It (Eso) – Stephen King

Bill oía el rumor del agua que corría en múltiples arroyuelos, mientras el sol se reflejaba en la amplia extensión del Kenduskeag. Y el olor era el mismo, aun desaparecido el vertedero. El denso perfume de la vegetación, en lo más acentuado del crecimiento primaveral, no llegaba a disimular el hedor de los desechos humanos, leves, pero inconfundibles. Olor a corrupción: un vaho del mundo subterráneo.

Aquí es donde acabó todo aquella vez y donde acabará ahora —pensó con un estremecimiento—. Aquí dentro… bajo la ciudad.

Se detuvo por un rato convencido de que debía ver algo, alguna manifestación del mal que iban a combatir. No había nada. Oía correr el agua, un sonido lleno de vida, primaveral, que le hizo pensar en el dique construido allá abajo. Los árboles y los arbustos ondulaban ante la leve brisa. No había nada más. Ni señales. Siguió caminando, sacudiéndose el polvo blanco de las manos.

Continuó camino del centro, medio recordando, medio soñando, hasta que apareció otra criatura. Esa vez era una niña de unos diez años con pantalones de pana y blusa roja desteñida. Iba haciendo rebotar una pelota con una mano y en la otra llevaba una muñeca cogida por el pelo rubio.

—¡Oye! —dijo Bill.

Ella levantó la mirada.

—¿Qué?

—¿Cuál es la mejor tienda de Derry?

Ella lo pensó por un momento.

—¿Para mí o para cualquiera?

—Para ti —dijo Bill.

—Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano —dijo ella sin vacilar.

—¿Cómo has dicho?

—¿Eh?

—Preguntaba si eso era el nombre de una tienda.

—Por supuesto —replicó la niña, mirando a Bill como si lo creyera débil mental—. Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano. Mi madre dice que es un local de trastos viejos, pero a mí me gusta. Tienen cosas viejas. Discos que una ni conoce. Y postales. Tiene olor a buhardilla. Me tengo que ir. Adiós.

Siguió caminando sin mirar atrás haciendo rebotar su pelota y con la muñeca cogida por el pelo.

—¡Oye! —le gritó Bill.

Ella se volvió, con desparpajo.

—¿Cómo ha dicho?

—La tienda. ¿Dónde está?

—Siga recto. Está al pie de Up-Mile Hill.

Bill sintió que el pasado se plegaba sobre sí, se plegaba sobre él. No había sido su intención preguntar nada a la niña: la pregunta había salido de su boca como el corcho de una botella de champán.

Descendió por Up-Mile Hill rumbo al centro. Los depósitos y frigoríficos que recordaba desde su niñez (sombríos edificios de ladrillos, con ventanas sucias que rezumaban repulsivos olores de carne) habían desaparecido en su mayoría, si bien aún estaban allí el Armour y el Star. Pero Hemphill ya no existía; Eagle Beef y Kosher habían sido reemplazados por un Banco y una panadería. Y en el sitio anexo de Tracker Hermanos había un cartel con letras anticuadas que anunciaba como había anticipado la niña del muñeco: ROSA DE SEGUNDA MANO, ROPAS DE SEGUNDA MANO. Los ladrillos estaban pintados de un color amarillo que quizá había sido alegre, diez o doce años antes. Ahora se veía sucio, como el color que Audra llamaba «amarillo orina».

Bill se encaminó lentamente hacia allí mientras esa sensación de cosa ya vivida volvía a él. Más tarde diría a los otros que estaba seguro de cuál era el fantasma iba a ver antes de haberlo visto.

El escaparate de Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano estaba peor que sucio: estaba mugriento. No se trataba de uno de esos locales de antigüedades del Este, con bonitas camitas talladas y armarios finos o vajilla vendida en la época de la Depresión iluminada por reflectores ocultos: eso era lo que su madre llamaba, con absoluto desdén, «una compraventa yanqui». Los artículos estaban desparramados en profusión, amontonados sin sentido aquí, allá y en todas partes. Había vestidos colgados de perchas, guitarras atadas del mástil como si fueran criminales ejecutados. Había una caja con discos de 45 revoluciones: DIEZ CENTAVOS CADA UNO, decía el letrero; DOCE POR UN DOLAR. ANDREWS SISTERS, PERRY COMO, JIMMY ROGERS, OTROS. Había conjuntos para niños y horribles zapatos con una tarjeta: USADOS PERO EN BUEN ESTADO, UN DOLAR UN PAR. Había dos televisores que parecían ciegos. Un tercero lanzaba imágenes legañosas de La tribu de los Brady a la calle. Una caja de libros viejos en ediciones baratas, casi todos sin tapa (DOS POR 0,25, DIEZ POR UN DOLAR, HAY MÁS ADENTRO, ALGUNOS PICANTES), descansaba sobre una radio grande, de sucia cubierta de plástico blanco, con un dial más grande que un despertador. Ramos de flores plásticas, en floreros sucios, decoraban una mesa de comedor astillada y llena de marcas.

