It (Eso) – Stephen King

Eddie se puso el inhalador en la boca y, como un suicida, apretó el gatillo. Una nube de horrible gusto a regaliz se abrió camino, hirviendo, por su garganta. Eddie respiró profundamente. Sintió que se volvían a abrir canales ya casi cerrados. Se alivió la presión en su pecho. Y súbitamente volvió a oír en su mente, voces espectrales.

—¿No recibió la nota que le envié?

—La recibí, señora Kaspbrak, pero…

—Bueno, por si no sabe leer, entrenador, permítame que se lo diga personalmente. ¿Me escucha?

—Señora Kaspbrak…

—Muy bien. Aquí va, con toda claridad. ¿Listo? Mi Eddie no puede asistir a las clases de educación física. Repito: NO PUEDE dar educación física. Eddie es muy delicado. Si corre o salta…

—Señora Kaspbrak, en los archivos de mi oficina tengo los resultados del último examen físico de Eddie. Así lo exige el Estado. Dice que Eddie es algo pequeño para su edad, pero absolutamente normal en todo lo demás. Por eso llamé a su médico de cabecera, sólo para asegurarme, y él me confirmo…

—¿Me está tratando de mentirosa, entrenador Black? ¿Es eso lo que quiere decir? ¡Bueno, aquí lo tiene! Aquí está Eddie, a mi lado. ¿Oye cómo respira? ¿LO OYE?

—Mamá…, por favor… estoy bien…

—Eddie, parece mentira. Te he enseñado mejores modales. No interrumpas a los mayores.

—Lo oigo, señora Kaspbrak, pero…

—¿De veras? ¡Bien! ¡Pensé que era sordo! Parece un camión subiendo una cuesta en primera, ¿no? Y si eso no es asma…

—Mamá, no me…

—Calla, Eddie, no vuelvas a interrumpirme. Si eso no es asma, entrenador Black, yo soy la reina Isabel.

—Señora Kaspbrak, cuando Eddie asiste a las clases de educación física, con frecuencia se le ve muy feliz y contento. Le encantan los deportes y corre a bastante velocidad. En mi conversación con el doctor Baynes surgió la palabra psicosomático. Quizá usted no haya tenido en cuenta la posibilidad de que…

¿… de que mi hijo esté loco? ¿Es eso lo que trata de decir? ¿TRATA DE DECIR QUE MI HIJO ESTÁ LOCO?

—No, pero…

—Es delicado.

—Señora Kaspbrak…

—Mi hijo es muy delicado.

—Señora Kaspbrak, el doctor Baynes confirmó que no ha hallado nada en absoluto…

… en la parte física —concluyó Eddie.

El recuerdo de aquel humillante enfrentamiento, su madre aullando ante el entrenador en el gimnasio de la escuela primaria de Derry, mientras él jadeaba y se ruborizaba a su lado, y los otros chicos se agrupaban en derredor de un cesto para mirar, había vuelto a él esa noche, por primera vez en muchos años. Tampoco era el único recuerdo que la llamada de Mike Hanlon le devolvería, sin duda. Sentía que muchos otros, igualmente malos o aun peores, se amontonaban y pujaban como compradores en una liquidación. Pero pronto cedería el amontonamiento y entrarían todos. De eso estaba bien seguro. ¿Y qué encontrarían a la venta? ¿Su cordura? Tal vez, a mitad de precio, «estropeada por humo y agua». «Liquidamos todo».

—… nada en absoluto en la parte física —repitió. Aspiró profundamente, estremecido, y se guardó el inhalador en el bolsillo.

—Eddie —suplicó Myra—, por favor, ¡dime de qué se trata!

Los surcos de lágrimas le brillaban en las mejillas regordetas. Sus manos se retorcían incansablemente, como un par de rosados y lampiños animales al jugar. Cierta vez, poco antes de proponerle casamiento, Eddie había tomado la fotografía de Myra para ponerla junto a la de su madre, fallecida de un ataque al corazón a la edad de sesenta y cuatro años. En el momento de su muerte, la madre de Eddie pesaba ya más de ciento ochenta kilos; ciento ochenta y uno y medio, exactamente. Por entonces se había convertido casi en un monstruo. Su cuerpo parecía hecho de tetas, panza y trasero, todo coronado por su cara macilenta, perpetuamente horrorizada. Pero la fotografía que puso junto a la de Myra había sido tomada en 1944, dos años antes del nacimiento de Eddie (Eras un bebé muy enfermizo —susurró la mamá espectral a su oído—. Muchas veces perdimos las esperanzas de que vivieras. En 1944 su madre era aún relativamente esbelta, con sus ochenta y un kilos.

