La leyenda de Soledad Cruz – Gonzalo Abella

La Leyenda De Soledad Cruz

Gonzalo Abella

Dedicatoria

a todos los que hicieron, hacen y harán la historia desde abajo, con los de abajo; a esos hombres y mujeres cuyas huellas reaparecen siempre a pesar del opaco manto de la historia oficial.

a los que conquistaron pedazos fugaces de la utopía solidaria y a los que dieron todo para que ello fuera posible.

a aquellos que, como mi hija, crecieron tocando un pedacito de la utopia y despues ya nunca fueron los mismos.

a Edison, Bruno, Natalia, Tatita, Noel, Misi, Mati, Tina, Inés, Nicolás, Marquitos, Fernanda, Cata, Mauro, Guzmán y los otros chiquitos que vienen… y a los chiquitos que faltan también.

«Fueron vanguardia bravía
y hoy cubren la retirada
son los de cruza atigrada
la flor de la gauchería;
los honra la bizarría
de pelear por un vencido
al que acusan de bandido
por pretender, denodado
que el criollo más desgraciado
sea el más favorecido»

(O.Rodríguez Castillos: «Cimarrones»»)

«Me lo dijo un indio
viejo y medio brujo
que se santiguaba
y adoraba al Sol»

(Fernán Silva Valdés, «Leyenda de la flor de ceibo»)

«Hay cosas que para que triunfen han de andar ocultas» (José Martí, carta a Manuel Mercado desde el frente de batalla, en 1896)

Capítulo cero: DE COMO SOLEDAD CRUZ ENTRO EN MI VIDA

Yo era muy joven cuando oí hablar por primera vez de Soledad Cruz.

Estaba cumpliendo por entonces con mi primer trabajo profesional como docente: una breve suplencia en una escuela rural de Canelones.

Recuerdo que iba a la escuela en tren y todo para mí era una fiesta. Disfrutaba intensamente el ritual de llegar a la Estación Central, acomodarme en el viejo vagón con asientos de madera, observar las chacras por la ventanilla y oír las conversaciones de los otros viajeros que sabían leer en el paisaje rural señales para mí todavía incomprensibles.

Gracias a mis compañeros ocasionales en esos viajes, aprendí mi propio analfabetismo cultural. Aprendí que las palabras cultura y cultivos tienen una raíz común, esencial y demasiadas veces olvidada.

Como si esto fuera poco, la destreza de mis alumnos en distintas actividades cotidianas (hasta para abrir y cerrar tranqueras) me evidenciaba mis otras ignorancias, en las horas previas y posteriores a cada sesión docente.

Lamentablemente mi alfabetización rural fue demasiado breve por una errónea decisión propia.

Había decidido trasladarme en cuanto me fuera posible a una escuela suburbana de Montevideo. Como muchos jóvenes a fines de los sesenta, me parecía inminente una revolución social encabezada por el proletariado fabril y no quería perderme la fiesta de los de abajo asaltando el Cielo. El teatro principal de operaciones de las luchas sociales que se avecinaban iba a ser urbano y yo quería estar allí.

Tenía veintiún años de edad y muchas ganas de hacer cosas…

Por eso, aunque conocía y amaba el campo desde pequeño, mi pasaje como docente por la escuela rural fue demasiado fugaz. Y no presté la atención debida a ciertas cosas mágicas que viví por entonces, y que muchos años después, lejos del Uruguay, volvían a mí en recurrentes ensoñaciones.

Uno de estos hechos que borré por un tiempo fue la proximidad de un vecino, anciano chacarero mulato, robusto y solitario, al cual no le había durado mujer alguna por su fama de lobizón.

El lobizón u hombre-lobo es una tradición universal que se «agauchó» en nuestro medio rural y cobró perfiles propios en el imaginario cultural mestizo de nuestra gente de campo. Según la leyenda es un hombre común y corriente, siempre nacido séptimo hijo varón en su familia, que todos los viernes al anochecer sufre una transformación física creciéndole entonces un vello animal, garras y colmillos, y en esos momentos se comporta brutalmente porque —para decirlo como nuestro poeta mayor— «en la brasas de su ojos se habían quemado los recuerdos».

Como hombre-lobo, la tradición viene de Europa. En la Europa pre-cristiana era la Luna llena, en la Europa cristiana llena de creencias arcaicas era el oscurecer de cada viernes (evocación de un símbolo: la muerte de Jesús) lo que permitía la transformación de este ser tenebroso, señor de la noche.

