It (Eso) – Stephen King

—¿A-a-alguien rec-recuerda cómo era Eso, en rea-realidad?

—No —dijo Eddie.

—Creo que… —comenzó Richie. Bill casi pudo sentir su gesto de negación—. No.

—No —dijo Beverly.

—Tampoco —repuso Ben—. Es lo único que no recuerdo. Qué era… y cómo lo combatimos.

—Chüd —dijo Beverly—. Así lo combatimos. Pero no recuerdo qué significa eso.

—Respald-d-dadme —dijo Bill—, que y-y-yo os re-re-respaldaré.

—Bill —advirtió Ben, con voz muy calma—, alguien se acerca.

Bill escuchó. Se oían pasos arrastrados, vacilantes, que se acercaban a ellos en la oscuridad. Tuvo miedo.

—A-A-Audra… —llamó.

Y de inmediato supo que no era ella.

Lo que se acercaba hacia ellos se aproximó un poco más.

Bill encendió una cerilla.

8

Derry, 5.00 h.

La primera anormalidad, en aquel día de primavera avanzada, en 1985, ocurrió dos minutos antes de que saliera oficialmente el sol. Para comprender lo anormal de ese hecho habría sido preciso conocer dos detalles que eran del dominio de Mike Hanlon (quien yacía, inconsciente, en el hospital municipal de Derry, cerca del amanecer). Ambos se referían a la iglesia bautista de la Gracia que se erguía en la esquina de Witcham y Jackson desde 1897. En su parte superior, la iglesia terminaba en una fina cúpula blanca, apoteosis de todas las cúpulas protestantes de Nueva Inglaterra. Esa cúpula tenía, en todas sus caras, una esfera de reloj cuyo mecanismo había sido construido y enviado desde Suiza en 1898. El único reloj parecido estaba en la plaza municipal de Haven, a sesenta kilómetros de distancia.

Stephen Bowie, un potentado de la madera que vivía en Broadway Oeste, había donado ese reloj a la ciudad a un costo de unos diecisiete mil dólares. Bowie podía permitirse ese gasto. Desde hacía cuarenta años era feligrés devoto, además de diácono, y, durante varios años, también presidente de la Liga de la Decencia Blanca. Por añadidura, era célebre por sus devotos sermones con ocasión del Día de la Madre, que él denominaba, reverente, el Domingo de las Madres.

Desde su instalación hasta el 31 de mayo de 1985, ese reloj había sonado fielmente para marcar cada hora y cada media hora con una notable excepción. El día del estallido en la fundición Kitchener el reloj no había dado las doce del mediodía. La gente creía que el reverendo Jollyn había acallado el reloj para demostrar que la iglesia estaba de duelo por la muerte de los niños y Jollyn nunca desmintió esa idea, aunque no era cierta. Simplemente, el reloj no había sonado.

Tampoco sonó a las cinco de la mañana del 31 de mayo de 1985.

En ese momento, en toda Derry, los ancianos que habían pasado allí toda la vida abrieron los ojos y se incorporaron, perturbados por alguna razón que no podían determinar. Tragaron medicamentos, se pusieron las dentaduras postizas, encendieron pipas y cigarrillos.

Los ancianos ya no pudieron conciliar el sueño.

Uno de ellos era Norbert Keene que ya había pasado los noventa años. Se acercó trabajosamente a la ventana y contempló el cielo, que estaba oscureciendo. La noche anterior, el pronóstico meteorológico había anunciado cielo despejado, pero los huesos le decían que iba a llover y mucho. Sentía miedo, muy dentro de sí. De algún modo oscuro se sentía amenazado, como si un veneno avanzara inexorablemente hacia su corazón. Pensó, sin saber por qué, en el día en que la banda de Bradley había entrado desprevenidamente en Derry hacia el cañón de setenta y cinco pistolas y fusiles. Ese tipo de acto hace que uno se sienta abrigado y perezoso por dentro, como si todo estuviera…, estuviera confirmado. No podía expresarlo mejor ni siquiera ante sí mismo. Después de un acto así, uno sentía que tal vez viviría para siempre y Norbert Keene estaba muy cerca de eso. Iba a cumplir noventa y seis años el 24 de junio y todavía caminaba cinco kilómetros todos los días. Pero ahora se sentía asustado.

—Esos chicos —dijo, mirando por la ventana, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta—. ¿Qué pasa con esos malditos chicos? ¿Con qué se han puesto a jugar ahora?