Había hecho esa comparación, era de suponer, en un esfuerzo desesperado por no cometer un incesto psicológico. Miró la foto de su madre, la de Myra, nuevamente la de su madre.

Podrían haber pasado por hermanas. A tal punto llegaba el parecido.

Eddie contempló las dos fotografías, casi idénticas, y se prometió que no cometería esa locura. Sabía que los muchachos, en el trabajo, ya estaban haciendo bromas sobre Mr. Alfeñique y su esposa, pero ellos ignoraban lo peor. Tratándose de bromas y burlas, podía aceptarlas, pero ¿quería convertirse en el payaso de semejante circo freudiano? Ciertamente, no. Rompería con Myra. Lo haría con suavidad, porque ella era muy dulce, y tenía aún menos experiencia con los hombres que él con las mujeres. Y después, cuando ella hubiera desaparecido, por fin, tras el horizonte de su vida, quizá podría tomar esas lecciones de tenis en las que pensaba desde hacía tanto tiempo.

(… cuando Eddie viene a las clases de educación física, con frecuencia se le ve muy feliz y contento…)

O hacerse socio para nadar en la piscina del Plaza

(… le encantan los deportes…)

para no mencionar el gimnasio que acaban de inaugurar en la Tercera Avenida, al otro lado del garaje…

(Eddie corre rápido, corre bastante rápido cuando usted no está, corre bastante rápido cuando no hay nadie que le recuerde lo delicado que es y veo en su cara, señora Kaspbrak, que él sabe, aún con sólo nueve años, sabe, que el favor más grande que podría hacerse seria correr rápido para alejarse de usted, déjelo ir, señora Kaspbrak, déjelo CORRER…)

Pero al final se había casado con Myra. Al final, las viejas costumbres habían resultado demasiado fuertes. El hogar es el sitio donde, cuando tienes que volver, están obligados a encadenarte. Oh, habría podido castigar a garrotazos al fantasma de su madre. Habría sido difícil, pero estaba seguro de poder hacerlo, si con eso hubiera bastado. Fue la misma Myra quien acabó por inclinar la balanza del lado opuesto al de la independencia. Myra lo había condenado con solicitud, lo había inmovilizado con su preocupación, lo había encadenado con su dulzura. Myra, como su madre, había captado la verdad definitiva y fatal de su carácter: Eddie era delicado porque algunas veces sospechaba que no era delicado en absoluto. Eddie necesitaba que lo protegieran de sus propios oscuros atisbos de posible valentía.

En días de lluvia, Myra siempre sacaba sus botas de goma de la bolsa de plástico y las ponía junto al perchero ante la puerta. Todas las mañanas, junto a su plato de tostadas integrales sin mantequilla, había un bol cuyo contenido, a primera vista, podía pasar por cereal multicolor para niños; mirando mejor, uno habría descubierto todo un catálogo de vitaminas, la mayor parte de las cuales iban en el bolso de Eddie. Myra, como mamá, comprendía y eso no había dejado ninguna alternativa. Siendo joven y soltero, había abandonado tres veces a su madre; sólo para regresar otras tres veces. Más adelante, pasados cuatro años de la muerte de su madre (había fallecido en su apartamento, bloqueando la puerta de entrada a tal punto que los de la ambulancia, llamados por los vecinos al oír el monstruoso golpe provocado por la caída, tuvieron que entrar por la puerta de servicio, cerrada con llave), Eddie volvió al hogar por cuarta y última vez. Al menos, él creyó entonces que era la última —a casa con la tartana; a casa, a casa con Myra la marrana—. Era una marrana, en verdad, pero una marrana dulce, y él la amaba; por eso, al fin de cuentas, no tuvo la menor oportunidad. Ella lo había atraído con esa fatal, hipnótica mirada viperina de la comprensión.

Al hogar otra vez, para siempre, había pensado por entonces.