Como hombre-animal (o mujer-animal) de extraños superpoderes, vinculados a la Luna y al monte, esta criatura ya estaba presente en la mitología charrúa y guaraní.

Por ejemplo, entre los guaraní monteses se narra que existió una jovencita muy hermosa pero perezosa y dormilona, de nombre Keraná. Nunca danzaba para agradecer los favores de los espíritus del bien, y por eso fue raptada sin protección por el diabólico Taú, quien enmascarando su aspecto la sedujo durante siete días y a lo largo de las lunas correspondientes tuvo con ella siete hijos. Desde el primer embarazo de Keraná intervino Angatupyry, un espíritu justiciero, que echó sobre la pareja una terrible maldición y los siete hijos nacieron con horrenda apariencia. Los nombres de las siete criaturas fueron respectivamente JejuJaguá, MboiTuí, Moñái, JasyJateré, Kurupí, AóAó, y finalmente Luisô. Obsérvese el sonido del nombre del séptimo Keraná memby: Luisô, con esa ô guaraní que suena nasal, casi como si fuera acompañada de una «n» final.

Pero nótese también la semejanza con otras tradiciones europeas pre-cristianas. El mago Merlín también nació del vientre de una joven que, encerrada en la torre de su castillo, olvidaba decir las oraciones nocturnas a los espíritus del Bien, y entonces un maligno duende con alas de murciélago pudo entrar a su alcoba y seducirla a la séptima noche con la apariencia de un príncipe azul. Los poderes mágicos de Merlín, sin embargo, fueron usados para el Bien. Comienzan a extinguirse ya en vida del Rey Arturo, cuando los caballeros abandonan la religiosidad del bosque, el hechizo de hadas y gnomos, para dedicarse a la búsqueda del Santo Grial, que simboliza la irrupción del Catolicismo institucional.

El número siete juega siempre un papel en el mito. Es la cuarta parte del mes lunar, el que rige la racionalidad presocrática de la Europa «bárbara» y de la América feliz por entonces ignorada.

El lobizón, según algunos conocedores, teme mucho al cuchillo, al fuego y a todo lo que pueda marcarlo, porque su instinto le advierte que cualquier marca puede hacerlo identificable cuando recupere su forma humana. De aceptar todo lo que se dice, sin embargo, habría algunos lobizones más valientes que otros. Aquel vecino, de serlo, provenía de una estirpe lobizónica corajuda.

Yo había oído hablar de todo esto desde mi niñez, pero estaba demasiado ocupado en estudiar la plusvalía, la renta absoluta y la diferencial, y las discusiones de Lenin con los empiriocriticistas, polémicas éstas que me resultaban más reales (?) y relevantes que los lobizones, a pesar de que éstos estaban cerca y aquéllas habían tenido lugar muchas décadas atrás en el otro extremo del mundo.

Sin embargo en su momento me interesé por las historias que se contaban sobre el solitario productor rural vecino de la escuelita. Este campesino era descendiente, según se decía, de una tal Soledad Cruz que había vivido «en los tiempos de la Patria Vieja». Según la tradición, Soledad Cruz fue una joven afroamericana que había nacido esclava y crecido muy hermosa. Fugada con sus hermanos se refugió primero en una comunidad charrúa y luego en los fogones de Artigas, donde tuvo amores con un lobizón del cual quedó embarazada. Su huella se perdía en 1815 en Purificación, donde creció su única hijita, de la cual tampoco nadie supo decir nada por mucho tiempo, hasta que sus descendientes volvieron desde el Norte hacia Canelones, ya próximo el fin del siglo XIX.

En cuanto a lo que ocurrió, una vez instalados en el mundo chacarero aquellos descendientes de Soledad, las versiones empezaban a contradecirse o eran muy borrosas; pero el viejo productor rural vecino a la escuela, moreno y solitario, parecía ser el último heredero de aquellas generaciones lobizónicas.

Según escuché en Canelones (en otras zonas del país la leyenda es diferente) la pesada herencia de las metamorfosis de los viernes recaía siempre en el séptimo hijo varón. Una vecina inclusive amplió la información agregando que, siendo nuestro vecino el quinto hijo legítimo de su padre, su condición de lobizón probaba la condición previa de madre soltera de la progenitora.

