It (Eso) – Stephen King

Bill estaba examinando la ventana rota. Había fragmentos de vidrio por todas partes. La varilla de madera que separaba los paneles yacía bajo los peldaños del porche en dos trozos astillados. La parte alta del marco sobresalía como un hueso roto.

—Esto recibió un golpe muy fuerte —susurró Richie.

Bill, que estaba espiando hacia dentro (o tratando de hacerlo), asintió.

Richie lo apartó con el codo para mirar también. El sótano era un penumbroso batiburrillo de cajas y cajones. El suelo era de tierra y, como las hojas, despedía un aroma húmedo y mohoso. A la izquierda se veía el bulto de una caldera que proyectaba tuberías redondas hacia el bajo cielo raso. Más allá, en un extremo del sótano, Richie vio una casilla grande, con flancos de madera. Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba de un establo, pero ¿quién podría tener caballos en un sótano? Luego comprendió que, en una casa tan vieja, la caldera debía de haber sido de carbón y no de petróleo. Nadie se había molestado en efectuar la adaptación de la caldera, porque nadie tenía interés en la casa. Esa casilla debía de ser una carbonera. A la derecha, Richie divisó un tramo de escalera que subía al nivel de la calle.

Bill estaba sentado, encorvado hacia adelante… y antes de que Richie pudiera percatarse de sus intenciones, las piernas de su amigo estaban desapareciendo por la ventana.

—¡Bill, por el amor de Dios! —siseó—. ¿Qué estás haciendo? ¡Sal de ahí!

Bill no contestó: Siguió deslizándose. Su chaqueta se enroscó por la espalda y estuvo a punto de engancharse en un trozo de vidrio que habría podido hacerle un buen tajo. Un segundo después, sus zapatillas golpearon el duro suelo de dentro.

—Maldita sea —murmuró Richie, frenéticamente, mirando el cuadrado de oscuridad donde su amigo acababa de desaparecer—. Bill, ¿te has vuelto loco?

La voz de Bill subió flotando.

—Si quieres, R-R-Richie, puedes q-q-quedarte ahí. Mo-mo-monta guardia.

Lo que él hizo fue ponerse boca abajo y meter las piernas por la ventana del sótano, antes de que le fallara el valor, rezando para no cortarse las manos o el vientre con el vidrio roto.

Algo le sujetó las piernas. Richie lanzó un alarido.

—S-s-ssoy yo —susurró Bill. Un momento después, Richie estaba de pie a su lado, bajándose la camisa y la chaqueta—. ¿Quién creíste que era?

—El hombre del saco —dijo Richie, con una risa estremecida.

—T-t-tú ve p-p-por ese l-l-lado y yo i-i-i…

—Ni pensarlo —cortó Richie. Oía claramente el latir de su corazón en su voz, sobresaltada y desigual, alta y baja—. Voy contigo, Gran Bill.

Avanzaron primero hacia la carbonera; Bill, algo más adelante, con la pistola en la mano; Richie lo seguía de cerca, tratando de mirar a todos lados al mismo tiempo. Bill se detuvo ante uno de los flancos de la carbonera, por un momento, y luego se asomó súbitamente, sosteniendo el revólver con ambas manos. Richie apretó los ojos con fuerza, preparándose para la detonación. No la hubo. Abrió los ojos, cauteloso.

—S-s-sólo c-c-carbón —dijo Bill, con una risita nerviosa.

Richie se puso a un lado y miró. Todavía quedaba una carga de carbón, amontonado hasta el cielo raso en la parte trasera de la casilla, en una pendiente que dejaba sólo uno o dos trozos ante sus pies. Era negro como ala de cuervo.

—Vamos a… —comenzó Richie.

En ese momento se abrió la puerta de la escalera, con un violento estruendo, dejando pasar la blanca luz del día.

Los dos chicos gritaron.

Richie oyó gruñidos. Eran muy audibles, como los de un animal salvaje enjaulado. Vio que unos mocasines descendían por los peldaños. Más arriba había unos vaqueros desteñidos…, manos que se balanceaban…

Pero no eran manos… sino garras. Enormes garras deformes.

—¡T-t-trepa por el c-c-carbón! —aulló Bill.

Pero Richie estaba petrificado. Súbitamente supo qué venía a por ellos, lo que iba a matarlos en ese sótano que apestaba a tierra húmeda y a vino barato, derramado por los rincones. Lo sabía, pero necesitaba verlo.

