It (Eso) – Stephen King

Pero:

En el domingo de Pascua de 1906 los propietarios de la Fundición Kitchener, que se levantaba donde ahora se encuentra la flamante galería comercial, organizaron una cacería de huevos de pascua para «todos los niños buenos de Derry». La búsqueda se llevó a cabo en el enorme edificio de la fundición. Se cerraron las zonas peligrosas y todos los empleados se ofrecieron para montar guardia a fin de que ningún pequeño aventurero decidiera explorar más allá de las barreras. En el resto del edificio se escondieron quinientos huevos de chocolate envueltos con alegres cintas. Según Buddinger, había, por lo menos, un niño participante por cada huevo. Todos corrieron riendo y chillando por el silencio dominical de la fundición, buscando los huevos dentro de los cajones de escritorio, entre las grandes ruedas dentadas, en los moldes del tercer piso (en las fotografías antiguas, esos moldes parecen los de la cocina de algún gigante). Tres generaciones de Kitchener estaban presentes vigilando el alegre alboroto, listos para entregar los premios al terminar la búsqueda que concluiría a las cuatro en punto aunque no se hubiesen encontrado todos los huevos. En realidad, el final llegó cuarenta y cinco minutos antes, a las tres y cuarto. Fue entonces cuando explotó la fundición. Al ponerse el sol, se habían extraído sesenta y dos cadáveres de entre las ruinas. La cuenta final fue de ciento dos, de los cuales ochenta y ocho eran niños. El miércoles siguiente, mientras la ciudad aún guardaba un aturdido silencio ante la tragedia, una mujer encontró la cabeza de Robert Dohay, de nueve años, enredada entre las ramas de un manzano, en el fondo de su casa; tenía chocolate entre los dientes y sangre en el pelo. Fue el último de los muertos hallados. De ocho niños y un adulto no volvió a saberse nada. Ésta constituye la peor tragedia en la historia de Derry, peor aún que el incendio del Black Spot, en 1930, y jamás recibió explicación. Las cuatro calderas de la fundición estaban cerradas. No sólo puestas al mínimo, cerradas por completo.

Pero:

El porcentaje de asesinatos es, en Derry, seis veces mayor que el de otras ciudades de tamaño similar dentro de Nueva Inglaterra. Mis primeras conclusiones al respecto me resultaron tan difíciles de creer que entregué las cifras a un estudiante de secundaria, que suele pasar aquí, en la biblioteca, el poco tiempo que no pasa frente a su ordenador. Él llegó más allá (no es sólo un tragalibros, sino un exagerado): agregó otras doce ciudades pequeñas a lo que llamó stat-pool y me entregó un gráfico computarizado donde Derry sobresalía como un pulgar herido. «Parece que aquí la gente tiene mal carácter, señor Hanlon», fue su único comentario. No respondí. De lo contrario, debería haberle dicho que algo, en Derry, tiene mal carácter.

Aquí, en Derry, los niños desaparecen sin explicación y sin que se los vuelva a ver, de cuarenta a sesenta por año. La mayor parte son adolescentes. Se supone que huyen del hogar. Supongo que, en algunos casos, es así.

Y durante lo que Albert Carson llamaría, sin duda, el ciclo, la tasa de desapariciones asciende, rauda, hasta casi perderse de vista. En 1930, por ejemplo, año en que se incendió el Black Spot, hubo más de ciento sesenta desapariciones de niños en Derry; debemos recordar que éstas son sólo las que fueron denunciadas a la policía y, por lo tanto, están documentadas. «No tiene nada de sorprendente —me dijo el jefe de policía actual cuando le enseñé la estadística—. Fue por la Depresión. La mayoría se habrá cansado de tomar sopa de patatas o de pasar hambre en la casa. Seguramente se fueron siguiendo las vías, en busca de algo mejor».

Durante 1958, se denunció en Derry la desaparición de 127 niños cuyas edades variaban entre tres y diecinueve años. «¿Había depresión en 1958?», pregunté al jefe Rademacher. «No —dijo—, pero la gente se muda mucho, Hanlon. A los chicos, en particular, les pican los pies. Discuten con los padres por haber llegado tarde a casa y ¡bum!, se van».

Enseñé al jefe Rademacher la fotografía de Chad Lowe que había publicado el Derry News en abril de 1958. «¿Le parece que éste puede haber huido después de discutir con los padres por llegar tarde, Rademacher? Tenía tres años y medio cuando desapareció».