«Creencias arcaicas y pintorescas» era mi opinión de entonces sobre estas tradiciones. Cuando finalmente descubrí que las Ciencias Sociales no daban respuesta a todo (me llevó muchas muertes comprenderlo) volví al país y a las raíces, y me dejé llevar por la fascinación de la vieja patria gaucha, de cuya seducción tantos años procuré en vano apartarme. Y recorriendo potreros y fragancias tropecé con el fantasma del viejo chacarero y la leyenda de Soledad Cruz.

De pronto se me hizo en el alma algo así como una luz. Un recuerdo había viajado conmigo todos estos años y en él había un tesoro que no había sabido valorar.

Soledad Cruz. ¿Qué mejor compañía que ella para recorrer el nacimiento de nuestra historia multicultural? ¿Dónde encontrar una personalidad tan fascinante como la de ella para honrar a nuestras lanceras afroamericanas, protagonistas de nuestra gesta más gloriosa?

No se puede entender la historia del Uruguay separada de la historia regional; tampoco es posible hacerlo sin reconstruir el cordón umbilical de nuestra identidad con el legado charrúa ni se puede ignorar la vieja sabiduría africana de muchos de los mejores hijos de este suelo.

No se puede comprender la especificidad de nuestra historia local sin recordar que esta tierra fue una pradera fértil y sin oro, lo cual hizo de ella apenas un lugar de tránsito para los primeros conquistadores, y por el contrario un lugar de residencia obligada para muchos prófugos del poder colonial. Así fue nuestra tierra hasta su tardía y sangrienta conquista ibérica y criolla-liberal.

En un mundo pastoril donde se podía obtener gratuitamente cueros de vaca para cambiar por lo que se quisiera, la Banda Oriental del Río de la Plata vio nacer en el siglo XVIII una cultura gaucha «de a caballo» multiétnica y multicultural, con tecnología indígena y solidaridad «zumbiana». Gente libérrima en su comercio con Europa («contrabandistas» a los ojos del Rey de España) y libérrima en sus hábitos, inclusive con un concepto «avanzado» (o sea indígena) de la libertad sexual y de la igualdad de géneros; gente respetuosa de la Naturaleza y de la comunidad, vinculada con un amor religioso al paisaje horizontal y ondulado de la pradera y los ríos. Y era un mundo gaucho informado de lo que ocurría en el mundo exterior gracias al contrabando por las costas oceánicas de Rocha. De contrabando salían los cueros y de contrabando entraba la información aportada por piratas franceses, holandeses e ingleses.

Quizás el alma del paisaje de la pradera también impulsaba el trato horizontal y llano, sin vueltas ni reveses, en aquel mundo pastoril solidario y encantado.

Por eso, cuando los adinerados independentistas de Buenos Aires en 1810 llamaron a la gente de la pradera para unirse a su causa, esa unión resultó muy frágil. Los gauchos acompañaban la voluntad emancipadora, pero se sentían más próximos a los gauchos de las otras provincias, a los indios y a los esclavos africanos (nuevamente postergados) que a los ricos criollos “eurocultos”, comerciantes adinerados de la ciudad-puerto.

El 18 de mayo de 1811, la gente de pies descalzos de la pradera derrota al ejército español en Las Piedras y recibe las felicitaciones de Buenos Aires. Montevideo, realista y español, queda sitiado. Y dentro de murallas hierve la conspiración artiguista, desde las humildes barracas de los esclavos hasta las celdas de los curas franciscanos.

Poco duró, es bueno recordarlo una vez más, el romance de los gauchos con el Buenos Aires patricio. Ya en diciembre de ese año la gente de la pradera está rodeando a Artigas en el Norte uruguayo, y son indios, negros, familias criollas del campo, guaraní cristianos y charrúas indómitos los que alumbran juntos una nueva propuesta de futuro, una utopía diferente a la de los comerciantes de Buenos Aires y a la de los españolistas de Montevideo.

El artiguismo fue apenas expresión local de un sueño multicultural y continental, una propuesta para todos, incluso para los inmigrantes, que el liberalismo euroculto y probritánico aplastó con constituciones liberales y ejércitos sanguinarios.

Entre 1813 y 1820 el universo de pies descalzos y sueños pródigos, de manos tendidas con diferentes colores de piel pero erizadas en un sueño común, se fue extendiendo por varias provincias argentinas y sus ecos se oían ya en el Alto Perú de Tupac Katari. Los pobres de Buenos Aires y especialmente los afroporteños escuchaban esperanzados, dispuestos también a asumir su papel si se daba la ocasión pero ello sólo pudo ser mucho después, durante el contradictorio gobierno de Rosas.

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