Egbert Thoroughgood, de noventa y nueve, el que había estado en el «Dólar Soñoliento» mientras Claude Heroux afinaba su hacha para tocar la marcha fúnebre para cuatro hombres, despertó en el mismo instante, se levantó y dejó escapar un grito oxidado que nadie oyó. Había soñado con Claude, pero Claude iba en busca de él. Un momento después de bajar el hacha, Thoroughgood había visto su propia mano cortada enroscándose sobre el mostrador.

Algo anda mal —pensó, a su manera confusa, asustada y temblando en su pijama manchado de orina—. Algo anda horriblemente mal.

Dave Gardener, el que descubrió el cuerpo mutilado de George Denbrough en octubre de 1957, y cuyo hijo descubrió la primera víctima de este nuevo ciclo, a comienzos de la primavera, abrió los ojos a las cinco en punto y pensó, aun antes de mirar el reloj del armario: El reloj de la Gracia no ha tocado la hora. ¿Qué pasa? Sentía un miedo grande, mal definido. Con los años, Dave había prosperado. En 1965 había comprado el Shoeboat, que ya tenía sucursales en la gran galería de Derry y en Bangor. De pronto, todas esas cosas, las cosas a las que había dedicado la vida, parecían estar en peligro. ¿De qué? —gritó ante sí mismo, mirando a su mujer dormida—. ¿De qué? ¿Cómo puedes estar tan inquieto sólo porque ese reloj no ha dado la hora? Pero no hubo respuesta.

Se levantó y fue a la ventana sosteniéndose el pantalón del pijama. El cielo estaba intranquilo, lleno de nubes que llegaban desde el oeste y la inquietud de Dave fue en aumento. Por primera vez en muchísimo tiempo, se descubrió pensando en los alaridos que lo habían hecho salir al porche, veintisiete años antes, para ver esa figura que se retorcía bajo el impermeable amarillo. Miró las nubes que se acercaban y pensó: Todos estamos en peligro. Todos nosotros. Derry.

El comisario Andrew Rademacher, que estaba convencido de haber hecho todo lo posible por resolver la nueva cadena de asesinatos de niños que asolaba a Derry, estaba de pie en el porche de su casa con los pulgares metidos en el cinturón, contemplando las nubes con la misma intranquilidad. Algo se está preparando. Parece que va a llover a cántaros, para empezar. Pero eso no es todo. Se estremeció… y mientras estaba en el porche, oliendo el beicon que su mujer preparaba tras la puerta, las primeras gotas, del tamaño de monedas, oscurecieron la acera frente a su agradable casita de Reynolds Street. En algún lugar del horizonte, desde el parque Bassey, resonó un trueno.

Rademacher volvió a estremecerse.

9

George, 5.01 h.

Bill levantó la cerilla… y soltó un alarido, largo, tembloroso, desesperado.

Era George quien zigzagueaba por el túnel, hacia él. George, aún vestido con su impermeable amarillo salpicado de sangre, con una manga vacía e inútil. Su cara estaba blanca como el queso; sus ojos eran brillante plata. Se fijaron en los de Bill.

—¡Mi barco! —La voz perdida de Georgie se elevó, temblorosa, en el túnel—. ¡No lo encuentro, Bill! Lo he buscado por todas partes y no lo encuentro y ahora estoy muerto y todo es culpa tuya, culpa tuya, culpa tuya…

—¡Ge-Ge-Georgie! —chilló Bill.

Su mente vacilaba, desprendiéndose de sus ataduras.

George avanzó a tropezones, tambaleante, hacia él; su único brazo se elevó hacia Bill, con la mano blanca encogida en una garra. Las uñas estaban sucias y codiciosas.

—Culpa tuya —susurró, muy sonriente. Sus dientes eran colmillos de carnívoro, se abrían y se cerraban lentamente, como los de una trampa para osos—. Tú me hiciste salir y todo… esto… es… culpa… tuya.

—¡N-n-no, Ge-Ge-Georgie! —gritó Bill—. Yo n-n-no sa-sa-sabía…

—¡Te voy a matar! —gritó Georgie.

Una mezcla de ruidos como de perro surgieron de aquella boca dentada: gemidos, aullidos, quejas. Una especie de risa. Bill ya podía sentir el olor, el olor de George en putrefacción. Era olor a sótano, pululante, como de algún monstruo definitivo que acechara en el rincón, todo ojos amarillos, a la espera de destripar algún vientre de niño.

Los colmillos rechinaron. Era como un ruido de bolas de billar entrechocándose. De los ojos comenzó a brotar pus amarillo que chorreó por la cara… y la cerilla se apagó.