Rademacher, clavándome una mirada agria, me dijo que había sido un placer conversar conmigo, pero que, si no tenía nada más que preguntar, estaba ocupado. Me fui.

Haunted, haunting, haunt, dicen en inglés.

Visitado con frecuencia por fantasmas o espíritus, como las tuberías de desagüe en una cocina; aparecer o presentarse con frecuencia, como cada veinticinco, veintiséis o veintisiete años; sitio en donde comen los animales, como en los casos de George Denbrough, Adrian Mellon, Betty Ripsom, la chica de Albrecht, el niño Johnson.

Sitio en donde comen los animales. Sí, eso es lo que me asedia.

Si ocurre algo más, sea lo que fuere, haré esas llamadas. Es preciso. Mientras tanto, tengo mis suposiciones, mi insomnio y mis recuerdos, mis malditos recuerdos. ¡Ah!, y algo más: tengo estas notas, ¿verdad? Mi muro de las lamentaciones. Y heme aquí, sentado, con la mano temblando de tal modo que apenas puedo escribir. Aquí, sentado en la biblioteca desierta, después de cerrar, escuchando leves ruidos en los estantes oscuros, observando las sombras que arrojan los mortecinos globos amarillos para asegurarme de que no se muevan…, de que no cambien.

Heme aquí, sentado junto al teléfono.

Pongo sobre él la mano libre…, la dejo deslizarse hacia abajo…, toco los agujeros del disco que podrían ponerme en contacto con todos ellos, mis viejos amigos.

Juntos penetramos profundamente.

Juntos penetramos en la negrura.

¿Saldríamos de la negrura si penetráramos por segunda vez?

No lo creo.

Dios, por favor, que no tenga que llamarles.

Dios, por favor.

Segunda parte
JUNIO DE 1958

Mi superficie soy yo mismo,
bajo la cual, como testigo,
está enterrada la juventud.
¿Raíces? Todo el mundo tiene raíces.

WILLIAM CARLOS WILLIAMS, Paterson

A veces no sé qué voy a hacer.
La tristeza de verano no tiene cura.

EDDIE COCHRAN

IV. BEN HANSCOM SUFRE UNA CAÍDA

1

Alrededor de las doce menos cuarto de la noche una de las azafatas que atienden la primera clase del vuelo 41 de United Airlines, entre Omaha y Chicago, se lleva un susto de muerte. Por unos instantes, cree que el hombre del 1-A ha muerto.

Al verlo abordar en Omaha, pensó: «Vaya, con éste vamos a tener problemas. Está más borracho que una cuba». La inquietó pensar en el Primer Servicio, que incluía las bebidas. Sin duda, él pediría algo fuerte… y seguramente doble. Ella tendría que decidir si servirle o no. Además, para complicar las cosas, había tormentas eléctricas a lo largo de todo el trayecto y ella estaba segura de que, en algún momento, el hombre, un tipo delgado, vestido de vaqueros y camisa de leñador, va a empezar a vomitar.

Pero cuando pasó con el Primer Servicio, el hombre alto sólo pidió un vaso de agua mineral con toda cortesía. Su luz no se ha encendido y la azafata no ha tardado en olvidarse de él porque hay mucho que hacer en ese vuelo. En realidad es uno de esos vuelos que una desea olvidar en cuanto terminan y en cuyo transcurso, si tuviera tiempo, llegaría a cuestionarse la posibilidad de la propia supervivencia.

El vuelo 41 hace reverencias entre los feos huecos de truenos y relámpagos, como un buen esquiador colina abajo. El aire está muy movido. Los pasajeros lanzan exclamaciones y hacen chistes intranquilos sobre los relámpagos que refulgen entre las gruesas columnas de nubes alrededor del avión. «Mamá, ¿ése es Dios que les está sacando fotografías a los ángeles?», pregunta un chiquillo. Y la madre, que está bastante verde, lanza una risa temblorosa.

El Primer Servicio resulta el único de ese vuelo. La señal de abrocharse los cinturones se enciende a los veinte minutos del despegue y sigue encendida. Las azafatas permanecen en los pasillos atendiendo las luces de llamadas, que se encienden como fuegos artificiales.

