It (Eso) – Stephen King

Mientras estaba subiéndose los pantaloncitos, oyó que unos pasos se acercaban desde el vertedero. Los matorrales sólo le permitieron ver un destello de loneta azul y el cuadriculado de una camisa escolar. Era Patrick. Volvió a agacharse esperando que él pasara rumbo a Kansas Street. Tenía más confianza en esa nueva posición. El escondite era bueno, ya no tenía necesidad de orinar y Patrick estaba perdido en su propio mundo demencial. Cuando el chico desapareciese, ella retrocedería para dirigirse al club de los Perdedores.

Pero Patrick no pasó de largo. Se detuvo en el sendero, casi frente a ella, para mirar la herrumbrada nevera Amana.

Beverly podía observar a Patrick por un resquicio de los matorrales sin demasiado riesgo para sí misma. Ahora que se había aliviado, volvía la curiosidad. Y si Patrick, por casualidad, la descubría, ella estaba segura de correr más deprisa. El muchacho no era tan gordo como Ben, pero sí regordete. Sacó el tirachinas del bolsillo, por si acaso, y puso cinco o seis municiones en el bolsillo de la pechera. Loco o no, un buen disparo a la rodilla lo detendría de inmediato.

Se acordaba muy bien de esa nevera. Las había a montones en el vertedero, pero de pronto se dio cuenta de que era la única que Mandy Fazio no había desarmado, ya arrancándole el cierre con pinzas, ya retirando la puerta por completo.

Patrick comenzó a tatarear y a mecerse delante del viejo artefacto. Beverly sintió que la recorría otro escalofrío. Era como los tipos de las películas de terror, cuando trataban de convocar a un muerto para que saliera de la cripta.

¿Qué se traía entre manos?

Si ella lo hubiera sabido, si hubiera sabido lo que iba a ocurrir cuando Patrick hubiera terminado su rito particular y abriera la puerta enmohecida, habría salido corriendo tan deprisa como pudieran llevarla sus pies.

5

Nadie, ni siquiera Mike Hanlon, tenía la menor idea de lo demente que estaba Patrick Hockstetter, en realidad. Tenía doce años y era hijo de un vendedor de pinturas. Su madre era una católica devota, que moriría de cáncer de mama en 1962, cuatro años después de que Patrick fuera consumido por la oscura entidad que existía en Derry y debajo de ella.

Su coeficiente de inteligencia, aunque bajo, estaba dentro de lo normal; el chico había repetido ya dos cursos: primero y tercero. Ese año estaba asistiendo a las clases de verano para no repetir también quinto. Sus maestros lo tenían por alumno apático (así lo habían anotado varios, en las seis líneas escasas que el boletín de la escuela municipal reservaba para COMENTARIO DEL PROFESOR) y también bastante perturbador (cosa que ninguno anotó, porque sus sensaciones eran demasiado vagas y difusas como para expresarlas en seis líneas, ni siquiera en sesenta). Si hubiera nacido diez años después, algún asesor habría podido derivarlo a un psicólogo infantil, que quizás (o quizás no, puesto que Patrick era mucho más astuto que lo que indicaba su deslucido coeficiente intelectual) habría captado las aterradoras profundidades ocultas tras esa fofa y pálida cara de luna.

Era un sociópata. Tal vez, en ese caluroso julio de 1958, había llegado ya a ser un psicópata completo. No recordaba haber creído nunca que las otras personas, cualquier otra criatura viviente, en realidad, fuesen «reales». Creía ser, por su parte, una criatura auténtica, probablemente la única del universo, pero no estaba seguro de que esa autenticidad lo convirtiese en «real». No tenía, exactamente, la sensación de hacer daño ni la de sufrir daño alguno, como lo demostraba su indiferencia ante el golpe que Henry le había aplicado en la boca, allá en el vertedero. Pero, si bien la realidad era, para él, un concepto sin significado alguno, comprendía a la perfección el concepto de «reglas». Y, aunque todas sus profesoras lo encontraban extraño (tanto la señora Douglas, en quinto curso, cómo la señora Weems, en tercero, estaban enteradas de la existencia de aquella caja llena de moscas y aunque ninguna de las dos ignoraba sus implicaciones, cada una debía luchar con veinte o veintiocho alumnos más, cada uno con sus propios problemas), ninguna tuvo con él problemas serios de disciplina. A veces entregaba los exámenes totalmente en blanco; a veces, con un enorme y decorativo signo de interrogación. La señora Douglas había descubierto también que era mejor mantenerlo lejos de las niñas, porque tenía manos romanas y dedos rusos. Pero era tranquilo, tan tranquilo que, a veces, se lo habría podido tomar por un gran terrón de arcilla, torpemente modelado con forma de niño. Era fácil ignorar a Patrick, quien fracasaba en silencio, cuando una tenía que lidiar con niños como Henry Bowers y Victor Criss, activamente revoltosos e insolentes, capaces de robar el dinero de la merienda o de dañar las instalaciones escolares a la menor oportunidad, o con criaturas como la mal bautizada Elizabeth Taylor, una epiléptica cuyas neuronas funcionaban sólo esporádicamente, a quien había que convencer de que no se recogiera el vestido en el patio para exhibir sus bragas nuevas. En otras palabras, la Escuela Municipal de Derry era el típico carnaval pedagógico, un circo con tantas pistas que el mismo Pennywise habría pasado inadvertido.

