! —protesta él, y su aliento comienza a silbar dolorosamente.

—Creo que, más o menos, ésa es la idea.

Y ella lo guía con suavidad. Él empuja demasiado deprisa y duele.

—¡Sssss! —aspira ella, mordiéndose el labio inferior, mientras vuelve a pensar en los pájaros, en los pájaros de primavera que se alinean en los tejados de las casas alzando el vuelo al mismo tiempo bajo las nubes de marzo.

—¿Beverly? —susurra él, inseguro—. ¿Estás bien?

—Más lento —indica ella—. Así te será más fácil respirar.

Él obedece. Al cabo de unos momentos su respiración se acelera, pero ella comprende que no le ocurre nada malo.

El dolor desaparece. De pronto él se mueve cada vez más rápido y queda quieto, rígido; emite un sonido, alguna especie de ruido. Ella siente que eso es algo extraordinario y muy especial para el chico, algo así como… volar. Se siente poderosa; experimenta una sensación de triunfo que crece con fuerza dentro de ella. ¿Era eso lo que tanto temía su padre? ¡Pues se entiende! Hay potencia en ese acto, sí, una potencia capaz de romper cadenas que corre por la sangre. No experimenta placer físico, pero sí una especie de éxtasis mental, percibe la unión. Él apoya la cara contra su cuerpo y ella lo abraza. El chico llora. Lo abraza. Y la parte de él que establecía el vínculo empieza a desvanecerse. No porque se retire, sino, simplemente, porque se empequeñece.

Cuando el peso de Eddie se aparta, ella se incorpora y le toca la cara en la oscuridad.

—¿Lo hiciste?

—¿Qué cosa?

—Lo que sea. No lo sé muy bien.

Él sacude la cabeza; Beverly lo sabe porque tiene una mano apoyada contra su mejilla.

—No creo que haya sido exactamente como…, bueno, como dicen los chicos más grandes, ya me entiendes. Pero fue…, realmente hubo algo. —Habla en voz baja para que los otros no oigan—. Te amo, Bevvie.

En ese punto, su conciencia se pierde un poco. Está segura de que hay más conversación, en parte en susurros, en parte en voz alta, pero no recuerda qué se dicen. No importa. ¿Tendrá que convencerlos a todos, una y otra vez? Probablemente sí. Pero no importa. Es preciso convencerlos para que acepten eso, ese vínculo humano esencial entre el mundo y el infinito, el único sitio en donde el torrente sanguíneo toca la eternidad. No importa. Lo que importa es el amor y el deseo. Aquí, en la oscuridad, se puede hacer como en cualquier otra parte. Quizá mejor que en muchas otras.

Mike viene a ella; después, Richie, y el acto se repite. Ahora Beverly siente algún placer, un difuso calor en su sexo infantil, aún no maduro. Cierra los ojos cuando Stan viene a ella y piensa en los pájaros, la primavera y los pájaros, y los ve una y otra vez, todos posándose al mismo tiempo, colmando los árboles despojados por el invierno, jinetes del borde ambulante de la estación más cruda, los ve alzar el vuelo una y otra vez, y el aleteo es como el flameo de las sábanas en la cuerda. Y piensa: Dentro de un mes, todos los niños del parque Derry tendrán cometas y correrán para que los cordeles no se enreden entre sí. Vuelve a pensar: Así es volar.

Con Stan, como con los otros, experimenta ese melancólico momento de desvanecimiento, de abandono, mientras que cuanto verdaderamente necesitan de ese acto, algo definitivo, está muy cerca, pero aún no lo han descubierto.

—¿Lo has hecho? —vuelve a preguntar.

Aunque no sabe exactamente a qué se refiere, sabe que él no lo ha hecho.

Hay una larga pausa. Luego, Ben llega a ella.

Tiembla de pies a cabeza, pero no es el temblor temeroso que encontró en Stan.

—No puedo hacerlo, Beverly —dice él, tratando de que su tono suene a razonable, aunque suena a cualquier cosa menos a eso.

—Tú también puedes. Lo siento.

Y lo siente, sí. Hay más de esa dureza, más de él. Beverly lo siente bajo la suave presión de aquella barriga. El tamaño de su pene le despierta cierta curiosidad y toca levemente el bulto. Él suelta una queja contra su cuello; el soplo de su aliento le pone el cuerpo desnudo de carne de gallina. Experimenta la primera torsión de calor auténtico; de pronto, su sentimiento es demasiado grande; lo reconoce demasiado grande

(y también su pene es demasiado grande, ¿podrá recibirlo en ella?)

y demasiado adulto para ella, como si el sentimiento calzara botas. Es como los M-80 de Henry: algo que no se hizo para los chicos, algo que puede estallarte en las manos y hacerla pedazos a una. Pero no es momento ni lugar para preocuparse. Allí hay amor, deseo y la oscuridad. Si no tratan de alcanzar las dos primeras cosas, sin duda se quedarán en la última.

—Beverly, no…

—Sí.

—Yo…

—Enséñame a volar —dice ella, con una calma que no siente, notando, por la cálida humedad apoyada en su cuello, que él se ha echado a llorar—. Enséñame, Ben.

—No…

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