It (Eso) – Stephen King

Eso. Pero de cualquier modo, no le gustó esa sensación de no tener control sobre sus propios actos, de ser controlado, de ser dirigido.

Todos miraron a Bill esperando saber qué opinaba.

—P-p-pues —dijo— pa-pa-parece pe-perfecto.

Beverly suspiró. Stan se movió, incómodo. Eso fue todo.

—Pe-pe-perfecto —repitió Bill, mirándose las manos. Tal vez fue sólo el inquieto haz de la linterna o su propia imaginación, pero Richie creyó verlo un poco pálido y muy asustado, aunque sonreía—. T-t-tal vez una vi-visión nos diga qué p-p-podemos ha-a-acer con un-nuestro p-p-problema.

Y si alguien tiene una visión —pensó Richie—, ése será Bill. —Pero en eso se equivocaba.

—Bueno —dijo Ben—, probablemente sólo servía para los indios, pero podría ser interesante probar.

—Sí, probablemente nos desmayemos todos por el humo y muramos aquí dentro —dijo Stan, lúgubre—. Eso sería muy interesante, sí.

—¿No quieres intentarlo, Stan? —preguntó Eddie.

—Bueno, más o menos —reconoció Stan, suspirando—. Creo que vosotros me estáis volviendo loco, ¿sabéis? —Miró a Bill—. ¿Cuándo?

Bill dijo:

—N-n-no hay me-mejor mommmmento que el pre-presente, ¿n-n-no?

Hubo un silencio confuso y pensativo. Luego Richie se levantó, abriendo la trampilla con los brazos estirados, para dejar entrar la luz mortecina de aquel sereno día de verano.

—Tengo mi hachita —dijo Ben, siguiéndolo—. ¿Quién me ayuda a cortar leña verde?

Al final lo ayudaron todos.

3

Prepararse les llevó una hora. Cortaron cuatro o cinco brazadas de ramas verdes, pequeñas, de las que Ben retiró todas las hojas.

—Van a ahumar, ya lo creo —dijo—. Ni siquiera estoy seguro de que podamos encender el fuego con ellas.

Beverly y Richie bajaron a la ribera del Kenduskeag para recoger una serie de piedras de buen tamaño usando la chaqueta de Eddie (la madre siempre le hacía salir con chaqueta, por mucho calor que hiciese, diciendo que podía llover; si uno tenía una chaqueta para ponerse, no se empapaba). Mientras llevaban las piedras a la casita, Richie comentó:

—Tú no puedes hacer esto, Bev. Eres niña. Ben dijo que eran los bravos los que bajaban al pozo de humo, no las squaws.

Beverly hizo una pausa, mirándolo con mezcla de irritación y regocijo. De la cola de caballo le había escapado un mechón. Sacó el labio inferior para apartárselo de la frente con un soplido.

—Cuando quieras, Richie, te desafío a pelear. Puedo tumbarte cuando me dé la gana, y lo sabes.

—¡Eso no impo’ta, Miss Sca’lett! —exclamó Richie, mirándola con ojos saltones—. ¡Es niña y niña será! ¡No es guerrero indio!

—Pues seré guerrera india, entonces —afirmó Beverly—. Y ahora, ¿llevamos estas piedras a la casita o quieres que te las tire a la cabeza hasta romperte el culo?

—¡Cielo santo, Miss Sca’lett, yo no tengo el culo en la cabeza! —chilló Richie.

Beverly rió tanto que dejó caer el extremo de la chaqueta y todas las piedras se desparramaron. No cesó de reñirle mientras las recogían. Richie, mientras tanto, bromeaba y chillaba con muchas voces, maravillándose, para sus adentros, de lo hermosa que ella era.

Aunque no había dicho en serio lo de excluirla del pozo de humo por su sexo, Bill Denbrough pareció apoyar esa opinión.

Beverly se enfrentó a él con los brazos en jarras y las mejillas arrebatadas por la furia.

—¡Puedes meterte esa opinión ya sabes dónde, Bill el Tartaja! Yo también estoy metida en esto. ¿O ya no participo en este podrido club?

Bill, con paciencia, dijo:

—L-l-las cosas n-n-no son a-a-así, B-B-Bev, y tú lo s-s-sabes. A-a-alguien ti-tiene que e-e-estar fuera.

—¿Por qué?

Bill trató de explicarse, pero allí estaba otra vez el bloqueo oral. Miró a Eddie como pidiendo ayuda.

—Es por lo que dijo Stan —apuntó Eddie, serenamente—. Lo del humo. Bill dice que realmente podría ocurrir que todos nos desmayásemos aquí abajo. Y moriríamos. Dice Bill que es lo que pasa en casi todos los incendios: la gente no se quema, muere asfixiada por el humo.

Beverly giró hacia Eddie.

