It (Eso) – Stephen King

siempre se sentía triste, así como se sentía triste cuando veía las bandadas emigrando hacia el sur y así como sentía a veces ganas de llorar sin motivo, ante cierta inclinación de la luz. Nos estamos preparando otra vez para dormir…

No todo era escuela y tareas, tareas y escuela. Will Hanlon había dicho a su mujer, más de una vez, que los chicos necesitan tiempo para ir de pesca, aunque no era pescar lo que hacían. Cuando Mike llegaba a casa desde la escuela, lo primero que hacía era poner sus libros sobre el televisor de la sala; lo segundo, prepararse alguna merienda (era especialmente adepto a los sándwiches de cebolla y mantequilla de cacahuete, gusto que desataba en su madre gestos de indefenso espanto); lo tercero, leer la nota que su padre le hubiera dejado diciéndole dónde estaría él y cuáles eran sus tareas a ejecutar: ciertos surcos a los que arrancar las hierbas o dónde iniciar la cosecha, cestos a llevar, siembras a rotar, lugares a barrer, cualquier cosa. Pero un día laboral a la semana (a veces, dos) no había nota alguna. En esas ocasiones, Mike iba de pesca, aunque no era pescar lo que hacía. Esos días eran grandiosos. Como no tenía un sitio determinado al que ir, no sentía prisa alguna por llegar allí.

De vez en cuando, el padre le dejaba otro tipo de notas: Tareas, ninguna, por ejemplo. Ve a Old Cape y observa los rieles del tranvía. Mike iba a la zona de Old Cape, buscaba las calles con las vías aún visibles y las inspeccionaba con atención, maravillado al pensar que por el medio de las calles hubieran circulado cosas parecidas a trenes. Por la noche hablaba de eso con su padre y él le enseñaba fotografías de su álbum de Derry donde se veían los tranvías en funcionamiento; desde el techo les brotaba un extraño mástil conectado a un cable eléctrico y tenían anuncios de cigarrillos en los flancos.

Otra vez había enviado a Mike al parque Memorial, donde se encontraba la torre-depósito, para contemplar el baño de las aves. En cierta ocasión fueron juntos a los tribunales para ver una máquina terrible, hallada en la buhardilla por el comisario Borton. Ese artefacto se llamaba silla para vagabundos. Era de hierro moldeado, con cepos para las manos y las piernas. En el respaldo y el asiento había salientes redondeadas. Mike recordó una fotografía que había visto en algún libro: la foto de la silla eléctrica de Sing Sing. El comisario dejó que Mike se sentara en la silla para vagabundos y probara los cepos.

Cuando pasó la primera y ominosa novedad de usar los cepos, Mike miró interrogativamente a su padre y al comisario Borton, sin saber por qué era ése un castigo tan terrible para los «vagos», como llamaba el comisario a los desocupados que habían pasado por la ciudad en las décadas de 1920 y 1930. Esos salientes eran incómodos, por supuesto, y los cepos dificultaban cualquier cambio de posición, pero…

—Bueno, tú eres sólo un chico —dijo el comisario, riendo—. ¿Cuánto pesas? ¿Treinta y cinco, cuarenta kilos? Casi todos los vagos que el comisario Sully sentaba en esa silla pesaban el doble. Después de una hora, empezaban a sentirse incómodos; después de dos o tres muy molestos; al cabo de cuatro o cinco, realmente mal. A las siete u ocho horas comenzaban a gritar y casi todos estaban llorando a las dieciséis o diecisiete. Cuando se cumplía el plazo de veinticuatro horas, estaban dispuestos a jurar ante Dios y todos los hombres que, si alguna vez volvían por los rieles de Nueva Inglaterra, pasarían muy lejos de Derry. Hasta donde sé, la mayoría respetaba esa palabra. Las veinticuatro horas de silla eran muy persuasivas.

De pronto la silla pareció tener más bultos que se clavaban más hondo en las nalgas, la columna, la cintura y hasta en la nuca.

—Por favor, ¿puedo levantarme? —preguntó Mike cortésmente.