Bill vio todas esas cosas como caótico fondo de lo que había atraído inmediatamente su mirada. La contempló con ojos grandes, incrédulos. La carne de gallina corría por su cuerpo, hacia arriba y hacia abajo. Sentía la frente caliente, las manos frías. Por un momento tuvo la impresión de que todas las puertas interiores se abrirían de par en par y lo recordaría todo.

Allí estaba Silver, en el escaparate de la derecha.

Aún le faltaba el soporte y la herrumbre había florecido en los guardabarros, pero la bocina seguía en su manillar, aunque el bulbo de goma estuviera marcado por los años y las grietas. La bocina en sí, que Bill había mantenido siempre bien lustrada, estaba opaca y llena de abolladuras. El cesto trasero, plano, que tantas veces sirvió de asiento a Richie, aún estaba en su sitio, pero torcido, colgando de un solo tornillo. Alguien había cubierto el asiento con falso cuero de tigre, ya tan raído que las rayas eran casi invisibles.

Silver.

Bill levantó una mano distraída para secarse las lágrimas que le resbalaban lentamente por las mejillas. Después de hacerlo mejor con el pañuelo, entró.

La atmósfera de Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano tenía el musgo de los años. Era, como había dicho la niña, un olor a buhardilla, pero no agradable como los olores de ciertas buhardillas. No era olor a aceite de lino primorosamente aplicado a mesas viejas ni a terciopelos y panas antiguas. Era olor a encuadernaciones podridas, a sucios plásticos cocinados por el sol del verano, a polvo y a cagarrutas de ratón.

Desde el televisor del escaparate La tribu de los Brady carcajeaba y gritaba. Con ella competía, desde algún sitio de la trastienda, la voz radiofónica de un discjockey que se identificaba como «tu amigo Bobby Russell», prometiendo el nuevo álbum de Prince a quien llamara por teléfono y pudiera dar el nombre del actor que había representado a Wally en Leave It to Beaver. Bill lo sabía: era un chico llamado Tony Dow, pero no tenía interés en ese disco. La radio estaba en un estante alto entre varias fotos del siglo XIX. Debajo estaba el propietario, un hombre cuarentón vestido con vaqueros modernos y camiseta de red. Llevaba el pelo alisado hacia atrás y estaba, más que flaco, consumido. Tenía los pies apoyados en el escritorio repleto de libros de contabilidad entre los que se imponía una vieja caja registradora. Estaba leyendo una novela en edición barata que, sin duda, nunca había sido nominada para el premio Pulitzer; se titulaba Los machos del andamio. En el suelo, frente al escritorio, había un poste de barbería con las bandas girando hacia arriba hasta el infinito. Su cable gastado serpenteaba por el suelo hasta un enchufe, como una serpiente cansada. Frente a él, la tarjeta decía: ¡ESPECIE EN EXTINCIÓN! 250 DÓLARES.

Cuando tintineó la campanilla instalada sobre la puerta, el hombre sentado tras el escritorio señaló la página del libro con un trozo de caja de fósforos y levantó la vista.

—¿En qué puedo servirle?

Bill abrió la boca para preguntar por la bicicleta del escaparate, pero antes de que pudiera hablar su mente se llenó con una sola frase, insistente, palabras que apartaron cualquier otro pensamiento:

Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto a los espectros.

¿Qué, por Dios?

(castiga)

—¿Busca algo en especial? —preguntó el propietario, con voz bastante cortés aunque miraba a Bill con atención.

Divertido a pesar de su inquietud, Bill pensó: Me mira como si pensara que he estado fumando algo de eso que usan los músicos de jazz para colocarse.

—Sí, tengo in-interés en e-e-e…

(el poste tosco y recto)

—… en ese po-po-poste…

—¿El poste de barbería?