—Bueno, está bien. ¿Él quiere que alguien se quede arriba por si hay problemas?

El chico asintió, angustiado.

—¿Por qué no te quedas tú, que tienes asma?

Eddie no dijo nada. Beverly se volvió hacia Bill, mientras los otros, con las manos en los bolsillos, se miraban los zapatos.

—Lo que pasa es que soy mujer, ¿no es cierto? Es eso. ¿verdad?

—Bebe, be, be…

—No hace falta que hables —le espetó ella—. Mueve la cabeza. Sí o no. Tu cabeza no tartamudea. ¿Es porque soy mujer o no?

Bill, contra su voluntad, asintió con la cabeza.

Ella lo miró por un instante, con los labios estremecidos. Richie creyó que estaba por llorar, pero lo que hizo fue estallar súbitamente.

—¡Bueno, vete a la mierda! —Giró sobre sus talones para mirar a los otros, que retrocedieron ante esos ojos, tan ardientes que parecían radiactivos—. ¡Iros todos a la mierda si pensáis eso! —Volvió a mirar a Bill y comenzó a hablar muy deprisa castigándolo con palabras—. Esto no es un juego de niños, como el pilla-pilla, los pistoleros o el escondite, y tú lo sabes, Bill. Se espera de nosotros que lo hagamos. Es parte del asunto. Y a mí no vas a dejarme afuera sólo por ser mujer. ¿Entiendes bien? Te conviene entenderlo si no quieres que me vaya ahora mismo. Y si me voy, me voy para siempre. Para siempre, ¿entendido?

Se interrumpió. Bill la miraba. Parecía haber recobrado la calma, pero Richie sintió miedo. Si alguna oportunidad tenían de ganar, de hallar el modo de aniquilar aquello que había matado a Georgie Denbrough y a los otros chicos, de matar a Eso, la posibilidad estaba en peligro. Siete —pensó Richie—. Es el número mágico. Tenemos que ser siete. Así debe ser.

Un pájaro graznó en alguna parte. Se interrumpió. Volvió a graznar.

—E-e-está bien —dijo Bill, y Richie soltó el aliento que contenía—. Pe-pe-pero a-a-alguien tendrá que que-que-quedarse a-a-aarriba. ¿Quién?

Richie pensó que Eddie y Stan se ofrecerían como voluntarios. Pero Eddie no dijo nada. Stan, pálido y pensativo, guardó silencio. Mike tenía los pulgares enganchados en el cinturón y no movía sino los ojos.

—V-a-va-vamos —insistió Bill.

Richie se dio cuenta de que ya nadie fingía. El apasionado discurso de Bev y la cara de Bill, seria, demasiado envejecida, se habían encargado de eso. El intento era parte del asunto, tal vez tan peligroso como la expedición que él y Bill habían hecho a la casa de Neibolt Street. Todos lo sabían… pero nadie se echaba atrás. De pronto se sintió orgulloso de sus compañeros y orgulloso de estar con ellos. Después de tantos años de ser excluido, finalmente lo incluían. Por fin, lo incluían.. No sabía si seguían siendo perdedores o no, pero si sabía que estaban juntos. Eran amigos. Muy buenos amigos, joder. Richie se quitó las gafas y las frotó vigorosamente con los faldones de la camisa.

—Ya sé cómo hacer esto —dijo Bev.

Sacó del bolsillo una caja de cerillas. En la parte delantera había fotos de las candidatas de ese año al título de Miss Rheingold, tan diminutas que hacía falta una lupa para verlas bien. Beverly encendió una cerilla y la apagó de un soplido. Después arrancó otras seis y les agregó la cerilla quemada. Les dio la espalda por un momento y, cuando volvió a mirarlos, los siete extremos blancos de las siete cerillas sobresalían de su puño cerrado.

—Elige —dijo a Bill, presentándole el puño—. El que saque la cerilla quemada se queda arriba para sacar al resto por si los otros se marean.

Bill la miró de frente.

—¿A-a-así quieres que lo ha-a-a-agamos?

Entonces ella le sonrió y esa sonrisa dio fulgor a su cara.

—Sí, grandísimo tonto, así es como lo quiero. ¿A ti que te parece?

—T-t-t-te amo, B-b-bev —dijo.

A las mejillas de la chica subió el color, como una llama apresurada.

Bill pareció no darse cuenta. Estudiaba los cabos de cerilla que asomaban del puño apretado y al fin eligió uno. La cabeza estaba azul, sin quemar. Ella se volvió hacia Ben y le ofreció los seis restantes.

—Yo también te amo —dijo Ben, ronco. Tenía la cara como una ciruela y parecía al borde de un ataque. Pero nadie se rió. En algún lugar muy profundo de Los Barrens, el pájaro volvió a graznar. Stan ha de saber qué pájaro es, pensó Richie.

