It (Eso) – Stephen King

Él y Mike empezaron a caminar hacia el ruido de agua sin decir palabra, abriéndose paso entre el extraño follaje. De algunos árboles colgaban lianas gruesas como sogas que parecían hamacas. Richie oyó cómo algo corría precipitadamente entre la maleza. Parecía un animal más grande que un venado.

Richie se detuvo el tiempo suficiente para mirar alrededor, girando en círculo para estudiar el horizonte. Sabía dónde habría debido estar el grueso cilindro blanco de la torre-depósito, pero no estaba allí. Tampoco el puente de ferrocarril que cruzaba hasta los patios de maniobras, en el extremo de Neibolt Street, ni las construcciones de Old Cape. Allí donde debía estar Old Cape sólo había barrancos bajos, salientes rocosas y grandes piedras entre gigantescos helechos y árboles.

Arriba se oyó un aleteo. Los chicos agacharon la cabeza en el momento en que pasaba un escuadrón de murciélagos, los más grandes que Richie había visto en su vida, y por un momento se aterrorizó, aún más que mientras huía con Bill en Silver perseguidos ambos por el hombre-lobo. El silencio y el carácter extraño de ese lugar eran terribles, pero su espantosa familiaridad era aún peor.

No hay por qué asustarse —se dijo—. Recuerda que es sólo un sueño, una visión, como quieras llamarla. Yo y el viejo Mikey estamos, en realidad, en la casita del club, envueltos en humo. Muy pronto, Gran Bill se pondrá nervioso porque no respondemos. Entonces él y Ben bajarán a sacarnos. Esto es solo de mentirijillas, como dice Conway Twitty.

Pero vio que un murciélago tenía un ala tan desgarrada que por ella se veía brillar el sol neblinoso, y cuando pasaron debajo de un helecho gigante vio una gorda oruga amarilla que cruzaba una ancha fronda dejando caer su sombra hacia atrás. En el cuerpo de la oruga saltaban diminutos insectos negros. Si eso era un sueño, era el más nítido que había tenido en su vida.

Caminaron hacia el ruido del agua y, en aquella espesa niebla que les llegaba a las rodillas, Richie no sabía si sus pies tocaban el suelo o no. Llegaron a un sitio en que tanto la niebla como el suelo se interrumpían. Él miró, estupefacto. Aquél no era el Kenduskeag… y sin embargo lo era. La corriente hervía en un curso estrecho, cortado en la misma roca. Al otro lado se veía un corte de siglos en capas de piedra: rojas, naranja, rojas otra vez. No se podía cruzar ese arroyo pisando unas cuantas piedras. Hubiese hecho falta un puente de cuerdas y uno se daba cuenta de que, si caía en el agua, sería barrido de inmediato. El ruido del torrente sonaba a furia tonta y amarga y mientras Richie caminaba, boquiabierto, vio, que un pez de plata rosada daba un salto en un arco imposible tratando de alcanzar a los insectos que formaban móviles nubes sobre la superficie del agua. Volvió a caer, con un chapoteo, dando a Richie el tiempo suficiente para registrar su presencia y darse cuenta de que en su vida había visto un pez como ése, ni siquiera en los libros.

Las aves formaban bandadas en el cielo, chillando con aspereza. No una docena ni dos docenas: por un momento los pájaros oscurecieron tanto el cielo que borraron el sol. Otra bestia pasó a toda velocidad por entre los matorrales. Y varias más. Richie giró en redondo, con el corazón palpitándole dolorosamente en el pecho, y vio algo similar a un antílope que pasaba como un relámpago rumbo al sudeste.

Algo va a pasar y ellos lo saben.

Las aves desaparecieron. Probablemente habían aterrizado en masa, más al sur. Otro animal pasó ruidosamente junto a ellos… y otro más. Después se hizo el silencio, exceptuando el incesante rumor del Kenduskeag. Ese silencio tenía una cualidad de espera, una cualidad preñada que a Richie no le gustó. Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y buscó a tientas la mano de Mike.

¿Sabes dónde estamos? —preguntó, a gritos—. ¿Tienes la palabra?

¡Sí, por Dios! —gritó Mike—. ¡La tengo! ¡Esto es el pasado! ¡Richie! ¡El pasado!