El comisario Borton volvió a reír. Hubo un momento, un instante de pánico, durante el cual Mike temió que el comisario se limitara a balancear las llaves de los cepos delante de sus ojos, diciendo: «Te soltaré, sí… cuando se cumplan las veinticuatro horas».

Mientras volvían a la casa, preguntó:

—¿Para qué me has traído, papá?

—Ya lo sabrás cuando seas grande —respondió Will.

—A ti no te gusta el comisario, ¿verdad?

—No —contestó su padre con voz tan seca que Mike no se atrevió a preguntar más.

Pero a Mike le gustaban, en su mayoría, los lugares de Derry que su padre le hacía visitar. A los diez años, Will había logrado ya transmitirle su propio interés por los estratos de la historia de Derry. A veces, mientras deslizaba los dedos por la rugosa superficie donde se asentaba el baño de los pájaros o cuando se agachaba para inspeccionar las vías de tranvías, entonces le asaltaba una profunda sensación de tiempo: el tiempo como algo real, como algo que tenía un peso invisible, así como la luz del sol, supuestamente, tenía peso (algunos de los chicos, en la escuela, se habían reído al decirles eso la señora Greengus, pero Mike se sentía demasiado aturdido por el concepto como para reír. Su primer pensamiento fue ¿La luz tiene peso? Oh, por Dios, eso es terrible). El tiempo, como algo que, tarde o temprano, lo enterraría.

La primera nota que le dejó su padre, aquella primavera de 1958, estaba garabateada en el dorso de un sobre y sujeta bajo un salero. El aire tenía una dulce tibieza primaveral y su madre había abierto todas las ventanas. No hay tareas —decía la nota—. Si quieres, ve en bicicleta por Pasture Road. Verás, a la izquierda, un montón de escombros y maquinarias viejas. Echa un vistazo y trae un recuerdo. ¡No te acerques al sótano! Y vuelve antes del oscurecer. Ya sabes por qué.

Mike sabía por qué, claro que sí.

Dijo a su madre a dónde iba y ella frunció el ceño.

—¿Por qué no preguntas a Randy Robinson si puede ir contigo?

—Sí, bueno. Pasaré a preguntarle —dijo Mike.

Lo hizo, pero Randy había ido con su padre a Bangor para comprar semillas de patatas. Así que Mike siguió en su bicicleta solo, hasta Pasture Road. Era un trayecto largo: algo más de seis kilómetros. Mike calculó que eran las tres cuando apoyó la bicicleta contra la vieja cerca de madera, al costado izquierdo de Pasture Road, y trepó por ella. Tendría una hora para explorar, antes de iniciar el regreso. Habitualmente, su madre no se enfadaba siempre que estuviese de regreso a las seis, hora en que servía la cena, pero un episodio memorable le había enseñado que ese año las cosas eran distintas. En la única ocasión en que llegó tarde a cenar, encontró a su madre casi histérica. Lo atacó con el paño de secar los platos, azotándole con él, mientras el chico permanecía boquiabierto ante la puerta de la cocina, con la trucha en el cestito, a sus pies.

—¡No vuelvas a darme semejantes sustos! —gritó la madre—. ¡Nunca más, nunca más!

Cada nunca más era acentuado por otro azote con el paño de cocina. Mike esperaba que su padre interviniera para interrumpir aquello, pero Will no lo hizo. Tal vez sabía que, si se entrometía, ella volcaría también contra él su furia de gata salvaje. Y Mike aprendió la lección; sólo hizo falta una azotaina con el trapo de los platos. En casa antes del oscurecer. Sí, señora, como usted mande.

Cruzó el terreno hacia las titánicas ruinas que se levantaban en el centro. Eran, por supuesto, los restos de la Fundición Kitchener. Aunque él había pasado por allí, nunca se le hubiera ocurrido explorarlas y tampoco había sabido de ningún chico que lo hiciera. En ese momento, al agacharse para examinar algunos ladrillos tumbados que formaban un tosco mojón, creyó comprender por qué. El terreno estaba soleado de una forma deslumbrante, bañado por el sol de primavera (ocasionalmente, al pasar una nube frente al sol, una gran persiana de sombras recorría lentamente el lugar), pero allí había algo escalofriante, un silencio meditabundo quebrado sólo por el viento. Mike se sentía como el explorador que encuentra los últimos restos de alguna fabulosa ciudad perdida.

