It (Eso) – Stephen King

Y Ben pensó: Cuando levante la cabeza veré que es la señorita Davies, sí, será la señorita Davies y no habrá envejecido un solo día.

Pero cuando ella levantó la cabeza, Ben vio a una mujer mucho más joven de lo que había sido la señorita Davies, aun en aquel entonces.

Algunos de los niños se taparon la boca para reír, pero otros se limitaron a observarla; sus ojos revelaban la fascinación eterna del cuento de hadas: ¿sería derrotado el monstruo… o comería?

—Soy yo, Billy el cabrito, quien camina, trip-trap, sobre tu puente —prosiguió la bibliotecaria.

Y Ben, pálido, pasó a su lado.

¿Cómo puede ser el mismo cuento? El mismísimo cuento. ¿Voy a creer que se trata sólo de una coincidencia? Pues no lo creo… ¡Maldita sea, no lo creo!

Se inclinó hacia la fuente de agua. Tuvo que agacharse tanto como Richie cuando hacía sus reverencias orientales, diciendo: «Salami, salami…».

Debería hablar con alguien —pensó, presa del pánico—. Con Mike, con Bill, con alguien. ¿Será cierto que alguien está ligando pasado y presente o es sólo mi imaginación? Porque si es cierto, no estoy seguro de estar preparado para tanto. Yo…

Cuando miró hacia el escritorio, su corazón pareció detenerse en su pecho por un momento, antes de empezar a latir al doble de la velocidad habitual. El cartel era simple, directo… y familiar. Decía, simplemente:

RECUERDA EL TOQUE DE QUEDA

19 horas

POLICÍA DE DERRY

En ese instante, todo pareció aclararse para él. Todo volvió en un horrible destello de luz. Comprendió entonces que la votación hecha durante la comida era inútil. No había modo de retroceder, no hubieran podido. Estaban todos sobre un sendero tan predeterminado como el sendero de recuerdos que lo había hecho levantar la mirada al pasar bajo la escalera de caracol. Allí, en Derry, había un eco, un eco mortífero, y sólo cabía esperar que ese eco pudiera ser alterado a favor de ellos lo suficiente para que les permitiera escapar con vida.

—Cielos —murmuró, frotándose una mejilla con la palma de la mano.

—¿Puedo ayudarlo en algo, señor? —preguntó una voz a la altura de su codo.

Ben dio un pequeño respingo. Era una muchacha de unos diecisiete años, de pelo rubio oscuro, que llevaba recogido a los lados de la cabeza con hebillas rectas. Ayudante de bibliotecaria, por supuesto; también las había habido en 1958. Eran estudiantes de secundaria que ordenaban los libros en los estantes, enseñaban a los pequeños a usar el fichero, ayudaban con los deberes escolares y orientaban a los desconcertados estudiantes con las bibliografías y las notas al pie. Se les pagaba una miseria, pero siempre había jovencitas dispuestas a hacerlo, porque era un trabajo agradable.

Inmediatamente después, analizando con más atención la cara simpática, pero interrogante, de la chica, recordó que él ya no tenía nada que hacer allí: era un gigante en la tierra de los pequeños. Un intruso. Si en la biblioteca para adultos se había sentido incómodo por la posibilidad de que alguien lo mirara o le dirigiera la palabra, allí, en cambio, le resultaba un alivio. Para empezar, demostraba que él seguía siendo adulto. El hecho de que la muchacha, obviamente, no usara sujetador bajo su camisa vaquera, también lo alivió en vez de excitarlo: si necesitaba alguna prueba de que estaba en 1985 y no en 1958, la tenía en los visibles puntos de los pezones contra la tela de algodón.

—No, gracias —dijo. Luego, sin motivo, se oyó agregar—: Estaba buscando a mi hijo.

—¿Sí? ¿Cómo se llama? Tal vez lo haya visto. —La chica sonrió—. Conozco a casi todos los que vienen.

—Se llama Ben Hanscom —dijo él—. Pero no lo veo por aquí.

—Dígame cómo es y, si lo veo, le daré un mensaje.

Ben comenzaba a incomodarse y a lamentar haberse metido en eso.

—Bueno, es bastante gordito y se me parece un poco. Pero no se preocupe, señorita. Si lo ve, dígale que su padre estuvo aquí, camino de casa.

—Lo haré —dijo ella, sonriendo.