—¡Ha-ha-hay una ve-ventana a-a-ahí arriba!

Las garras estaban cubiertas de espeso pelo pardo, que se enroscaba como alambre; los dedos terminaban en uñas melladas. Por fin, Richie vio una chaqueta de seda negra, con ribetes naranja: los colores de la secundaria de Derry.

—¡Ve-ve-vete! —vociferó Bill, dando a Richie un fuerte empujón.

Richie cayó despatarrado en el carbón. Sus aristas se le clavaron dolorosamente abriéndose paso a través de su aturdimiento. Hubo bajo sus manos pequeñas avalanchas. Aquellos gruñidos salvajes seguían y seguían.

El pánico deslizó su capucha sobre la mente de Richie.

Apenas consciente de lo que hacía, trepó por la montaña de carbón ganando terreno, resbalando hacia atrás para volver a avanzar, aullando mientras subía. La ventana, allá arriba, estaba negra de polvo de carbón y apenas dejaba pasar algo de luz. Estaba cerrada con una manivela. Richie aplicó sobre ella todo su peso, pero no pudo hacerla girar. Los gruñidos ya sonaban más próximos.

Abajo estalló un disparo, casi ensordecedor en el cuarto cerrado. El humo de la pólvora, áspero y acre, le llegó a la nariz, impresionándolo hasta hacerle recobrar un poco la conciencia. Entonces se dio cuenta de que había estado tratando de girar la manivela en dirección contraria. Cambió la dirección del movimiento y el artefacto cedió con un chirrido prolongado, herrumbroso. El polvo de carbón le cayó en las manos como pimienta.

La pistola volvió a disparar con un segundo bramido ensordecedor. Bill Denbrough gritó:

—¡TÚ MATASTE A MI HERMANO, HIJO DE PUTA!

Por un momento, la bestia que había bajado por la escalera pareció reír, pareció hablar; era como si un perro cruel hubiera comenzado a ladrar palabras confusas. Richie creyó, fugazmente, que aquella cosa vestida con la chaqueta de la secundaria había graznado, a su vez: Y a ti también voy a matarte…

—¡Richie! —vociferó Bill, entonces.

Y Richie oyó el repiqueteo del carbón que caía, mientras Bill empezaba a trepar. Los rugidos y los gruñidos continuaban. Hubo un astillar de madera. Aquello era una mezcla de ladridos y aullidos, como en medio de una fría pesadilla.

Richie dio a la ventana un fuerte empellón, sin importarle que el vidrio pudiera romperse y reducirle las manos a jirones. Ya no le importaba nada.

El vidrio no se rompió; giró hacia fuera, sobre una vieja bisagra de acero escamada de herrumbre. Cayó otro poco de polvo negro, esta vez en la cara de Richie. Se retorció hasta salir al patio lateral como una anguila, aspirando el aire fresco, sintiendo el latigazo de la hierba alta en la cara. Tuvo una vaga conciencia de que estaba lloviendo. Vio los gruesos tallos de los gigantescos girasoles, verdes y velludos.

La Walther se disparó por tercera vez y la bestia del sótano aulló; fue un sonido primitivo, de rabia pura. Luego Bill gritó:

—¡Me ha at-atrapado, Richie! ¡Ayú-ayúdame! ¡Me atr…!

Richie giró en redondo, a cuatro patas, y vio la cara aterrorizada de su amigo, vuelta hacia arriba, en el cuadrado de ventana por la cual, en cada otoño, habían descargado una carretada de carbón para el invierno.

Bill yacía despatarrado en el carbón. Sus manos se agitaban buscando infructuosamente el marco de la ventana que estaba fuera de su alcance. Tenía la camisa y la chaqueta enroscadas casi hasta la clavícula. Y se deslizaba hacia atrás… No: estaba siendo arrastrado hacia atrás. Richie apenas veía algo. Era una sombra móvil, corpulenta, detrás de Bill. Una sombra que gruñía y gimoteaba, casi humana.

No hacía falta verla. Richie la había visto el sábado anterior, en la pantalla del Teatro Aladdin. Era una locura total, pero aun así el chico no puso en tela de juicio su propia cordura ni esa conclusión.

El hombre-lobo había atrapado a Bill Denbrough. Sólo que no era Michael Landon, con un montón de maquillaje en la cara y mucha piel postiza. Era real.

Como para demostrarlo, Bill volvió a aullar.