Los ojos del propietario mostraban algo que Bill, aun en su confusión, recordaba y odiaba desde su niñez: la inquietud de la persona que debe escuchar a un tartamudo, la necesidad de precipitarse a terminar el pensamiento para que el pobre tío se calle. «¡Pero yo no tartamudeo! ¡Lo he superado! ¡NO TARTAMUDEO, MALDITA SEA!».

(e insiste, infausto)

Tenía las palabras tan claras en la mente como si alguien las estuviera pronunciando allí, como si fuera un hombre poseído por los demonios en los tiempos bíblicos: un hombre invadido por una presencia del exterior. Sin embargo, reconoció la voz y supo que era la suya. Sintió que el sudor le brotaba, caliente, en la cara.

—Podría hacerle

(ha visto los espectros)

una oferta por ese poste —estaba diciendo el propietario—. Para serle franco, a doscientos cincuenta no puedo venderlo. Se lo dejaría a ciento setenta y cinco, ¿qué le parece? Es la única antigüedad auténtica que tengo por aquí.

(poste)

—POSTE —repitió Bill, casi vociferando. El propietario retrocedió un paso—. No es el poste lo que me interesa.

—¿Se siente bien, señor? —preguntó el propietario.

Su tono solícito quedaba desmentido por la dura cautela de sus ojos. Bill notó que apartaba la mano izquierda del escritorio y comprendió, con un destello de algo que era, en realidad, razonamiento inductivo y no intuición, que había un cajón abierto fuera de su vista y que el hombre tenía la mano sobre alguna pistola. Quizá le preocupaban los asaltos; quizá tenía miedo, simplemente. Después de todo, su homosexualidad era evidente y ésa era la ciudad en que unos delincuentes juveniles habían dado a Adrian Mellon un baño mortal.

(castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insistente, infausto, que ha visto los espectros)

Eso alejaba cualquier otro pensamiento. Era como estar demente. ¿De dónde había salido?

(castiga)

Una y otra vez.

Con un esfuerzo súbito, Bill lo atacó. Lo hizo obligando a su cerebro a traducir la frase extraña al francés. Era lo mismo que le había ayudado a derrotar el tartamudeo en su adolescencia. Mientras las palabras marchaban por su conciencia, las iba cambiando… y de pronto sintió que se aflojaba la trampa del tartamudeo.

Se dio cuenta de que el propietario acababa de decir algo.

—¿C-c-cómo dice?

—Dije que, si piensa tener un ataque, tendrá que ser en la calle. No necesito esa clase de mierdas aquí dentro.

Bill aspiró profundamente.

—E-empecemos de nuevo —dijo—. Supongamos q-que acabo de e-entrar.

—De acuerdo —dijo el propietario, bastante amable—. Acaba de entrar. ¿Y ahora?

—Esa bicicleta del e-escaparate —dijo Bill—. ¿Cuánto pide por ella?

—Veinte dólares, aproximadamente. —El hombre parecía más tranquilo, pero su mano izquierda seguía sin aparecer—. Creo que antes era una Schwinn, pero ahora es un híbrido. —Midió a Bill con la vista—. Una bicicleta grande. Usted mismo podría usarla.

Bill se acordó de la tabla verde.

—Creo que ya no estoy en edad de a-andar en bicicleta.

El propietario se encogió de hombros y, por fin, subió la mano izquierda.

—¿Tiene hijos?

—U-un varón.

—¿De qué edad?

—D-de once.

—Es demasiado grande para un chico de once años.

—¿Acepta cheques de viajero?

—Mientras no sea por más de diez dólares por encima del importe de la compra.

—Puedo darle uno de veinte —dijo Bill—. ¿Me permite hacer una llamada telefónica?

—Si es local…

—Sí.

—Cuando guste.

Bill llamó a la biblioteca pública. Allí estaba Mike.

—¿De dónde llamas, Bill? —preguntó. E inmediatamente—. ¿Estás bien?

—Perfectamente. ¿Has visto a alguno de los otros?

—No. Nos veremos esta noche. —Hubo una breve pausa—. Eso espero. ¿En qué puedo ayudarte, Gran Bill?

—Acabo de comprar una bicicleta —dijo Bill, tranquilamente—. Quería saber si puedo llevarla a tu casa. ¿Tiene un garaje o algún sitio donde pueda guardarla?

Otro silencio.

—¿Mike? ¿Estás…?

—Aquí —respondió Mike—. ¿Es Silver?

Bill miró al propietario de la tienda. Había vuelto a su libro… o tal vez se limitaba a mirar la página mientras escuchaba con atención.

—Sí —dijo.

—¿Dónde estás?

—En un local llamado Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano.

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