Richie asintió. El pasado, como había una vez, en tiempos remotos, cuando todos vivíamos en la selva y nadie vivía en otra parte. Estaban en Los Barrens tal como habían sido sabe Dios cuántos miles de años atrás. Estaban en algún pasado imposible de imaginar, antes de la edad de hielo, cuando Nueva Inglaterra era tan tropical como hoy lo es Sudamérica… si aún existía el hoy. Volvió a echar un vistazo, nervioso; casi esperaba ver la cabeza de un brontosaurio, contra el cielo, mirándolos, con la boca llena de barro y plantas arrancadas o un tigre dientes de sable que los acechara desde la espesura.

Pero sólo existía ese silencio, como el que reina cinco o diez minutos antes de que estalle una encarnizada tormenta eléctrica, cuando los relámpagos purpúreos se acumulan en el cielo y la luz toma un extraño color amarillo amoratado, cuando el viento cesa por completo y uno percibe un aroma denso, como el de baterías de automóvil sobrecargadas.

Estamos en el pasado, hace un millón de años, tal vez, o diez millones, u ochenta millones, pero aquí estamos y algo va a pasar. No sé qué, pero algo va a pasar y tengo miedo quiero que esto termine quiero volver y Bill por favor Bill por favor sácanos es como si hubiéramos caído en alguna película por favor ayúdanos…

La mano de Mike estrechó la suya y él notó entonces que el silencio se había roto. Se sentía una vibración grave que se percibía contra la piel, en vez de contra los tímpanos, haciendo zumbar los diminutos huesos que conducían el sonido. Fue en constante aumento. No tenía tono; simplemente, era

(la palabra en el principio era la palabra el mundo el)

un sonido sin melodía, sin alma. Buscó a tientas el árbol que tenían cerca y, al tocarlo con la mano encerrando la curva del tronco, percibió la vibración atrapada dentro. En ese mismo instante, comprendió que podía sentirlo en los pies, un latido firme que subía por los tobillos hasta las rodillas convirtiendo sus músculos en diapasones.

Crecía. Crecía.

Venía del cielo. Contra su voluntad, pero sin poder evitarlo, Richie levantó la cara. El sol era una moneda fundida que quemaba un círculo en la capa de nubes bajas, rodeada por un fantasmal halo de humedad. Abajo, ese tajo verde y fértil que eran Los Barrens permanecía en completo silencio. Richie creyó comprender qué era aquella visión: estaban por presenciar el advenimiento de Eso.

La vibración adquirió voz: un rugido resonante que fue creciendo hasta aturdir. Richie se cubrió los oídos con las manos y gritó, pero no oyó su propio grito. Mike Hanlon, a su lado, estaba haciendo lo mismo y Richie vio que sangraba un poco por la nariz.

Al oeste, las nubes se encendieron con un capullo de fuego rojo. Avanzó hacia ellos, dejando un rastro y fue ensanchándose de arteria a arroyo, a río de ominoso color y entonces, cuando un objeto ardiente cayó atravesando la capa de nubes, llegó el viento. Era caliente y chamuscante, lleno de humo; sofocaba. La cosa del cielo era gigantesca, como una cabeza de cerilla encendida, cuyo fulgor casi impedía mirarla. De ella se desprendían arcos de electricidad, látigos azules que dejaban truenos a su paso.

¡Una nave espacial! —vociferó Richie, cayendo de rodillas, cubriéndose los ojos con las manos—. Oh, Dios mío, es una nave espacial.

Pero estaba convencido (y así lo diría a los otros después, dentro de sus posibilidades) de que no era una nave espacial, aunque debía haber cruzado el espacio para llegar. Aquello que había descendido en aquel día remoto, fuera lo que fuese, había llegado desde un lugar más lejano que otra estrella u otra galaxia, y si la primera idea que acudió a su mente fue nave espacial fue, quizá, porque su mente no tuvo otro modo de expresar lo que sus ojos veían.

Entonces se produjo una explosión, un rugido al que siguió un fuerte choque resonante que los arrojó al suelo. Esa vez fue Mike quien buscó a tientas la mano de Richie. Hubo otra explosión. Richie abrió los ojos y vio un resplandor de fuego y una columna de humo que se elevaba hasta el cielo.

¡Eso! —gritó a Mike, ya en éxtasis de terror. Nunca en su vida —ni antes ni después— había experimentado ni experimentaría emoción alguna tan intensa, tan abrumadora. ¡Eso! ¡Eso! ¡Eso!

