It (Eso) – Stephen King

Frase de la que Richie nunca había pedido traducción.

Su padre era neutral con respecto al rock and roll, a él quizás, habría podido convencerlo, pero en el fondo Richie sabía que se impondrían los deseos de su madre, al menos, hasta que él tuviese dieciséis o diecisiete años. Y por entonces, según la firme convicción de su madre, la manía del rock habría quedado atrás.

Richie estaba seguro de que Danny y los Juniors tenían más razón que su madre al respecto: el rock and roll no moriría jamás. Por una parte, lo adoraba, aunque sus fuentes eran sólo dos: Bandas de América por el canal 7, por la tarde, y la WMEX de Boston por la noche, cuando el éter se aligeraba y la voz ronca, entusiasta, de Arnie Ginsberg ondulaba como la voz de un espíritu convocado en una sesión de espiritismo.

El ritmo no se limitaba a hacerle feliz: le hacía sentir más grande, más fuerte, más presente. Cuando Frankie Ford cantaba Sea Cruise o Eddie Cochran Summertime Blues, Richie se sentía realmente transportado de alegría. En esa música había potencia, una potencia que parecía pertenecer, por derecho propio, a todos los chicos flacuchos, gordos, feos, tímidos…, los perdedores del mundo. Se percibía en él un voltaje loco, frenético, que podía matar y exaltar. Idolatraba a Fats Domino (junto a quien el mismo Ben Hanscom parecía delgadito) y a Buddy Holly, que llevaba gafas como él mismo, y a Screaming Jay Hawkins, que en sus conciertos salía de un ataúd (así le habían contado), y a los Dovells, que bailaban tan bien como si fuesen negros.

Bueno, casi tan bien.

Algún día escucharía todo el rock and roll que se le antojase; estaba seguro de que el rock estaría esperándole cuando su madre cediese por fin. Pero eso no sucedería el 28 de marzo de 1958… ni en el 1959, ni…

Sus ojos se habían apartado vagamente de la marquesina y…, bueno…, seguramente se había quedado dormido. Era la única explicación que tenía sentido. Lo que ocurrió a continuación sólo ocurría en los sueños.

Y allí estaba otra vez Richie Tozier, después de haber conseguido todo el rock and roll que había deseado… y de descubrir, por suerte, que aún no le bastaba. Sus ojos subieron a la marquesina del Centro Municipal y leyeron, con un detestable don para encontrar lo no buscado, en las mismas letras azules:

14 de junio

¡HEAVY-METAL-MANÍA!

JUDAS PRIEST

IRON MAIDEN

ENTRADAS AQUÍ Y EN

TAQUILLAS AUTORIZADAS

En algún momento descartaron aquello del «sano entretenimiento», pero a mi modo de ver es la única diferencia, pensó Richie.

Y oyó a Danny y los Juniors, opacos y distantes, como voces oídas por un largo pasillo, surgidas de una radio barata: El rock and roll nunca morirá. Me lo tragaré hasta el final… Pasará a la historia. Espera y lo verás.

Richie volvió a mirar a Paul Bunyan, santo patrono de Derry, que había surgido a la existencia, según decían, porque allí se recogían los troncos cuando venían río abajo. En otros tiempos, llegada la primavera, tanto el Penobscot como el Kenduskeag estaban atestados de troncos, de un lado a otro, centelleantes las cortezas negras a la luz del sol. Si uno tenía los pies veloces, podía caminar desde la Manzana del Infierno hasta la taberna de Ramper, en Brewster (un lugar de tan mala reputación que se la llamaba «El cántaro de sangre») sin mojarse las botas más allá del tercer cruce de los cordones. Al menos, así se decía en los tiempos en que Richie era niño, y tal vez había un poco de Paul Bunyan en todos esos cuentos.

Oh, viejo Paul —pensó, mirando la estatua de plástico—. ¿En qué has andado desde que me fui? ¿Has hecho algún río nuevo al volver a casa cansado, arrastrando el hacha detrás de ti? ¿Has fabricado algún lago para meterte en el agua hasta el cuello? ¿Has asustado a algún chiquillo como me asustaste a mí, aquel día?

Ah, de pronto lo recordaba todo, así como se recuerda la palabra que uno tenía en la punta de la lengua.

Había estado sentado allí, bajo la madura luz de marzo, algo adormecido, pensando en volver a su casa para ver la última media hora de Bandas de América y de pronto recibió en la cara un golpe de aire caliente que le apartó el pelo de la frente. Cuando levantó la vista se encontró con la enorme cara plástica de Paul Bunyan frente a la suya, más grande que en una pantalla de cine: lo llenaba todo. El golpe de aire había sido causado por Paul al agacharse…, aunque ya no se parecía a Paul. La frente se había vuelto estrecha y ruda; de la nariz, roja como la de un borracho habitual, surgían mechones de pelo duro; sus ojos estaban inyectados en sangre y uno bizqueaba un poco.

El hacha ya no descansaba sobre su hombro. Paul estaba reclinado sobre su mango y la punta roma de la cabeza había cavado una trinchera en el cemento de la acera. Aún sonreía, pero su gesto no tenía ya nada de alegre. De entre sus gigantescos dientes amarillos surgía un olor como el de animalitos pudriéndose entre zarzas calientes…

—Te voy a comer —dijo el gigante, en voz baja y resonante. Era un ruido de piedras cayendo, unas sobre otras, durante un terremoto—. Si no me devuelves mi gallina, mi arpa y mis bolsas de oro, te voy a comer bien comido.

El aliento de esas palabras hizo que la camisa de Richie flameara como una vela en un huracán. Se encogió contra el banco, muy abiertos los ojos, el pelo erizado como plumas, envuelto en una ola de hedor a carroña.

El gigante empezó a reír. Apoyó las manos en el mango del hacha, como un jugador de béisbol lo habría hecho con su bate y la arrancó del agujero que había hecho en la acera. El hacha empezó a elevarse en el aire con un susurro grave, mortal. De pronto, Richie comprendió que el gigante tenía intenciones de partirlo por la mitad.

Pero sintió que no podía moverse; le invadía una especie de apatía. ¿Qué importaba? Se había adormecido; aquello era un sueño. En cualquier momento, algún automovilista haría sonar la bocina y él despertaría.

—Eso es —había tronado el gigante—: ¡Despertarás en el infierno!

Y en el último instante, cuando el hacha llegaba a lo más alto y quedaba allí, en equilibrio, Richie comprendió que no se trataba de un sueño. En todo caso, era un sueño que podía matar.

Tratando de gritar, pero sin poder emitir sonido alguno, rodó desde el banco a la grava que rodeaba la estatua, aunque ahora sólo quedaba de ella una base con dos enormes tornillos de acero, allí donde habían estado los pies. El sonido del hacha colmó el mundo con su insistente susurro. La sonrisa del gigante se había convertido en una mueca asesina. Sus labios descubrían las encías de plástico rojo, odiosamente rojo, reluciente.

La hoja del hacha golpeó el banco allí donde había estado Richie un momento antes. El borde era tan afilado que casi no se la oyó, pero el banco quedó instantáneamente partido en dos. Ambas mitades se separaron y cayeron a los lados; dentro de la pintura vede, la madera tenía un color blanco enfermizo.

Richie estaba de espaldas. Siempre tratando de gritar, se arrastró hacia atrás con los talones. La grava se le metió por el cuello de la camisa y el fondillo de los pantalones. Y allí estaba Paul, muy erguido ante él, mirándolo con ojos del tamaño de túneles. Allí estaba Paul, mirando al niñito que se acurrucaba contra la grava.

El gigante dio un paso hacia él. Richie sintió que la tierra se estremecía al golpe de la bota negra. La grava se levantó en una nube.

Richie rodó hasta quedar boca abajo y se levantó, tambaleante. Sus piernas intentaron correr antes de que hubiese recobrado el equilibrio y volvió a caer de plano sobre el vientre. Oyó el aliento que abandonaba sus pulmones en un soplo. El pelo le cayó sobre los ojos. El tráfico seguía corriendo por las calles Main y Canal, como todos los días, como si nada pasara, como si nadie, en esos coches, se diese cuenta de que Paul Bunyan había cobrado vida y bajado de su pedestal a fin de cometer un asesinato con un hacha que parecía una rulot.

Se borró la luz del sol. Richie yacía en un parche de sombra que tenía la silueta de un hombre.

Se arrastró de rodillas, estuvo a punto de caer de lado, logró levantarse y echó a correr. Corrió con las rodillas casi tocando el pecho y los codos sacudidos como pistones. Detrás de él se oía otra vez ese susurro espantoso, persistente, que no parecía sonido, en realidad, sino una presión sobre la piel, contra los tímpanos: suiiippp

La tierra tembló. Los dientes de Richie se entrechocaron como platos en un terremoto. Richie no necesitaba volverse a mirar para saber que el hacha de Paul se había enterrado hasta el mango en la acera, a centímetros de sus pies.

Enloquecido, en su mente, oyó cantar a los Dovells: Oh the kids in Bristol are sharp as a pistol when they do the Bristol Stomp…

Salió de la sombra a la luz, nuevamente, y entonces empezó a reír. Era la misma risa exhausta que la había surgido al huir por las escaleras de la tienda. Jadeante, con esa punzada ardiente otra vez en el costado, se arriesgó, por fin, a mirar sobre el hombro.

Allá estaba la estatua de Paul Bunyan, de pie en su pedestal, como siempre, con el hacha al hombro y la cabeza levantada hacia el firmamento, con los labios entreabiertos en la sonrisa eterna, optimista del héroe mítico. El banco que su hacha había partido en dos estaba intacto, muchas gracias. La grava en la que el gigante había plantado su enorme pie permanecía rastrillada pulcramente, exceptuando el sitio en que Richie cayó mientras

(huía del gigante)

dormitaba. No había huellas, ni marcas del hacha en el cemento. No había sino un chico que había sido perseguido por otros chicos más grandes y que, por lo tanto, había tenido un pequeño (pero potente) sueño sobre un coloso homicida. El Henry Bowers tamaño super, como quien dice.

—Mierda —dijo Richie, con voz tenue y temblorosa. Después emitió una risa insegura.

Permaneció allí un rato más para ver si la estatua volvía a moverse (quizá le hiciese un guiño, quizá pasase el hacha de un hombro a otro, quizá bajase a atacarlo otra vez). Pero no pasó nada, por supuesto.

Por supuesto.

¿Qué, preocuparme yo? Ja, ja, jajá.

Un sueño. Nada más que eso.

Pero tal como había dicho Abraham Lincoln o Sócrates o alguien así, cada cosa a su tiempo. Era hora de volver a casa y tranquilizarse.

Y, si bien habría sido más rápido cortar por los terrenos del Centro Municipal, decidió no hacerlo. No quería acercarse otra vez a la estatua. Por lo tanto, siguió el camino más largo y, al caer la noche, ya había olvidado el incidente casi por completo.

Hasta ese momento.

He aquí un hombre —pensó—, he aquí un hombre vestido con las ropas más caras de Los Ángeles; con sus lentillas cómodamente adaptadas a los ojos; he aquí un hombre que recuerda el sueño de un niño, para quien una camisa de cuello cerrado y un par de zapatos con hebillas eran el colmo de la elegancia; he aquí un adulto que contempla la misma estatua. Y aquí estoy, viejo Paul, para decirte que no has cambiado nada, no has envejecido un solo día, grandísimo hijo de puta.

La antigua explicación aún resonaba en su mente: un sueño.

Si era necesario, podía creer en monstruos. Los monstruos no eran gran cosa. ¿Acaso no había transmitido por radio, más de una vez, los informativos referidos a gente como Idi Amin Dada y Jim Jones o ese tipo que había hecho volar a tanta gente en un restaurante? ¡Los monstruos eran cosa de todos los días! ¿A quién le hacía falta pagar una entrada de cine cuando salía más barato un diario y gratis un informativo radiofónico? Y quien puede creer en monstruos como Jim Jones, bien podía creer en la variedad propuesta por Mike Hanlon, al menos por un tiempo. Hasta podía decirse que Eso tenía su propio y lamentable encanto, pues venía del exterior y nadie era responsable de él. Rich podía creer en un monstruo con tantas caras como máscaras de goma en una tienda de novedades, al menos en teoría. Pero una estatua de plástico de seis metros que bajase de su pedestal y tratase de cortarlo a uno con un hacha de plástico… Eso ya era demasiado. Y tal como había dicho Abraham Lincoln, Sócrates o alguno de ésos, uno puede tragarse muchas cosas, pero otras no. No sólo porque…

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