—Gracias —respondió ella, sonriendo.

Ben eligió una cerilla. Su cabeza estaba intacta.

A continuación, los ofreció a Eddie, que sonrió. Era una sonrisa tímida, increíblemente dulce, vulnerable hasta partir el corazón.

—Creo que yo también te amo, Bev —dijo.

Y eligió una cerilla al azar. Su cabeza estaba azul.

Beverly presentó los cuatro cabos restantes a Richie.

—¡La amo, Miss Sca’lett! —vociferó Richie, a todo pulmón, e hizo exagerados gestos de beso con los labios.

Beverly se limitó a mirarlo con una leve sonrisa y al chico le atacó una súbita vergüenza.

—Te amo de verdad, Bev —dijo, y le tocó el pelo—. Eres estupenda.

—Gracias.

Richie tomó una cerilla y la miró, seguro de haber sacado la quemada. Pero no era así. Bev se volvió hacia Stan.

—Te amo —dijo Stan, mientras retiraba una de las cerillas de su puño. Sin quemar.

—Quedamos tú y yo, Mike —observó ella, ofreciéndole las dos cerillas restantes.

Él dio un paso adelante.

—No te conozco tanto como para amarte —dijo—, pero te amo, de cualquier modo. Tratándose de gritar, podrías darle lecciones a mi madre.

Todos rieron y Mike tomó una cerilla. Su cabeza también estaba intacta.

—Pa-pa-parece q-q-que te to-toca a ti, Bev, desp-p-pués de todo —comentó Bill.

Beverly, con cara de disgusto (tanto lío para nada), abrió la mano.

La cabeza de la cerilla restante también estaba azul y sin quemar.

—Hi-i-ciste tra-trampa —acusó Bill.

—No, no hice trampa. —La voz de la chica no era de protesta y enfado, como cabía esperar, sino de aturdida sorpresa—. Juro por Dios que no lo hice.

Y les mostró la palma. Todos vieron la débil marca de hollín de la cerilla quemada.

—¡Te lo juro por mi madre, Bill!

El chico, la miró por un momento y acabó por asentir. Por tácito acuerdo, todos le entregaron sus cerillas. Eran siete, con las cabezas intactas. Stan y Eddie empezaron a gatear por el suelo, pero no encontraron ninguna cerilla quemada.

No hice nada —dijo Beverly, sin dirigirse a nadie en especial.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Richie.

—B-b-bajamos to-todos —dijo Bill—. A-a-así de-debe ser.

—¿Y si todos nos desmayamos? —preguntó Eddie.

Bill miró otra vez a la chica.

—S-s-si Bev di-dice la v-v-verdad y asssí es, no pasará na-na-nada.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Stan.

—L-l-lo sé.

El pájaro volvió a graznar.

4

Ben y Richie bajaron primero para que los otros les entregasen las piedras una a una. Richie se las pasaba a Ben, que fue formando un pequeño círculo de piedras en medio del suelo de tierra.

—Bueno —dijo—. Ya basta.

Entonces bajaron los otros, cada uno con un puñado de ramitas verdes. Bill fue el último, cerró la trampilla y abrió el estrecho ventanuco.

—L-l-listo —dijo—. Ya está el p-p-pozo de hu-de humo. ¿Te-te-tenemos yesca?

—Utiliza esto si quieres —dijo Mike, sacando del bolsillo una maltratada revista de Archie—. Ya la leí.

Bill arrancó las páginas una a una con lentitud y gravedad. Los otros se sentaron contra las paredes, rodilla con rodilla y hombro con hombro, observando sin decir nada. La tensión era densa y reinaba el silencio.

Bill puso ramitas pequeñas y astillas sobre el papel. Luego miró a Beverly.

—T-t-tú ti-tienes cerillas —dijo.

Ella encendió una; fue una llama diminuta y amarilla en la penumbra.

—Lo más probable es que esa porquería no encienda, de cualquier modo —dijo, con voz algo inestable, mientras acercaba la llama al papel, en varios lados.

Cuando la cerilla ardió hasta cerca de sus dedos, la arrojó al medio.

Las llamas se encendieron, amarillas, crepitantes, recortando en nítido relieve cada una de las caras. En ese momento, Richie no tuvo dificultad en creer la historia de indios contada por Ben; así debía haber sido en los viejos tiempos, cuando la idea de los hombres blancos era sólo un rumor o una leyenda para aquellos indios que perseguían rebaños de búfalos tan grandes que cubrían los campos, de horizonte a horizonte, haciendo temblar la tierra como durante un terremoto. En ese momento, Richie pudo imaginar a aquellos indios, kiowas, pauníes o lo que fueran, contemplando las llamas que se hundían en la leña verde como llagas calientes, oyendo el leve sisear de la savia que brotaba de la madera húmeda, esperando que descendiese la visión.

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