Hacia delante y a la derecha, vio el flanco redondeado de un enorme cilindro de azulejos que se elevaba entre el elevado pasto. Corrió hacia allí. Era la chimenea principal de la fundición. Echó un vistazo al interior del hueco y sintió otro escalofrío como un gusano por su columna. Era tan amplio, que él habría podido meterse dentro, pero no pensaba hacerlo. Sólo Dios sabía qué mugre extraña habría allí adherida a los azulejos interiores, ennegrecidos por el humo, qué bestias o bichos horribles podrían haber establecido su residencia en ese hueco. El viento soplaba a ráfagas. Cuando penetraba por la boca de la chimenea caída, despedía un sonido fantasmal, como el de los cordeles encerados que él y su padre ponían en las bramaderas al terminar el invierno. Retrocedió, nervioso. De pronto pensaba en la película que había visto con su padre la noche anterior en la tele. Se llamaba Rodan. Por la noche le había parecido muy divertida. Su padre reía y gritaba «¡Caza ese pájaro, Mickey!» cada vez que aparecía Rodan, y Mike le disparaba con el dedo hasta que la madre se asomó para decirles que se callaran si no querían darle un dolor de cabeza con tanto ruido.

Pero ahora no resultaba tan divertido. En la película habían sido unos mineros japoneses los que liberaban a Rodan en las entrañas de la tierra al excavar el túnel más profundo del mundo. Y al mirar el hueco negro de ese tubo resultaba muy fácil imaginar a ese pájaro agazapado en el otro extremo, con las alas correosas, como de murciélago, plegadas sobre el lomo, la mirada fija en esa pequeña y redonda cara infantil, mirando, mirando con sus ojos circundados de oro.

Mike, estremecido, se echó atrás.

Caminó a lo largo de la chimenea, que se había hundido en la tierra hasta dejar al descubierto sólo la mitad de su circunferencia. El suelo se elevaba ligeramente. Siguiendo un impulso, el chico trepó a ella. La chimenea era mucho menos temible por fuera donde la superficie de los azulejos estaba calentada por el sol. Mike se puso de pie y caminó por ella, con los brazos tendidos (la superficie era ancha y no corría peligro de caerse, pero estaba fingiendo ser un equilibrista de circo). Le gustaba el modo en que el viento le revolvía el pelo.

En el otro extremo, bajó de un salto y comenzó a examinar cosas: ladrillos, moldes retorcidos, trozos de madera, fragmentos herrumbrosos de alguna maquinaria. Trae un recuerdo, había dicho su padre en la nota y él quería elegir uno interesante.

Vagabundeó por entre los escombros acercándose al sótano de la fundición con cuidado de no cortarse con los vidrios rotos que abundaban por ahí.

Mike no había olvidado la advertencia de su padre en cuanto a no acercarse a ese sótano; tampoco ignoraba la masacre que se había producido allí más de cincuenta años antes. Estaba convencido de que, si en Derry había un lugar embrujado, era ése. A pesar de eso, o por eso mismo, estaba decidido a quedarse hasta que hubiera hallado algo realmente digno de llevar a casa para enseñárselo a su padre.

Avanzó con lentitud y sobriedad hacia el sótano cambiando su curso para caminar paralelamente a su lado desigual. De pronto, una voz le advirtió, susurrante, que estaba acercándose demasiado, que algún sector, debilitado por las lluvias de primavera, podría derrumbarse bajo sus talones y arrojarlo a ese agujero, donde sólo Dios sabía cuántos hierros estarían esperando para atravesarlo como a un bicho, abandonándolo a una muerte herrumbrosa y contorsionada.

Levantó un marco de ventana y lo arrojó a un lado. Allí había un cazo, lo bastante grande como para la sopera de un gigante con el mango retorcido por algún calor imposible de imaginar. Allá, un pistón demasiado voluminoso como para que pudiera levantarlo, ni siquiera moverlo. Pasó por encima del pistón y…

Autore(a)s: