It (Eso) – Stephen King

Conque eso te pagan por mantener el faro encendido, Mike, viejo amigo —pensó Bill—. ¡Por Dios, en algún momento habrías debido pedir un aumento!

Mike dijo:

—Bill Denbrough, novelista de éxito en una sociedad donde los novelistas son pocos, y menos aún los que pueden vivir de la profesión. Beverly Rogan, diseñadora de modas, actividad que cuenta con más interesados, pero con menos elegidos aún. Y ella es, de hecho, la más solicitada en toda la zona media del país, en la actualidad.

—Oh, no es por mí —dijo Beverly, emitiendo una risita nerviosa. Encendió otro cigarrillo con la colilla humeante del anterior—. Es por Tom. El éxito es de él. Sin él, yo todavía estaría cambiando forros a faldas viejas y levantando ruedas de faldas. No tengo el menor sentido empresarial, y hasta Tom lo dice. Es sólo… por Tom, como os digo. Y suerte.

Dio una sola y profunda calada a su cigarrillo y lo apagó.

—En mi humilde opinión, la dama eleva demasiadas protestas —observó Richie, astuto.

Ella giró rápidamente en el asiento y le clavó una mirada dura, algo ruborizada.

—¿Qué quieres decir con eso, Richie Tozier?

—¡No me pegue, s’orita Sca’lett! —exclamó Richie con su aguda y temblorosa Voz de Negrito.

Y en ese momento Bill vio, con fantasmagórica claridad, al niño que conociera; no era sólo una presencia sustituida, que acechara bajo el exterior adulto de Rich, sino una criatura casi más real que el hombre mismo.

—¡No me pegue! Deje que le traiga otro jarabe de menta, s’orita Sca’lett, pa’ que lo beba en el po’che, que está un poquito más fresco. ¡No azote a este pobre negrito!

—Eres incorregible, Richie —dijo Beverly, fríamente—. ¿Por qué no maduras?

Richie la miró; su sonrisa se desvanecía lentamente en la incertidumbre.

—Hasta que volví a esta ciudad, creía haberlo hecho —dijo.

—Tú, Rich —continuó Mike—, eres, quizás, el disc-jockey más cotizado del país. Tienes a Los Ángeles en la palma de la mano. Además, cuentas con dos programas de difusión nacional, uno de los cuales está entre los cuarenta de mayor audiencia, y otro llamado Los chiflados Cuarenta

—Ándate con cuidado, tonto —dijo Richie, con la gruñona voz de Mr. T, aunque estaba ruborizado—. Te voy a cambiar de lugar el frente y el dorso. Te haré cirugía cerebral con el puño. Te…

—Eddie —prosiguió Mike, sin prestarle atención—, tú tienes un próspero servicio de limusinas en una ciudad donde tienes que andar a codazos entre lujosos coches con chófer cuando cruzas la calle. En Nueva York van a la quiebra dos compañías de ésas por semana, pero a ti te va muy bien.

»Tú, Ben, eres, probablemente, el de mayor éxito entre los arquitectos jóvenes del mundo entero.

Ben abrió la boca, probablemente para protestar, pero volvió a cerrarla abruptamente.

Mike les sonrió, abriendo las manos en un gesto amplio.

—No quiero avergonzar a nadie, pero es preciso que las cartas estén sobre la mesa. Hay quienes triunfan jóvenes y hay quienes tienen éxito en trabajos muy especializados; si no hubiera quienes triunfan contra toda probabilidad, creo que todo el mundo renunciaría. Si se tratara sólo de uno o dos dentro del grupo podría pasar por coincidencia. Pero ocurre con todos vosotros, y eso incluye a Stan Uris, que era el contable más codiciado de Atlanta… y eso significa de todo el Sur. En mi opinión, ese éxito brota de lo que ocurrió aquí hace veintisiete años. Si todos hubierais estado expuestos al contacto con asbesto, en esa época, y todos tuvierais cáncer de pulmón, la correlación no sería menos evidente o persuasiva. ¿Alguno está en desacuerdo?

Los miró. Nadie dijo nada.

—Salvo tú —apuntó Bill—. ¿Qué pasó contigo, Mikey?

—¿No es obvio? —El bibliotecario sonrió—. Me quedé aquí.

—Mantuviste el faro encendido —dijo Ben. Bill se volvió a mirarlo, sobresaltado, pero el arquitecto miraba atentamente a Mike y no se dio cuenta—. Eso no me hace sentir muy bien, Mike. En realidad, me hace sentir como un gran aprovechado.

—Amén —concordó Beverly.

Mike sacudió la cabeza, paciente.

