It (Eso) – Stephen King

Había fragmentos blancos, de perversos destellos, sembrados por doquier. Por fin, Ben lo comprendió. Era la demencia que lo coronaba todo. Se echó a reír, y Richie le imitó.

—Alguien se tiró aquí la madre de todas los pedos —dijo Eddie.

Mike rió con cierta vergüenza asintiendo con la cabeza. Stan sonreía un poquito. Sólo Bill y Beverly permanecían muy serios.

Los trocitos blancos sembrados por toda la habitación eran fragmentos de porcelana: el inodoro había estallado. El depósito, como borracho, se erguía en un charco de agua salvado de la caída por el hecho de que el artefacto estaba en un rincón y la pared lo había frenado.

Todos se aglutinaron detrás de Bill y Beverly haciendo chirriar bajo los pies los trocitos de porcelana. Fuera lo que fuese —pensó Ben—, envió a ese pobre inodoro al infierno. Imaginó a Henry Bowers arrojando dentro dos o tres M-80 y huyendo a toda prisa después de bajar la tapa. No se le ocurría otra cosa, como no fuera dinamita, que pudiese causar semejante cataclismo. Algunos de los fragmentos eran grandes, pero se los contaba con los dedos de una mano; en su gran mayoría, se reducían a astillas afiladas como dardos. El empapelado (guirnaldas de rosas y elfos con gorros, como en el vestíbulo) estaba salpicado de agujeros en todas las paredes. Parecían disparos de fusil, pero Ben comprendió que eran trocitos de porcelana empotrados en las paredes por la fuerza de la explosión.

Había allí una bañera, levantada sobre patas que imitaban zarpas con mugre de generaciones enteras incrustada entre las garras. Ben le echó un vistazo y vio, en el fondo, un residuo de salitre y mugre. Desde arriba, una ducha herrumbrada miraba hacia abajo. Había un lavabo y un botiquín torcido con los estantes vacíos. En esos estantes, allí donde habían estado los frascos, había pequeños anillos de herrumbre.

—¡Yo no me acercaría demasiado, Gran Bill! —señaló Richie, ásperamente.

Ben se volvió a mirar.

Bill se estaba acercando a la boca abierta en el suelo donde había estado en otro tiempo el inodoro. Se inclinó hacia él… y giró hacia los otros.

—¡S-s-se oye un b-b-bombeo de maq-maquinaria, como en Los Barrens!

Bev se acercó más a él. Ben la siguió. Sí, se oía un palpitar constante. Sólo que así, retumbando por las tuberías, no se parecía al ruido de una maquinaria, sino al de un ser vivo.

—P-p-por aquí sa-sa-salió —dijo Bill. Estaba mortalmente pálido pero le brillaban los ojos de entusiasmo—. P-p-por aq-aquí sa-salió a-a-aquel d-d-día, y de aq-aquí sale s-s-siempre. ¡Los de-de-desagües!

Richie asentía.

—Nosotros estábamos en el sótano, pero Eso no estaba allí. Bajó la escalera, porque por aquí podía salir.

—¿Y esto lo hizo Eso? —preguntó Beverly.

—C-c-creo que t-t-tenía pri-prisa —contestó Bill, gravemente.

Ben miró hacia el interior de la tubería. Tenía unos noventa centímetros de diámetro y estaba oscura como un pozo de mina. La superficie interior, de cerámica, tenía incrustaciones de algo que prefirió no investigar. Ese palpitar flotaba hacia arriba, hipnóticamente… y de pronto él creyó ver algo. No lo vio con los ojos del cuerpo, al menos al principio, sino con otro, profundamente sepultado en su mente.

Volaba hacia ellos, avanzando con la velocidad de un tren expreso, llenando por completo la garganta de esa oscura tubería. Estaba en su forma original, fuese cual fuese. Cuando llegase adoptaría alguna forma sacada de sus mentes. Venía, subía desde sus propios caminos asquerosos y de las catacumbas negras bajo la tierra, con los ojos relucientes de una luz feral, verde amarillenta. Venía, venía, Eso venía.

Y de pronto, al principio bajo la forma de chispas, Ben vio los ojos de Eso en la oscuridad. Tomaron forma: llameantes y malignos. Sobre el palpitar de la maquinaria, Ben percibió un ruido nuevo: Juuuu… Un olor fétido eructó desde la mellada boca del desagüe. Se echó atrás, tosiendo y haciendo arcadas.

—¡Ya viene! —vociferó—. ¡Lo he visto, Bill, ya viene!

Beverly levantó el Bullseye.

—Bien —dijo.