Pero la sonrisa no le llegó a los ojos y Ben comprendió súbitamente que ella no se había acercado a hablarle por simple cortesía ni por voluntad de ayudar. Era ayudante en la biblioteca infantil de una ciudad donde, en los últimos ocho meses, nueve niños habían sido asesinados. Viendo a un desconocido en ese mundo a escala reducida, donde los adultos rara vez entraban, como no fuera para dejar a sus hijos o para recogerlos, cualquiera sospechaba, naturalmente.

—Gracias —le dijo con una sonrisa que trató de ser tranquilizadora, y salió como si se lo llevara el diablo.

Volvió por el corredor a la biblioteca de adultos y se acercó al escritorio siguiendo un impulso que él mismo no comprendió. Pero se suponía que, por esa tarde, era preciso seguir los impulsos, ¿no? Seguir los impulsos y ver a dónde llevaban.

El letrero de identificación del escritorio decía que la bonita bibliotecaria se llamaba Carole Danner. Detrás de ella, Ben vio una puerta con un panel de vidrio opaco; sobre el vidrio se leía: MICHAEL HANLON – JEFE DE BIBLIOTECARIOS.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó la señorita Danner.

—Creo que sí —dijo Ben—. Es decir, eso espero. Me gustaría sacar un carnet.

—Muy bien —dijo ella, cogiendo un formulario—. ¿Está domiciliado en Derry?

—Actualmente, no.

—En ese caso, ¿cuál es su dirección?

—Carretera Rural Star, 2, Hemingford Home, Nebraska. —Hizo una breve pausa, algo divertido por la expresión de la mujer, y agregó el código postal—: cinco nueve tres cuatro uno.

—¿Es una broma, señor Hanscom?

—No, en absoluto.

—Entonces, ¿piensa mudarse a Derry?

—No, no lo tengo pensado.

—¿No le parece que es mucho viajar para llevarse un libro en préstamo? ¿No hay bibliotecas en Nebraska?

—Es algo sentimental —dijo Ben. En cualquier otro momento, le habría resultado embarazoso explicar eso a una desconocida, pero descubrió que no lo era—. Crecí en Derry, ¿sabe? He vuelto ahora por primera vez desde que era niño. Estaba paseando, observando los cambios y las cosas que siguen iguales. Y de pronto se me ocurrió que, por los diez años vividos aquí, entre los tres y los trece años, no tengo una sola cosa que me los recuerde. Ni siquiera una postal. Tenía unos dólares de plata, pero perdí uno de ellos y regalé el resto a un amigo. Supongo que quiero un recuerdo de mi niñez. Es tarde, pero, ¿acaso no dicen que es mejor tarde que nunca?

Carole Danner sonrió. Y su bonita cara se convirtió en hermosa.

—Me parece muy tierno —dijo—. Si quiere pasar diez o quince minutos observando la biblioteca, cuando vuelva al escritorio le tendré el carnet preparado.

—Supongo que debo pagar una tasa, por no ser de la ciudad y todo eso.

—Cuando era niño, ¿tenía carnet?

—Sí, claro. —Ben sonrió—. Exceptuando a mis amigos, creo que ese carnet de la biblioteca era lo más importante…

De pronto, una voz llamó, cortando el silencio de la biblioteca como un bisturí.

—Ben, ¿quieres subir aquí?

Ben giró en redondo, dando un respingo culpable, como hacen todos cuando alguien grita en una biblioteca. No vio a nadie que conociera… y un momento después se dio cuenta de que nadie había levantado la mirada; nadie daba señal de sorpresa o de fastidio. Los ancianos seguían leyendo sus periódicos y revistas. En las mesas del cuarto de referencias, dos estudiantes secundarias tenían la cabeza metida en una montaña de papeles y de fichas. Varios curiosos estudiaban las hileras de libros señalados con el cartel OBRAS DE FICCIÓN CONTEMPORÁNEAS / PRÉSTAMO A SIETE DÍAS. Un viejo, tocado con una ridícula gorra de chófer, la pipa fría apretada entre los dientes, seguía hojeando una carpeta de dibujos de Luis de Vargas.

Ben volvió a mirar a la joven, que lo observaba, intrigada.

—¿Le ocurre algo?

—No —dijo Ben, sonriente—. Me pareció oír algo. Creo que estoy más afectado por el viaje de lo que pensaba. ¿Qué me decía?

—En realidad, era usted el que estaba hablando. Pero yo estaba a punto de agregar que, si usted tenía carnet cuando residía aquí, su nombre todavía estará en los archivos. Ahora tenemos todo en microfilm. Creo que las cosas han cambiado un poco desde que usted era niño.

—Sí. En Derry han cambiado muchas cosas…, pero muchas otras parecen seguir igual.

—De cualquier modo, puedo buscarlo, y prepararle un carnet de renovación. Son gratuitos.

—Me parece estupendo —dijo Ben.

Antes de que pudiera agradecer, la voz volvió a romper el silencio sacramental de la biblioteca, ahora vociferando con ominosa alegría:

—¡Ven aquí arriba, Ben! ¡Sube, culo gordo! ¡Ven a ver tu vida, Ben Hanscom!

Ben carraspeó.

—Se lo agradezco —agregó.

—No hay de qué. —Ella lo miró inclinando la cabeza—. ¿Empieza a hacer calor afuera?

—Sí, un poco. ¿Por qué?

—Está…

—¡Fue Ben Hanscom! —aulló la voz. Venía desde arriba, desde las estanterías—. ¡Ben Hanscom mató a los niños! ¡Atrápenlo! ¡Sujétenlo!

—… transpirando —concluyó ella.

—¿De veras? —fue la estúpida réplica de Ben.

—Se la haré preparar de inmediato —prometió ella.

—Gracias.

La joven se encaminó hacia la vieja máquina de escribir que ocupaba la esquina de su escritorio.

Ben se alejó lentamente, con el corazón convertido en un tambor dentro del pecho. Sudaba, sí; sentía las gotas que le caían por la frente, por las axilas, enredándose en el vello del pecho. Al levantar la vista vio al payaso Pennywise de pie, en lo alto de la escalera izquierda. Lo miraba. Tenía la cara blanca de pintura grasienta; sus labios sangraban lápiz labial en una sonrisa de asesino. Las cuencas de sus ojos eran agujeros vacíos. Sostenía un manojo de globos en una mano y un libro en la otra.

No es un payaso —pensó Ben—. Es Eso. Aquí estoy, en medio de la Biblioteca Pública de Derry, en una tarde de primavera de 1985. Soy un hombre adulto y me veo cara a cara con la peor pesadilla de mi niñez. Estoy frente a frente con él.

—Sube, Ben —lo llamó Pennywise—. No te haré daño. ¡Tengo un libro para darte! Un libro… y un globo. ¡Sube!

Ben abrió la boca para contestar: Si crees que voy a subir estás loco. Y de pronto comprendió que, si lo hacía, todo el mundo lo miraría, todo el mundo pensaría: ¿Quién es ese loco?

—Oh, ya sé que no puedes responder —siguió Pennywise y soltó una risita—. Pero, casi te engañé, ¿verdad? «Disculpe, señor. ¿Tiene Tío Pepe en botella de litro…? ¿Sí…? Ah, ¿y por qué no lo deja salir, pobre viejo?». «Perdone, señora, ¿podría decirme si su nevera está andando…? ¿Sí…? Entonces le conviene vigilarla para que no se escape».

El payaso, allá arriba, echó la cabeza atrás con una carcajada chillona. Sus chillidos levantaron ecos en la cúpula, como una bandada de murciélagos negros. Ben tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no taparse los oídos con las manos.

—Vamos, sube, Ben —lo llamó Pennywise—. Quiero que hablemos, en terreno neutral. ¿Qué te parece?

No voy a subir —pensó Ben—. Cuando me acerque a ti, finalmente, no querrás verme, creo. Vamos a matarte.

El payaso volvió a bramar de risa.

—¿Matarme? ¿A ? —Y de pronto, horriblemente, su voz fue la de Richie Tozier. No exactamente la de él, sino su Voz de Negrito—: ¡No me mate, amito, que vo’ a se’ un negro bueno! ¡No mate a este pobre negrito, amo Parva!

Luego, otra vez esa carcajada estridente.

Temblando, blanco el rostro, Ben cruzó el centro resonante de la biblioteca de adultos. Tenía la sensación de que iba a vomitar en cualquier momento. Se detuvo ante una estantería de libros y tomó uno al azar, con mano muy temblorosa. Sus dedos fríos hojearon el volumen.

—¡Ésta es tu única oportunidad, Parva! —clamó la voz, desde atrás y desde arriba—. Sal de la ciudad. Vete antes de que oscurezca. Esta noche estaré persiguiéndote… a ti y a los otros. Eres demasiado adulto para detenerme, Ben. Todos sois demasiado adultos. No conseguiréis más que haceros matar. Vete, Ben. ¿O quieres ver esto?

Ben giró lentamente, siempre con el libro en las manos heladas. No quería mirar, pero parecía tener una mano invisible bajo el mentón, levantándole la cabeza más y más.

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