—No tenéis por qué sentiros culpables. ¿Creéis que fue por decisión propia que seguí en Derry? Así como tampoco fue por decisión propia que vosotros os marchasteis. Éramos pequeños, caramba. Por un motivo u otro, vuestros padres decidieron mudarse, y vosotros fuisteis parte del equipaje que ellos se llevaron. Mis padres se quedaron. Pero ¿la decisión fue de ellos, en realidad, de cualquiera de ellos? ¿Cómo se decidió quién se iría y quién se quedaría? ¿Fue cuestión de suerte, de fatalidad, de Eso, de Algún Otro? No sé. Pero no tuvo nada que ver con nosotros, los chicos. Así que no insistáis con eso.

—¿No estás… resentido? —preguntó Eddie, tímido.

—He estado demasiado ocupado como para juntar resentimiento —explicó Mike—. Pasé mucho tiempo observando y esperando. Observaba y esperaba aun antes de darme cuenta de que lo hacía, me parece, pero en los últimos cinco años, más o menos, he estado en una especie de alerta roja. Desde principios de año llevo un Diario. Y cuando uno escribe, piensa más… o tal vez más específicamente. Una de las cosas de las que me he estado ocupando es del carácter de Eso. Eso cambia; lo sabemos. Creo que también manipula, y deja su marca en la gente, sólo por la naturaleza de lo que es, tal como el olor de un zorrillo queda en la piel aun después de un largo baño, si ha vaciado su vejiga muy cerca de uno. Así como el saltamontes escupe su jugo en la palma del que lo toma en la mano.

Mike se desabotonó lentamente la camisa y abrió los bordes. Todos pudieron ver rosadas marcas de cicatrices en la suave piel parda de su pecho, entre las tetillas.

—Tal como las garras dejan cicatrices —agregó.

—El hombre-lobo —dijo Richie, casi gimiendo—. ¡Oh, cielos, Gran Bill, el hombre-lobo! Cuando volvimos a Neibolt Street…

—¿Qué? —preguntó Bill, como si lo hubieran sacado de un sueño—. ¿Qué, Richie?

—¿No te acuerdas?

—No. ¿Y tú?

—Casi… casi lo recordé… —Richie, entre confuso y asustado, guardó silencio.

—¿Quieres decir que esa cosa no es maligna? —preguntó Eddie a Mike, abruptamente. Miraba fijamente las cicatrices, como hipnotizado—. ¿Que es sólo parte del orden… natural?

—Eso no es parte del orden natural que comprendemos o aceptamos —dijo Mike, mientras volvía a abotonarse—, y no encuentro motivos para operar sobre cualquier otra base que la que está al alcance de nuestro entendimiento: que Eso mata, mata a los niños. Bill lo comprendió antes que ninguno de nosotros. ¿Recuerdas, Bill?

—Recuerdo que quería encontrarme con Eso para matarlo —dijo Bill. Por primera vez (y desde entonces ocurriría siempre) oyó que el pronombre adquiría rango de nombre propio en su propia voz—. Pero no tenía un punto de vista muy general sobre el asunto, no sé si me explico. Sólo quería matarlo porque Eso había matado a George.

—¿Todavía deseas lo mismo?

Bill lo pensó cuidadosamente, mirándose las manos abiertas sobre la mesa. Recordó a George con su impermeable amarillo, la capucha y el barquito de papel parafinado. Levantó la vista hacia Mike.

—M-m-más que nunca —dijo.

Mike asintió, como si fuera exactamente lo que esperaba.

—Eso dejó su marca en nosotros. Hizo sobre nosotros su voluntad, tal como ha hecho su voluntad con toda esta ciudad, un día sí, un día no, aún durante esos largos períodos en que duerme, hiberna o hace lo que sea, entre sus períodos más… vitales.

Mike levantó un dedo.

—Pero si obró su voluntad en nosotros, en algún punto, de algún modo, nosotros también le impusimos nuestra voluntad. Lo paramos antes de que hubiera terminado. Estoy seguro de que lo hicimos. ¿Lo debilitamos, lo herimos? ¿Estuvimos, en realidad, casi a punto de matarlo? Creo que sí. Creo que estuvimos tan cerca de matarlo que nos fuimos convencidos de haberlo hecho.

—Pero tú tampoco recuerdas esa parte, ¿verdad? —preguntó Ben.

—No. Recuerdo todo hasta el quince de agosto de 1958, con claridad casi perfecta. Pero desde entonces hasta el cuatro de septiembre, más o menos, cuando empezaron otra vez las clases, todo está en blanco absoluto. No se trata de que lo recuerde en parte o borrosamente: ha desaparecido por completo. Con una sola excepción: creo recordar que Bill gritaba algo de fuegos fatuos.