Richie estiró la mano y aferró las manos de Bill. En una de ellas encontró la Walther y, por segunda vez en ese día, miro directamente su ojo negro… sólo que ahora estaba cargada.

Forcejearon por Bill. Richie lo tenía por las manos; el hombre-lobo, por los tobillos.

—¡Ve-vete de aquí, Richie! —bramó Bill—. ¡Lárgate…!

De pronto, la cara del hombre-lobo salió de la oscuridad. Tenía la frente baja y echada hacia atrás, cubierta de vello. Sus mejillas eran huecas y peludas. Sus ojos, de color pardo oscuro, traslucían una horrible inteligencia. La boca se abrió en una serie de gruñidos poderosos. Por el grueso labio superior corrían dos arroyos gemelos de espuma blanca, que le goteaba por la barbilla. En la cabeza, el pelo estaba peinado hacia atrás, en una horrible parodia de la cola de pato que usaban los adolescentes. Echó la cabeza atrás y rugió, sin apartar los ojos de los de Richie.

Bill trepó por el carbón. Richie lo cogió por los brazos y tiró con fuerza. Por un momento creyó que iba a ganar. Pero entonces el hombre-lobo se apoderó nuevamente de las piernas de Bill y tiró de él hacia atrás, llevándoselo hacia la oscuridad. Era más fuerte. Había apresado a Bill y quería quedárselo.

En ese instante, sin la menor idea de lo que estaba haciendo ni de por qué lo hacía, Richie oyó que la voz del policía irlandés brotaba de su boca: la voz del señor Nell. Pero no era Richie Tozier haciendo una mala imitación; ni siquiera se trataba del señor Nell. Era la voz de todos los policías irlandeses que alguna vez agitaron la porra después de media noche para comprobar las puertas de los establecimientos cerrados.

—¡O lo sueltas, muchacho, o te rompo esa cabezota! ¡Por Cristo que te la rompo! ¡Suéltalo ahora mismo si no quieres que te sirva tu propio hígado en una bandeja!

La bestia del sótano dejó escapar un ensordecedor rugido de ira… pero Richie creyó detectar otra nota en ese bramido: miedo, tal vez. O dolor.

Dio un tremendo tirón y Bill voló por la ventana, cayendo entre la hierba. Miró fijamente a Richie, con grandes ojos horrorizados. Tenía la pechera de la chaqueta manchada de negro.

—¡Rá-rápido! —jadeó, casi gimiendo, mientras tomaba a Richie de la camisa—. ¡Te-tenemos qu…!

Richie oyó que el carbón volvía a caer en avalanchas. Un momento después, la cara del hombre-lobo llenó la ventana del sótano, gruñéndoles. Sus garras buscaron en el pasto inquieto.

Bill aún tenía la Walther, no la había soltado en ningún momento. La sujetó con las dos manos, reducidos los ojos a ranuras y apretó el gatillo. Hubo otro terrible estallido y Richie vio que el cráneo del hombre-lobo perdía un pedazo; un torrente de sangre le corrió por la cara, apelmazando el pelaje y empapando el cuello de la chaqueta escolar.

Rugiendo siempre, empezó a salir por la ventana.

Richie se movía con lentitud, como en sueños. Metió la mano bajo la chaqueta y buscó el bolsillo posterior. De allí sacó el sobre con la caricatura del hombre que estornudaba. Lo abrió en el momento en que la sangrante bestia asomaba por la ventana, a viva fuerza, cavando profundos surcos en la tierra con sus garras. Abrió el paquete y lo estrujó.

¡Vuelve a tu lugar, chico! —ordenó, con la voz del policía irlandés.

Una nube blanca voló a la cara del hombre-lobo. Sus rugidos cesaron súbitamente. Miró a Richie con una sorpresa casi cómica y emitió un sonido sibilante, sofocado. Sus ojos, rojos y legañosos, giraron hacia el chico y parecieron grabárselo, de una vez para siempre.

Entonces empezó a estornudar.

Estornudó una y otra vez. Del hocico le brotaban kilos de saliva y el moco, negriverdoso, voló de las fosas nasales. Una de esas gotas salpicó la piel de Richie, quemándole como ácido. Se la enjugó con un alarido de dolor y asco.

Aún había furia en esa cara, pero también dolor. Era inconfundible. Bill podría haberlo herido con la pistola de su padre, pero Richie le había hecho más daño… primero, con la voz del policía irlandés; después, con el polvo que hacía estornudar.

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