«Pero tal vez me equivoqué —pensó—. Tal vez éste no es el hogar ni nunca lo fue. Tal vez el hogar está adonde debo ir esta noche. El hogar es el sitio donde, cuando vas, tienes que enfrentarte finalmente a eso escondido en la oscuridad».

Se estremeció irremediablemente, como si hubiera salido sin las botas de goma y estuviera resfriado.

—¡Por favor, Eddie!

Estaba llorando otra vez. Las lágrimas eran su última defensa, tal como habían sido siempre las de su madre; el arma suave que paraliza, que convierte la bondad y la ternura en grietas fatídicas abiertas en la armadura de uno.

De cualquier modo, él nunca había llevado mucho blindaje, las armaduras no parecían sentarle bien.

Las lágrimas habían sido más que una defensa para su madre, habían sido un arma. Myra rara vez usaba las suyas con tanto cinismo, pero, con o sin cinismo, Eddie comprendió que, en ese momento, intentaba usarlas de ese modo… y lo estaba logrando.

No debía permitírselo. Sería demasiado fácil pensar en lo solitario que se sentiría en aquel tren disparado hacia el norte, rumbo a Boston, en la oscuridad, con la maleta sobre la cabeza, un bolso lleno de medicamentos entre los pies y el miedo aposentado sobre su pecho como una cataplasma rancia. Demasiado fácil permitir que Myra lo llevara a la planta alta y le hiciera el amor con aspirinas y friegas de alcohol. Y lo pusiera en la cama, donde podían o no hacer un tipo de amor más franco.

Pero él había hecho una promesa. Una promesa.

—Escúchame, Myra —dijo, dando a su voz un tono deliberadamente seco, objetivo.

Ella lo miró con sus ojos húmedos, desnudos, aterrorizados.

Eddie pensó en tratar de explicárselo, dentro de lo posible. Le hablaría de Mike Hanlon, que lo había llamado para decirle que todo volvía a empezar, y que sí, creía que los otros irían en su mayoría.

Pero lo que le salió de la boca fue algo mucho más cuerdo:

—A primera hora de la mañana, ve a la oficina. Habla con Phil. Dile que tuve que irme y que tú llevarás a Pacino…

—¡Pero, Eddie, no puedo! —gimió ella—. ¡Es una gran estrella! Si me pierdo, me gritará, lo sé, me gritará. Todos gritan cuando el chófer se pierde… y yo… voy a llorar… podría producirse un accidente… es probable que sí… Eddie, Eddie, tienes que quedarte…

—¡Por el amor de Dios, basta ya!

Ella retrocedió, herida. Eddie apretaba con fuerza su inhalador, pero no pensaba usarlo. Ante ella, sería una debilidad, algo que podía usar en su contra. Dios bendito, si estás allí, por favor, créeme si te digo que no quiero hacer sufrir a Myra. No quiero lastimarla, no quiero causarle el menor dolor. Pero lo prometí, todos lo prometimos, hicimos un juramento de sangre. Por favor, ayúdame, Dios mío, porque tengo que hacerlo.

—Detesto que me grites, Eddie —susurró ella.

—Y yo detesto gritarte, Myra.

Ella hizo una mueca de dolor. Ahí está, Eddie. La hiciste sufrir otra vez. ¿Por qué no la arrastras por el cuarto un par de veces? Eso sería más bondadoso. Y más rápido.

De pronto (tal vez la idea de arrastrar a alguien por el suelo es lo que dio origen a la imagen) vio la cara de Henry Bowers. Era la primera vez en años que se acordaba de Henry Bowers, y eso no ayudó en absoluto a devolverle su paz espiritual.

Cerró los ojos por un instante. Luego los abrió y dijo:

—No te vas a perder. Y él no te va a gritar. El señor Pacino es muy amable y comprensivo.

Nunca en su vida había servido de chófer a Pacino, pero se contentó con saber que, al menos, la ley de las probabilidades estaba de su parte. Según el mito popular, la mayor parte de las celebridades era insoportable, pero Eddie, después de haber llevado a muchas de ellas, sabía que eso no era verdad.

Existían excepciones a esa regla, por supuesto, y en casi todos los casos esas excepciones eran verdaderos monstruos. Sólo cabía rezar, con fervor, por el bien de Myra, que Pacino no fuera de ésos.

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