It (Eso) – Stephen King

En su mente, un susurro tenebroso graznó: Te cobraré sólo diez centavos.

Eddie se estremeció y trató de imitar esa voz, junto con la súbita imagen que despertaba en su mente: la casa de Neibolt Street, con su jardín delantero lleno de hierbas; a un lado, gigantescos girasoles cabeceando en el patio descuidado.

—Por supuesto, Gran Bill —dijo Richie—. ¿De qué se trata?

Bill abrió la boca (más aflicción para Eddie), la cerró (bendito alivio para Eddie) y volvió a abrirla (aflicción renovada).

—S-s-si o-os r-r-reís, n-n-no v-volveré a jun-juntarme c-c-con esta pandilla —dijo Bill—. P-p-parece c-c-cosa de lo-lo-locos, pero os juro que no es m-m-mentira.

—No vamos a reír —aseguró Ben. Miró a los otros—. ¿Verdad?

Stan sacudió la cabeza. Richie hizo lo mismo.

Eddie quería decir: Sí que vamos a reír, Billy. Nos reiremos hasta que se nos caiga la cabeza y diremos que eres estúpido ¿Por qué no te callas? Pero no lo dijo, por supuesto. Después de todo, era el Gran Bill. Sacudió la cabeza, angustiado. No, no reiría. Nunca en su vida había tenido menos ganas de reír.

Allí sentados, por encima de la represa que Ben les había enseñado a construir, pasearon la vista entre la cara de Bill y el estanque, cada vez más amplio, y el pantano que también se extendía más allá, para volver a la cara de Bill, escuchando, en silencio. Él les contó lo que le había pasado al abrir el álbum de fotografías de George: que el George de la fotografía escolar había girado la cabeza para guiñarle un ojo, que el libro había sangrado al arrojarlo él al otro lado de la habitación. Fue un relato largo y penoso. Cuando Bill terminó, estaba enrojecido y sudando. Eddie nunca le había oído tartamudear tanto.

Pero al fin la historia quedó contada. Bill los miró sucesivamente, a un tiempo temeroso y desafiante. Eddie vio una expresión idéntica en las caras de Ben, Richie y Stan. Era de miedo solemne y respetuoso, sin el menor tinte de incredulidad. Entonces sintió el impulso de levantarse bruscamente gritando: ¡Tonterías! ¡Quién va a creer semejante idiotez! Y aunque tú la creas, no pensarás que nosotros nos la tragamos, ¿no? ¡Las fotografías no guiñan el ojo! ¡Los álbumes no sangran! ¡Estás más loco que una cabra, Gran Bill!

Pero no podía hacerlo porque ese miedo solemne estaba también en su cara. No podía verlo, pero lo sentía.

Vuelve, chico —susurró aquella voz áspera—: Te la chuparé gratis. ¡Vuelve!

No —gimió Eddie—. Vete, por favor. No quiero pensar en eso.

Vuelve, chico.

Y entonces Eddie vio algo más. En la cara de Richie no (al menos, le pareció que no), pero en la de Stan y la de Ben sí, seguro. Comprendió que había algo más; lo comprendió porque sentía la misma expresión en su propia cara.

La identificación de algo conocido.

Te la chuparé gratis.

La casa de Neibolt Street, número 29, estaba situada ante los ferrocarriles de Derry. Era vieja y tenía las aberturas cerradas con tablas. Su porche se iba hundiendo poco a poco en la tierra. Su jardín era un montón de hierbas crecidas. En esas hierbas crecidas había un viejo triciclo, enmohecido y tumbado, con una rueda asomada en ángulo.

Pero en el lado izquierdo del porche había un enorme sector desnudo y allí se veían las sucias ventanas del sótano abiertas en los derruidos cimientos de la casa. En una de esas ventanas, Eddie Kaspbrak había visto por primera vez la cara del leproso, seis semanas antes.

6

Los sábados, si Eddie no tenía con quien jugar, solía bajar a los ferrocarriles, sin motivo alguno; simplemente, le gustaba estar allí.