Qué ocupado está Ralph, esta noche —le dice la jefa de azafatas, cuando se cruzan en el pasillo. La jefa de azafatas vuelve a la clase turista con una nueva provisión de bolsas para el mareo. Es en parte una clave, en parte un chiste. Ralph siempre está ocupado en esa clase de vuelos. El avión da un tumbo, alguien deja escapar un suave grito, la camarera gira un poco y alarga una mano para sostenerse. Y entonces mira directamente a los ojos fijos y sin vida del hombre del 1-A.

«Oh, Dios bendito, está muerto —piensa—. El alcohol, antes de subir a bordo… después los tumbos… el corazón… murió de miedo».

El hombre tiene los ojos fijos en los suyos, pero no la ve. No se mueven. Están completamente vidriosos. Son, sin duda, ojos de muerto.

La azafata se aparta de esa mirada horrible, su propio corazón le bombea en la garganta, a velocidad de fuga. Se pregunta qué hacer, cómo proceder; da gracias a Dios porque ese hombre, al menos, no tiene un compañero de asiento que grite y provoque un pánico general. Decide que deberá notificar primero a la jefa de azafatas y después a la tripulación masculina, allá delante. Tal vez se pueda envolverlo en una manta y cerrarle los ojos. El piloto mantendrá la señal de ajustarse los cinturones, aunque pase la tormenta, para que nadie vaya hacia delante para usar el baño. Cuando los otros pasajeros desembarquen, pensarán que está simplemente dormido.

Esos pensamientos le pasan por la mente a toda velocidad. Gira hacia atrás para confirmarlos con una mirada. Los ojos muertos, ciegos, se fijan en ella… y en eso el cadáver toma su vaso de agua mineral y bebe un sorbo.

En ese momento el avión vuelve a dar un brinco, se inclina y el pequeño grito de la azafata se pierde en otros gritos de miedo más estentóreos. Entonces el hombre mueve los ojos, no mucho, pero lo suficiente para que ella comprenda: está vivo y la mira. Y ella piensa: «Por Dios, cuando subió pensé que tenía alrededor de cincuenta y cinco años, pero no se acerca ni remotamente a esa edad, a pesar de las canas».

Se le acerca aunque oye el campanilleo impaciente de las llamadas detrás de ella (Ralph está ocupado, por cierto; tras un aterrizaje perfecto en O’Hare treinta minutos después, las azafatas tirarán setenta bolsitas llenas).

—¿Algún problema, señor? —pregunta, sonriendo. La sonrisa parece falsa e irreal.

—Ninguno, todo está perfectamente —dice el flaco. Ella echa un vistazo al billete de primera clase puesto en la ranura del respaldo y ve que se llama Hanscom—. Todo está perfectamente. Pero el vuelo es un poco movido, ¿verdad? Creo que tiene bastante trabajo. Por mi no se preocupe. Estoy… —Le dedica una sonrisa espantosa, una sonrisa que hace pensar en espantapájaros aleteando en muertos campos de otoño—. Estoy perfectamente.

—Se lo veía

(muerto)

algo decaído.

—Estaba pensando en los viejos tiempos —dice él—. Esta noche acabo de darme cuenta de que existen cosas tales como los viejos tiempos, en lo que a mí respecta.

Más campanillas.

—Disculpe, azafata… —llama alguien, nervioso.

—Bueno, si está seguro de que se siente bien…

—Pensaba en un dique que construí con unos amigos míos —dice Ben Hanscom—. Los primeros amigos que tuve, creo. Estaban construyendo el dique cuando… —Se interrumpe, sobresaltado, y ríe. Es una risa franca, casi despreocupada, como la de un niño; suena muy extraña en ese avión sacudido— … cuando les caí encima. Casi literalmente, es lo que hice. De cualquier modo, estaban haciendo un desastre con ese dique. Lo recuerdo.

—¡Azafata!

—Disculpe, señor. Debo seguir con mis rondas…

—Sí, por supuesto.

Ella se aleja deprisa, feliz de liberarse de esa mirada mortífera, casi hipnótica.

Ben Hanscom vuelve la cabeza hacia la ventanilla y mira hacia fuera. Se enciende un relámpago dentro de gruesas nubes de tormenta, catorce kilómetros a estribor. En el tartamudeo de luz, las nubes parecen grandes cerebros transparentes, llenos de malos pensamientos.

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