Por cierto, ninguna de las maestras (ni sus padres) sospechaban que a los cinco años, Patrick había asesinado a su hermanito, Avery, un bebé.

A Patrick no le había gustado que su madre trajera a Avery del hospital. No le importaba (así pensó en un principio, al menos) que sus padres tuvieran dos hijos, cinco o cincuenta, siempre que los otros no alteraran su propia rutina. Pero descubrió que Avery la alteraba. Las comidas se servían tarde. El bebé lloraba por las noches y lo despertaba. Sus padres parecían estar siempre rondando la cuna; con frecuencia, cuando él trataba de llamarles la atención, le resultaba imposible. Fue una de las pocas veces en su vida en que Patrick se asustó. Se le ocurrió que, si sus padres lo habían traído a él mismo del hospital y él era «real», entonces Avery también podía serlo. Hasta era posible que, cuando Avery pudiera caminar y hablar, llevar al padre el ejemplar del Derry News y entregar a su madre los moldes de hacer pan, ambos decidieran deshacerse totalmente de Patrick. No le daba miedo que quisieran más a Avery (aunque era obvio que lo querían más, efectivamente, y es probable que en ese caso el juicio no lo engañara). Lo que le importaba era que: 1) las reglas habían cambiado o estaban siendo infringidas desde la llegada de Avery; 2) Avery podía ser real, y 3) era posible que lo expulsaran para favorecer a Avery.

Una tarde, a eso de las dos y media, Patrick entró en la habitación de su hermanito, poco después de que el autobús escolar lo dejase en la puerta de la calle, tras recogerlo en el parvulario. Era enero; afuera comenzaba a nevar. Un viento potente ululaba en el parque McCarron, sacudiendo las heladas ventanas del piso alto. La madre dormía en su habitación. Avery había estado inquieto durante toda la noche. Su padre estaba trabajando. El bebé dormía boca abajo, con la cabeza vuelta hacia un lado.

Patrick, inexpresiva su cara de luna, giró la cabeza del bebé hasta apretarle la carita contra la almohada. Avery hizo un ruidito de sofocación y la movió hacia un lado. Patrick observó eso y se quedó pensando, mientras la nieve se fundía en sus botas amarillas y formaba un charco en el suelo. Tal vez pasaron cinco minutos (pensar rápidamente no era la especialidad del chico). Luego volvió a poner la cara de Avery contra la almohada y la sujetó allí por un momento. El bebé se agitó bajo su mano, forcejeando, pero sus forcejeos eran débiles. Patrick lo soltó. Avery volvió a poner la cara de lado, emitió un llantito resoplante y siguió durmiendo. El viento envió una ráfaga, haciendo repiquetear las ventanas. Patrick esperó, por si ese gritito hubiera despertado a su madre. No fue así.

Se sentía invadido por un gran entusiasmo. El mundo se presentaba ante sus ojos con claridad, por primera vez. Su equipo emotivo era gravemente defectuoso y, en esos pocos momentos, experimentó lo que podía sentir una persona totalmente daltónica si, con una inyección, pudiera percibir los colores por un instante… o lo que un drogadicto en el momento en que la droga pone su cerebro en órbita. Aquello era algo nuevo, cuya existencia no había sospechado hasta entonces.