Bill sintió que sus amigos desaparecían. Estaban huyendo, por supuesto, lo dejaban solo. Lo aislaban, tal como sus padres lo habían aislado, porque George tenía razón: todo era culpa suya. Pronto sentiría que esa única mano le aferraba la garganta; pronto sentiría que esos colmillos lo desgarraban, y estaría bien. Sería justo. Él había enviado a George a la muerte. Había pasado toda su vida adulta escribiendo sobre el horror de esa traición. Oh, le ponía muchas máscaras, casi tantas como Eso se ponía para ellos, pero el monstruo, en el fondo, era sólo George, que corría con su barquito de papel parafinado. Y había llegado el momento de ajustar cuentas.

—Mereces morir por haberme matado —susurró George.

Ya estaba muy cerca. Bill cerró los ojos.

Una luz amarilla invadió el túnel. Bill abrió los ojos. Richie había encendido una cerilla.

—¡Lucha, Bill! —gritó Richie—. ¡Por el amor de Dios, lucha!

¿Qué haces aquí? Los miró a todos, extrañado. No habían huido, después de todo. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible, después de haber visto lo traidor que él había sido con su propio hermano?

—¡Lucha! —vociferaba Beverly—. ¡Oh, Bill, lucha! ¡Sólo tú puedes hacerlo! Por favor…

George estaba a menos de metro y medio. De pronto sacó la lengua a Bill. Estaba llena de hongos blancos. Bill volvió a aullar.

—¡Mátalo, Bill! —gritó Eddie—. ¡Ése no es tu hermano! ¡Es Eso! ¡Mátalo ahora que es pequeño! ¡Mátalo YA!

George echó un vistazo a Eddie, apartando por un instante sus ojos de plata, y Eddie retrocedió hacia atrás, hasta golpear contra la pared, como si lo hubieran empujado. Bill seguía hipnotizado, mientras su hermano avanzaba hacia él, otra vez George, después de tantos años, George al final tal como había sido George al principio, oh sí, y oía el crujir del impermeable amarillo mientras George acortaba la distancia, oía el tintineo de las hebillas de sus botas de lluvia y olía algo así como hojas mojadas, como si George, por debajo del impermeable, estuviera hecho de ellas, como si los pies, dentro de las botas, fueran pies de hojas, sí, un hombre-hoja, eso era, eso era George, era una cara de globo putrefacta y un cuerpo hecho de hojas muertas, como las que a veces atascan las cloacas después de una inundación.

Vagamente oyó que Beverly chillaba.

(golpea exhausto el poste)

—Bill, por favor, Bill…

(tosco y recto e insiste infausto)

—Buscaremos mi barquito juntos —dijo George. Por las mejillas le caían gruesos hilos de pus amarillo, remedo de lágrimas. Estiró la mano hacia Bill e inclinó la cabeza a un lado apartando los labios de esos colmillos.

(que ha visto a los espectros que ha visto a los espectros QUE HA VISTO)

—Lo encontraremos —dijo George y Bill olió el aliento de Eso y era un olor como a animales reventados en la autopista a medianoche. Al bostezar la boca de George, Bill vio que allí dentro se retorcían cosas—. Todavía está aquí abajo, aquí abajo todo flota, flotaremos, Bill, todos flotaremos.

Su mano se cerró sobre el cuello de Bill.

(QUE HA VISTO A LOS ESPECTROS QUE HEMOS VISTO A LOS ESPECTROS ELLOS NOSOTROS TÚ HAS VISTO A LOS ESPECTROS)

La cara contraída de George se encaminó hacia el cuello de Bill.

—…flotamos.

—¡Castiga, exhausto, el poste tosco y recto! —gritó Bill.

Su voz era más grave, en nada parecida a su voz y Richie, en un recuerdo fugaz, recordó que Bill sólo tartamudeaba cuando hablaba con su propia voz. Cuando fingía ser otro, jamás lo hacía.

El seudoGeorge retrocedió, siseando, y se llevó la mano al rostro, como para protegerse.

—¡Eso es! —gritó Richie, delirante—. ¡Lo tienes, Bill! ¡Dale! ¡Dale!

—¡Castiga, exhausto, el poste tosco y recto e insiste, infausto, que ha visto a los espectros! —tronó Bill, avanzando contra el seudoGeorge—. ¡Tú no eres ningún fantasma! ¡George sabe que yo no deseaba su muerte! ¡Mis padres se equivocaron! ¡Me culparon a mí y eso fue un error! ¿Me oyes?

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