Algo estalló en la boca del desagüe. Al reconstruir esa primera confrontación, más tarde, Ben sólo recordaría una forma cambiante, plateada y naranja. No era fantasmal sino sólida, y él percibió, detrás de Eso, alguna otra forma, verdadera y definitiva. Pero sus ojos no podían captar exactamente lo que estaba viendo.

Y entonces Richie retrocedió a tropezones, con el rostro convertido en un garabato de terror, gritando una y otra vez:

—¡El hombre-lobo, Bill! ¡Es el hombre-lobo! ¡El hombre-lobo adolescente!

De pronto, la silueta se fijó en una realidad, para Ben, para todos.

El hombre-lobo estaba de pie en la boca del desagüe con un pie peludo a cada lado del agujero. Sus ojos verdes echaban llamas hacia ellos desde su cara repulsiva. Estiró el hocico y una espuma blancoamarillenta le escurrió entre los dientes. Emitió un gruñido aturdidor. Sus brazos se dispararon hacia Beverly, con los puños de su chaqueta de la secundaria recogidos sobre los brazos peludos. Su olor era caliente, crudo, asesino.

Beverly soltó un alarido. Ben la aferró por la parte trasera de la blusa y tiró con tanta fuerza que se le desgarraron las costuras bajo los brazos. Una zarpa barrió el aire allí donde ella estaba un momento antes. Beverly cayó, tambaleándose, contra la pared. La bolita de plata escapó de su mano. Por un momento, centelleó en el aire. Mike, más rápido que el relámpago, la cogió de un manotazo antes de que cayera y se la devolvió.

—Dispara, nena —dijo. Su voz sonaba perfectamente tranquila, casi serena—. Dispárale ahora mismo.

El hombre-lobo emitió un rugido atronador que acabó en un aullido escalofriante, con el hocico apuntando al cielo.

El aullido se convirtió en risa. La zarpa se abatió contra Bill, en el momento en que el chico se volvía para mirar a Beverly. Ben lo apartó de un empellón y Bill cayó despatarrado.

¡Dispara, Bev! —aullaba Richie—. ¡Por Dios, dispara!

El hombre-lobo saltó hacia adelante y a Ben ya no le cupo la menor duda, ni entonces ni después, de que Eso sabía exactamente quién era el jefe. Trataba de alcanzar a Bill. Beverly tiró de la goma hacia atrás, y disparó. La bola salió disparada. Una vez más, el proyectil no iba hacia el blanco, pero en esa oportunidad no hubo curva salvadora. Pasó a más de treinta centímetros abriendo un agujero en el empapelado de la pared, sobre la bañera. Bill, con los brazos sembrados de fragmentos blancos y sangrantes por diez o doce heridas, pronunció una maldición a gritos.

La cabeza del hombre-lobo giró en redondo; sus ojos verdes, relucientes, estudiaron a Beverly por un instante. Ben, sin pensar, se puso delante de ella, que buscaba a ciegas, en su bolsillo, la otra munición de plata. Sus vaqueros eran demasiado ajustados, no porque ella tuviese intención de provocar, sino porque aún estaba usando la ropa del año anterior. Sus dedos se cerraron sobre la bolita, pero se le escapó. La buscó a tientas y logró encontrarla. Tiró de ella sacándose el bolsillo y desparramando catorce centavos, dos entradas de cine y un puñado de pelusa.

El hombre-lobo arrojó un zarpazo a Ben, que se mantenía protectoramente de pie delante de ella… bloqueándole la puntería. El monstruo tenía la cabeza inclinada en el ángulo mortífero de la bestia de presa y hacía sonar los dientes. Ben estiró la mano, a ciegas. En sus reacciones ya no había espacio para el terror: experimentaba, en cambio, una especie de furia que le dejaba la cabeza despejada, mezclada con el desconcierto y la sensación de que el tiempo, de algún modo, se había detenido con un inesperado chirriar de frenos. Hundió los dedos en el pelo duro, apelmazado (Su pelaje —pensó—, esto es su pelaje), y sintió, abajo, los pesados huesos de su cráneo. Tironeó de esa cabeza lobuna con todas sus fuerzas, pero, aunque era corpulento para su edad, no sirvió de nada. Si no hubiera retrocedido, tambaleante, hasta chocar con la pared, Eso le habría desgarrado la garganta con sus dientes.

Eso fue tras él, dilatados los ojos amarilloverdosos, gruñendo con cada aliento. Olía a cloacas y a algo más, algo silvestre, pero desagradable, como las castañas podridas. Una de sus fuertes garras se elevó. Ben la esquivó como pudo. La zarpa, terminada en grandes uñas, desgarró heridas sin sangre en el papel de la pared y en el blanco yeso de abajo. Ben oyó vagamente que Richie gritaba algo. Eddie aullaba, pidiendo a Beverly que disparara, que disparara.