Mike lo levantó a tirones. Ambos corrieron por la alta ribera del Kenduskeag joven sin darse cuenta de lo cerca que estaban de la pendiente. Mike tropezó y cayó de rodillas. Luego le tocó a Richie el turno de caer, raspándose la pantorrilla y desgarrándose los pantalones. Se había levantado viento y llevaba hacia ellos el olor de la selva incendiada. El humo se fue tornando más espeso. Richie cobró vaga conciencia de que él y Mike ya no corrían solos. Los animales habían vuelto a ponerse en marcha; huían del humo, del fuego, de la muerte. Huían, tal vez, de Eso. Del recién llegado a su mundo.

Richie empezó a toser. Oyó que también Mike, a su lado, tosía. El humo era más denso; lavaba los verdes, los grises, los rojos del día. Mike volvió a caer y Richie perdió su mano. La buscó a tientas y no pudo hallarla.

¡Mike! —aulló, presa del pánico, tosiendo—. Mike, ¿dónde estás? ¡Mike! ¡Mike!

Pero Mike había desaparecido. No estaba por ninguna parte.

—¡richie! ¡richie! ¡richie!

(¡¡GUAC!!)

—¡richie! ¡richie! ¡richie!, ¿estás

6

bien?

Parpadeó, abriendo los ojos, y vio a Beverly arrodillada a su lado, limpiándole la boca con un pañuelo. Los otros (Bill, Eddie, Stan y Ben) estaban tras ella, solemnes y asustados. A Richie le dolía espantosamente la cara. Trató de hablar, pero sólo emitió un graznido. Trató de carraspear y estuvo a punto de lanzar un vómito. Sentía los pulmones y la garganta como si alguien se los hubiese forrado de humo.

Por fin logró preguntar:

—¿Me diste una bofetada, Beverly?

—Fue lo único que se me ocurrió —dijo ella.

Guac —murmuró Richie.

—Me pareció que no reaccionabas —explicó ella.

Y de pronto rompió a llorar.

Richie le dio unas torpes palmaditas en el hombro y Bill le apoyó una mano en el hombro. Ella, de inmediato, estiró la suya, se la tomó y la apretó con fuerza.

Richie consiguió incorporarse. El mundo empezó a nadar entre las olas. Cuando todo se asentó, vio a Mike apoyado contra un árbol cercano, aturdido y ceniciento.

—¿Vomitó? —preguntó Richie a Bev.

Ella asintió, sin dejar de llorar. Él adoptó su voz de policía irlandés, aunque vacilante, para preguntar:

—¿Te he ensuciado, querida?

Bev se echó a reír entre sollozos y sacudió la cabeza.

—Te puse de lado. Temía que… q-q-que te aho-ahogaras con el…

Y empezó a llorar con más intensidad.

—N-n-no es justo —protestó Bill, siempre sosteniéndole la mano—. Aq-q-quí el tart-t-tamudo soy y-y-yo.

—No está mal, Gran Bill —comentó Richie.

Trató de levantarse y volvió a caer sentado. El mundo seguía moviéndose. Tosió otra vez y apartó la cara, notando que iba a vomitar sólo un momento antes de que ocurriese. Arrojó una mezcla de espuma verde y saliva espesa que brotó en hilillos. Cerrando los ojos con fuerza, graznó:

—¿Alguien quiere merendar?

—Oh, qué mierda —gritó Ben, asqueado y riendo al mismo tiempo.

—A mí me parece que es vómito —corrigió Richie, aunque sin abrir los ojos—. La mierda suele salir por el otro extremo, al menos en mi caso. No sé cómo será en el tuyo, Parva.

Cuando, por fin, pudo abrir los ojos, vio la casita del club a unos veinte metros, con su ventanuco y la trampilla bien abierta. De ambas brotaba humo, que ya iba menguando.

Richie pudo ponerse, al fin, de pie. Por un momento creyó que iba a vomitar otra vez, a desmayarse, o ambas cosas al mismo tiempo.

Guac —murmuró, mientras el mundo daba tumbos frente a sus ojos. Cuando pasó la sensación, se acercó a Mike. El chico tenía aún los ojos colorados de una comadreja; por la humedad de sus pantalones, Richie calculó que también había tomado el ascensor estomacal.

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