El brazo de Bill se sacudió convulsivamente. Golpeó contra una de las botellas vacías, que se estrelló en el piso como una bomba.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Beverly, levantándose a medias.

—No —dijo él con voz áspera y seca. Tenía carne de gallina en el brazo. Tenía la sensación de que le había crecido el cráneo, lo sentía

(los fuegos fatuos)

presionar contra la piel tensa de la cara, en palpitaciones incesantes.

—Voy a recoger los…

—No. Siéntate. —Quiso mirarla y no pudo. No podía aceptar los ojos de Mike.

—¿Te acuerdas de los fuegos fatuos, Bill? —preguntó Mike, suavemente.

—No —dijo él. Su boca estaba como cuando el dentista se entusiasma demasiado con la novocaína.

—Ya te acordarás.

—Ojalá no.

—De cualquier modo, así será —dijo Mike—. Pero por el momento… no. Yo tampoco. ¿Alguno de vosotros?

Uno por uno, todos negaron con la cabeza.

—Pero algo hicimos —observó Mike, en voz baja—. En cierto momento pudimos ejercer una especie de voluntad de grupo. En cierto momento alcanzamos un entendimiento especial, fuera consciente o inconsciente. —Se movió, inquieto—. Lástima que Stan no esté con nosotros. Tengo la sensación de que él, con su mente ordenada, podría haber tenido alguna idea.

—Tal vez la tuvo —dijo Beverly—. Y tal vez por eso se mató. Por comprender que, si existía algo de magia, no funcionaría entre adultos.

—Yo creo que puede funcionar —corrigió Mike—. Porque hay otra cosa que los seis tenemos en común. No sé si alguno de vosotros se ha dado cuenta.

A Bill le tocó entonces abrir la boca y volver a cerrarla.

—Venga —le instó el bibliotecario—. Tú sabes de qué se trata. Te lo leo en la cara.

—No estoy muy seguro de saberlo —replicó Bill—, pero creo que ninguno de nosotros tiene hijos. ¿E-e-es eso?

Hubo un momento de asombrado silencio.

—Sí —dijo Mike—. Así es.

—¡Por todos los santos del cielo! —exclamó Eddie, indignado—. ¿Qué tiene que ver eso con el precio de las habas en Perú? ¿De dónde sacaste la idea de que todo el mundo tiene, forzosamente, que tener hijos? ¡Eso es una locura!

—¿Tenéis hijos, tú y tu mujer? —preguntó Mike.

—Si has estado siguiéndonos el rastro como dices, sabes muy bien que no tenemos. Pero insisto en que eso no significa nada.

—¿Habéis tratado de tenerlos?

—No usamos anticonceptivos, si a eso te refieres. —Eddie hablaba con una dignidad extrañamente conmovedora, pero tenía las mejillas arreboladas—. Sucede que mi esposa tiene algunos… ¡Al diablo! Tiene un montón de kilos de más. Consultamos con un médico, y él nos dijo que mi esposa no podría tener hijos jamás si no bajaba de peso. ¿Somos criminales por eso?

—Tómatelo con calma, Eds —lo tranquilizó Richie, inclinándose hacia él.

—¡No me llames Eds y no se te ocurra pellizcarme las mejillas! —exclamó él, girando hacia Richie—. ¡Sabes que me revienta! ¡Siempre me reventó!

Richie retrocedió, parpadeando.

—¿Beverly? —preguntó Mike—. ¿Tú y Tom?

—No tenemos hijos —dijo—. Y tampoco usamos anticonceptivos. Tom quiere tener chicos… y yo también, por supuesto —agregó, apresurada, recorriendo a los presentes con la mirada. Bill se dijo que tenía los ojos demasiado brillantes, casi como los de una actriz que estuviera ofreciendo una buena representación—. Es que aún no han venido.

—¿Os hicisteis exámenes? —preguntó Ben.

—Oh, sí, por supuesto —respondió ella, con una risa ligera, casi temblorosa.

En uno de esos arrebatos de esclarecimiento que a veces experimentan quienes han sido dotados de curiosidad y penetración psicológica, Bill comprendió de pronto muchas cosas sobre Beverly y su marido, Tom alias el Hombre Más Grande del Mundo. Beverly se había sometido a los exámenes de fertilidad, pero lo más probable era que el Hombre Más Grande del Mundo se hubiera negado a considerar, siquiera por un momento, la posibilidad de que algo fallara en el esperma que se fabricaba en sus Bolsas Sagradas.

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