Pero Beverly no disparaba. Era su única oportunidad. Eso no importaba porque ella estaba decidida a actuar de modo que no hiciese falta otra. Sobre su vista cayó una clara frialdad que jamás en su vida volvería a experimentar. Todo estaba en perfecto relieve; nunca más volvería a ver las tres dimensiones de la realidad tan claramente definidas. Poseía todos los colores, todos los ángulos, todas las distancias. El miedo desapareció. Experimentaba la simple lujuria del cazador que goza de la certeza de la próxima consumación. Su pulso se hizo más lento. El puño tembloroso, histérico, con que había estado tensando la goma cobró firmeza, se tornó natural. Aspiró hondo, muy hondo. Tuvo la sensación de que sus pulmones jamás acabarían de llenarse. Lejana, vagamente, oyó unos estallidos sordos. No importaban, fuesen lo que fuesen. Apuntó a la izquierda esperando que la imposible cabeza del hombre-lobo cayese, con fría perfección, en la horquilla abierta tras la V extendida de la goma, ya estirada.

Las garras del hombre-lobo volvieron a descender. Ben trató de esquivarlas agachándose, pero de pronto se vio apresado. Eso lo sacudió hacia delante, como si fuese sólo un muñeco de trapo. Sus fauces se abrieron.

—¡Hijo de puta!

Ben hundió un pulgar en uno de sus ojos. Eso aulló de dolor y una de aquellas zarpas le desgarró la camisa. Ben hundió el vientre, pero una de las uñas trazó una línea siseante de dolor en su torso. La sangre brotó de él manchándole los pantalones, las zapatillas, el suelo. El hombre-lobo lo arrojó a la bañera. Ben se golpeó la cabeza, vio estrellas y forcejeó hasta conseguir sentarse. Tenía el regazo lleno de sangre.

El hombre-lobo giró en redondo. Ben observó, con la misma claridad lunática, que el monstruo llevaba vaqueros Levi Strauss, desteñidos, con las costuras reventadas. De un bolsillo trasero le colgaba un pañuelo rojo, como los que usan los guardabarreras del ferrocarril. En la espalda de su chaqueta escolar, negra y naranja, se leían las palabras ESCUELA SECUNDARIA DERRY EQUIPO MATADOR; más abajo, el nombre PENNYWISE. En el centro, un número: 13.

Eso se lanzó contra Bill. El chico había logrado levantarse y estaba de espaldas a la pared, mirándolo fijamente.

—¡Dispara, Beverly! —gritó Richie, otra vez.

—Bip-bip, Richie. —Beverly oyó su propia voz como si estuviese a mil kilómetros de distancia.

La cabeza del hombre-lobo estaba súbitamente allí, en el hueso de la suerte. Ella cubrió uno de sus ojos verdes con la taza y soltó. No hubo el menor estremecimiento en sus manos; disparó tan tranquila, tan naturalmente como había disparado contra las latas en el vertedero el día en que todos se habían turnado para ver quién lo hacía mejor.

Ben tuvo tiempo de pensar: Oh, Beverly, si fallas esta vez podemos darnos por muertos, y no quiero morir en esta bañera sucia pero no puedo salir.

Beverly no falló. Un ojo redondo, ya no verde, sino muy negro, apareció súbitamente en el centro del hocico. Bev había apuntado al ojo derecho y errado apenas por un centímetro.

El grito, casi humano, de sorpresa, dolor, miedo y cólera, fue ensordecedor. A Ben le resonaron los oídos. De pronto, el orificio desapareció, oscurecido por borbotones de sangre. La sangre no manaba: salía a chorros de la herida en un torrente a alta presión. Los borbotones empaparon la cara y el pelo de Bill.

No importa —pensó Ben, histérico—. No importa, Bill. Nadie lo verá cuando salgamos de aquí. Si es que salimos.

Bill y Beverly avanzaron hacia el hombre-lobo. Detrás de ellos, Richie gritaba histéricamente:

—¡Dispara otra vez, Beverly! ¡Mátalo!

—¡Sí, mátalo! —gorjeó Eddie.

—¡MÁTALO! —gritó Bill, con la boca torcida hacia abajo en un rictus tembloroso. En el pelo tenía un poco de yeso, blancoamarillento—. ¡MÁTALO, BEVVIE, NO LO DEJES ESCAPAR!

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