Salía en su bicicleta por Witcham Street y luego cortaba hacia el noroeste, por la carretera 2. La escuela religiosa de Neibolt Street estaba emplazada en la esquina de Neibolt con la carretera 2. Era un edificio de madera, desvencijado pero limpio, con una gran cruz arriba y las palabras DEJAD QUE LOS NIÑOS VENGAN A MÍ, escritas sobre la puerta principal con letras doradas de sesenta centímetros. A veces, los sábados, Eddie oía allí dentro música y canciones. Era música evangélica, pero el que tocaba el piano lo hacía más como Jerry Lee Lewis que como un pianista de iglesia. Tampoco las canciones sonaban muy religiosas a los oídos de Eddie, aunque se hablaba mucho de «la bella Sión» y de «lavarse en la sangre del cordero» y de qué gran amigo teníamos en Jesús. Pero los que cantaban parecían estar divirtiéndose mucho para que fueran cantos sacros, a su modo de ver. De cualquier modo, aquello le gustaba tanto como Jerry Lee Lewis cuando hablaba de sacudir el esqueleto. A veces se detenía por un rato en la acera de enfrente con la bicicleta apoyada contra un árbol, y fingía leer en el césped, aunque en realidad se movía al compás de la música.

Otros sábados, la iglesia estaba cerrada y en silencio. Entonces él continuaba hacia los ferrocarriles sin detenerse, hasta donde Neibolt terminaba en un aparcamiento lleno de hierbas crecidas en las grietas del asfalto. Allí apoyaba la bicicleta contra la cerca de madera y se quedaba contemplando el ir y venir de los trenes. Pasaban muchos en sábado. La madre le había dicho que, en los viejos tiempos, se podía tomar un tren de pasajeros en ese lugar que entonces era la estación de Neibolt. Pero los trenes de pasajeros habían dejado de pasar al iniciarse la guerra de Corea.

Pero por Derry seguían pasando los grandes trenes de mercancías. Se dirigían hacia el sur cargados de papel, fibra de madera y patatas, o hacia el norte, con productos manufacturados para esas ciudades que la gente de Maine solía llamar «las grandes del norte». A Eddie le gustaba, sobre todo, contemplar los vagones que pasaban cargados de coches; relucientes Ford y Chevrolet. Algún día tendré un coche como ésos —se prometía—. Como ésos o todavía mejor. ¡Hasta un Cadillac!

Había, en total, seis vías, que entraban en la estación como telas de araña tendidas hacia el centro: Bangor y las grandes líneas del norte por un lado, las del sur y Maine del oeste, las de Boston y Maine desde el sur y las de la costa, procedentes del este.

Un día, dos años antes, mientras Eddie contemplaba el paso de un tren por las vías de la costa, un ferroviario borracho le había arrojado un cajón desde un tren que pasaba a poca velocidad. Eddie lo esquivó y se echó hacia atrás aunque el embalaje aterrizó entre las cenizas, a tres metros de distancia. Estaba lleno de cosas, de cosas vivas que repiqueteaban y se movían.

—¡Ultima vuelta, chico! —gritó el ferroviario borracho. Sacó una botella achatada del bolsillo trasero y bebió. Después lo estrelló junto a las vías y gritó, señalando el cajón—: ¡Llévale eso a tu mamá! ¡Cortesía de esta maldita Línea de la Costa que nos deja en la calle!

Mientras decía esas últimas palabras, se tambaleó, ya que el tren iba cobrando velocidad. Por un momento, Eddie pensó que iba a caerse.

Cuando el tren desapareció, Eddie se acercó a la caja y se inclinó cautelosamente hacia ella con miedo de acercarse mucho. Lo que había dentro se arrastraba, tembloroso. Si el ferroviario hubiera dicho que eran para él, Eddie habría dejado todo allí. Pero el hombre le había dicho que se las llevase a su madre. Y Eddie, como Ben, saltaba en cuanto se mencionaba a su madre.

Cogió un trozo de cuerda de un depósito vacío y ató el cajón al cesto de su bicicleta.

Su madre estudió el contenido con más desconfianza que él y lanzó un alarido… pero más de placer que de terror. En el cajón había cuatro grandes langostas con las pinzas abiertas con cuñas. Ella las preparó como cena y se enfurruñó mucho porque Eddie no quiso probarlas.

—¿Qué crees que comen los Rockefeller esta noche en Bar Harbor? —preguntó, indignada—. ¿Qué crees que cenan los ricachos de Nueva York? ¿Bocadillos de mermelada y mantequilla de cacahuete? ¡Comen langosta, Eddie, igual que nosotros! Y ahora anda, prueba.