Con mucha suavidad, volvió a poner a Avery de cara contra la almohada. En esa oportunidad, cuando el bebé forcejeó, él no lo dejó en libertad. Apretó la cara con más firmeza contra la almohada. Avery emitió gritos ahogados, y él comprendió que estaba despierto. Tenía la vaga idea de que, si lo soltaba, ese niño podría denunciarlo a su madre. Lo sostuvo. El bebé forcejeó. Patrick siguió apretándole la cabeza contra la almohada. El bebé soltó un flato. Patrick siguió sujetándolo. Al fin no hubo más movimientos. Él lo sujetó por cinco minutos más, sintiendo que el entusiasmo llegaba a su cima y comenzaba a mermar poco a poco; la inyección iba perdiendo efecto, el mundo volvía a ser gris, la droga maduraba en la somnolencia acostumbrada.

Patrick bajó la escalera y se sirvió un vaso de leche, con un plato lleno de galletas. La madre bajó media hora después, diciendo que no lo había oído llegar. Estaba tan cansada… (Ya no te cansarás más, mami —pensó Patrick—; no te preocupes, yo me he encargado de eso). Se sentó junto a él, comió una de sus galletas y le preguntó cómo le había ido en la escuela. Él respondió que bien y le mostró su dibujo de una casa con un árbol. El papel estaba cubierto de garabatos sin sentido, hechos con cera negra y marrón. La madre dijo que estaba muy bonito. Patrick llevaba todos los días los mismos garabatos negros y marrones. A veces decía que eran un pavo; a veces, un árbol de Navidad; a veces, un niño. La madre siempre le decía que estaba muy bonito… aunque, en una parte de sí tan profunda que ella apenas conocía su existencia, se preocupaba. Había algo inquietante en la oscura igualdad de esos grandes garabatos negros y marrones.

No descubrió la muerte de Avery hasta cerca de las cinco. Hasta entonces había supuesto, simplemente, que el bebé estaba durmiendo una siesta muy larga. Por entonces, Patrick estaba viendo los dibujos animados en el pequeño televisor, y siguió viendo la televisión durante todo el alboroto que se produjo a continuación. Estaban dando Helicóptero de rescate cuando llegó la señora Henley desde la casa vecina (su madre tenía el cadáver del bebé ante la puerta abierta de la cocina, gritando a todo pulmón, con la ciega esperanza de que el aire frío lo reviviera; Patrick tuvo frío y sacó un suéter del armario). Había empezado Patrulla de caminos, su favorita, cuando el señor Hockstetter volvió del trabajo. Cuando llegó el médico acababa de empezar Dimensión desconocida. «¿Quién sabe qué extrañas cosas puede contener este universo?», especulaba Truman Bradley, mientras la madre de Patrick chillaba y se debatía entre los brazos de su esposo, en la cocina. El médico observó la profunda calma de Patrick, su mirada sin interrogantes, y supuso que estaba en estado de shock. Quiso que tomara una píldora. A Patrick no le importó.

Diagnosticaron una muerte por asfixia accidental. En años posteriores, esa fatalidad hubiera despertado dudas, pues se desviaba del síndrome observado habitualmente en las muertes infantiles. Pero, cuando ocurrió, la muerte fue registrada y el bebé sepultado. Patrick se sintió gratificado al comprobar que las cosas volvían al orden y sus comidas llegaban nuevamente en hora.

En la locura de aquella tarde y la noche siguiente (gente que entraba y salía, portazos, las luces de la ambulancia en la pared, los gritos de la señora Hockstetter, que se negaba a dejarse consolar) sólo el padre de Patrick estuvo a punto de descubrir la verdad. Estaba de pie junto a la cuna vacía, unos veinte minutos después de retirado el cadáver; simplemente estaba allí, sin poder convencerse de que hubiera ocurrido todo eso. Al mirar hacia abajo, vio un par de huellas en el suelo de madera. Habían sido dejadas por la nieve que se fundió de las botas amarillas de Patrick. Al mirarlas, un pensamiento horrible se elevó por un instante en su cerebro, como gas venenoso de un profundo pozo de mina. Su mano subió lentamente hasta su boca, mientras los ojos se agrandaban. En su mente comenzó a formarse una imagen. Antes de que pudiera cobrar nitidez, él abandonó el cuarto, cerrando la puerta tras de sí, con tanta fuerza que se astilló el marco.

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