Pero Eddie no quería. Al menos, eso era lo que su madre decía. Tal vez era verdad, pero por dentro él hubiera dicho que no podía. No dejaba de pensar en los movimientos dentro del cajón y en los repiqueteos de las pinzas. Ella siguió diciéndole que eran un bocado estupendo y que él estaba perdiéndose algo riquísimo hasta que el chico, jadeando, tuvo que usar su inhalador. Entonces, lo dejó en paz.

Eddie se retiró a su cuarto para leer. Su madre llamó a Eleanor Dunton, una amiga. Eleanor fue de visita y las dos se dedicaron a leer fotonovelas viejas y revistas de cotilleos, riendo como chiquillas y atiborrándose de ensalada de langosta. A la mañana siguiente, cuando Eddie se levantó para ir a la escuela, su madre aún roncaba en su cama, dejando escapar frecuentes pedos que sonaban como largas y suaves notas de trompeta (estaba «tirándose unos buenos», habría dicho Richie). En la ensaladera sólo quedaban algunas manchitas de mayonesa.

Aquél fue el último tren de la Southern Seacoast que Eddie vio en su vida. Más adelante, al encontrarse con el señor Braddock, jefe de la estación de Derry, le preguntó qué había pasado.

—Quebró la compañía —dijo el señor Braddock—. Eso es todo. ¿No lees los diarios? Está pasando lo mismo en todo el maldito país. Y ahora vete de aquí. Éste no es lugar para niños.

A partir de entonces, Eddie caminaba a veces por la vía número cuatro, que había sido la de la línea costera, escuchando a un locutor mental que cantaba nombres dentro de su cabeza, desenrollándose con monótona y encantadora entonación del Este. Esos nombres, esos nombres mágicos: Camden, Rockland, Bar Harbor (pronunciado Baa Haabaa), Wascasset, Bath, Portland, Ogunquit, Berwick; caminaba por la vía cuatro, hacia el este, hasta cansarse, hasta que las hierbas crecidas entre las traviesas lo entristecían. Una vez levantó la mirada y vio gaviotas (probablemente sólo gaviotas de vertedero, a las que importaba un bledo no ver jamás el océano, pero a él no se le había ocurrido pensarlo) que giraban y graznaban allá arriba. El sonido de esas voces lo hizo sollozar.

En alguna época había existido una verja de entrada a los patios de maniobras, pero había volado en una tormenta sin que nadie se molestara en reemplazarla. Eddie iba y venía a voluntad, aunque el señor Braddock lo sacaba a patadas cuando lo veía (igual que a los otros chicos). Había, a veces, camioneros que lo perseguían a uno (pero no muy lejos), pensando que uno andaba por allí con ideas de robarse algo… y a veces, así era.

Pero el sitio, en general, era tranquilo. Había una caseta de guardia, pero estaba desierta, con los vidrios de las ventanas rotos a pedradas. Desde 1950, más o menos, no existía ningún servicio de seguridad permanente. El señor Braddock ahuyentaba a los niños durante el día y, por las noches, un sereno pasaba cuatro o cinco veces, con un viejo Studebaker que llevaba un potente reflector instalado junto al radiador. Eso era todo.

Sin embargo, a veces había vagabundos y malvivientes. Si algo asustaba a Eddie de la zona, eran ellos: esos hombres de mejillas sin afeitar, piel resquebrajada y ampollas en las manos y en los labios. Pasaban un tiempo viajando por los rieles; luego bajaban para quedarse en Derry hasta que subían a otro tren y se iban a otra parte. A veces les faltaban dedos. Habitualmente estaban borrachos y le preguntaban a uno si tenía cigarrillos.

Un día, uno de esos tipos había salido a rastras de debajo del porche de la casa, en el 29 de Neibolt, para ofrecer a Eddie «chupársela por veinticinco centavos». Eddie retrocedió, con la piel hecha hielo y la boca seca como naftalina. Tenía carcomida una de las aletas de la nariz. Se veía directamente ese canal rojo y escamoso.

—No tengo veinticinco centavos —dijo Eddie, retrocediendo hacia su bicicleta.

—Te lo hago por diez —graznó el vagabundo, avanzando hacia él.

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