It (Eso) – Stephen King

—¿Se te ocurrió a ti? —preguntó Mike—. ¡Jolín, es estupendo!

Ben sonrió. Le había llegado el turno de ruborizarse. Bill se incorporó súbitamente para mirar a Mike.

—¿Q-q-quieres par-participar?

—Oh…, claro —respondió Mike.

Los otros intercambiaron una mirada, Mike la sintió, además de verla. Somos siete, pensó. Y se estremeció sin motivo aparente.

—¿Cuándo vais a abrir el agujero?

—M-m-muy p-pronto —dijo Bill.

Y Mike supo (lo supo) que no se refería sólo a la casita subterránea. Ben también lo supo. Y Richie y Beverly y Eddie. Stan Uris había dejado de sonreír.

—V-v-vamos a in-iniciar el p-p-proyecto muy pro-pronto.

Entonces se hizo una pausa y Mike cobró súbita conciencia de dos cosas: querían decirle algo… y él no estaba muy seguro de querer saberlo. Ben había recogido un palito y hacía garabatos en el polvo, sin sentido; el pelo le ocultaba la cara. Richie se mordisqueaba las uñas, ya melladas. Sólo Bill lo miraba de frente.

—¿Pasa algo? —preguntó Mike, intranquilo.

Bill habló con mucha lentitud:

—E-esto es un c-c-club. Pu-puedes e-e-entrar, pero t-t-tienes que gu-guardar n-n-nuestros se-se-se-cretos.

—¿Como el de la casita, quieres decir? —preguntó Mike, más intranquilo que nunca—. Bueno, por supuesto que sí…

—Tenemos otro secreto, chico —dijo Richie, sin mirarlo—. Y Gran Bill dice que este verano nos incumbe algo más importante que hacer casitas subterráneas.

—Y tiene razón —agregó Ben.

Se oyó un jadeo sibilante y súbito. Mike dio un respingo. Era sólo Eddie, que acababa de aplicarse su inhalador. Miró a Mike como pidiendo disculpas, se encogió de hombros e hizo un gesto afirmativo.

—Bueno —dijo Mike, por fin—, no me tengáis en suspenso. Contadme.

Bill miraba a los otros.

—¿Hay a-a-alguien que no l-l-lo qui-quiera en el c-c-club?

Nadie respondió. Nadie levantó la mano.

—¿Q-q-quién se lo d-d-dice?

Otra larga pausa. Esa vez Bill no la interrumpió. Por fin, Beverly miró a Mike con un suspiro.

—Los chicos asesinados —dijo—. Sabemos quién los mató. Y no es humano.

3

Se lo dijeron, uno a uno. Le contaron lo del payaso en el hielo, lo del leproso bajo el porche, lo de la sangre y las voces que surgían del sumidero, lo de los niños muertos de la torre-depósito. Richie le contó lo que había ocurrido cuando él y Bill habían vuelto a Neibolt Street. Bill fue el último en hablar, revelando lo de la foto que se había movido y la otra, aquella en la que él había metido la mano. Terminó explicando que Eso había matado a su hermano Georgie y que el Club de los Perdedores estaba decidido a acabar con el monstruo… fuera lo que fuese.

Mientras volvía a su casa, más tarde, Mike pensó que habría debido escuchar con incredulidad, transformada en horror, y acabar por huir a toda prisa, sin mirar atrás, convencido de que estaba siendo objeto de una broma a manos de chicos blancos a quienes no les gustaban los negros o de que estaba en presencia de seis auténticos lunáticos a quienes la demencia se les había contagiado por el contacto, así como todo un curso podía pescar una gripe virulenta.

Pero no huyó, porque a pesar del horror, sentía un extraño consuelo. Consuelo y algo más, algo más elemental: la sensación de haber echado raíces. Somos siete, volvió a pensar, cuando Bill terminó de hablar.

Abrió la boca, sin saber qué iba a decir.

—He visto el payaso —fue lo que dijo.

—¿Qué? —preguntaron Richie y Stan, al unísono.

Beverly giró la cabeza tan deprisa que su coleta pasó del hombro izquierdo al derecho.

—Lo vi el día de la Independencia —agregó Mike, lentamente, hablando sobre todo con Bill. Los ojos del pelirrojo, agudos y totalmente concentrados, permanecían clavados en los suyos, exigiéndole que continuara—. Sí, el 4 de julio…

Se interrumpió momentáneamente, pensando: Pero yo lo conocía. Lo conocía, porque no fue esa la primera vez que lo vi. Y no fue tampoco la primera vez que vi algo…, algo extraño.

Pensó entonces en el pájaro. Era la primera vez que se permitía pensar en él (como no fuera en sus pesadillas) desde el mes de mayo. Había creído que estaba enloqueciendo. Era un alivio descubrir que no era así…, pero ese alivio daba miedo. Se humedeció los labios.

—Sigue —dijo Bev, impaciente—. Date prisa.

—Bueno, yo estaba en el desfile. Yo…

—Te vi —interrumpió Eddie—. Tocabas el saxofón.

—En realidad, es un trombón —dijo Mike—. Toco en la banda de la escuela de Neibolt. Como os decía, vi al payaso. Estaba repartiendo globos entre los chicos, en la triple esquina del centro. Era tal como dicen Ben y Bill: traje plateado, botones naranja, maquillaje blanco en la cara, gran sonrisa roja. No sé si era lápiz de labios o maquillaje, pero parecía sangre.

Los otros hacían gestos de asentimiento, entusiasmados, pero sólo Bill lo miraba con extrema atención.

—¿M-Mechones de pelo n-n-naranja? —preguntó, representándolos en su propia cabeza con los dedos, sin darse cuenta.

Mike asintió.

—Al verlo así… me asusté. Y mientras yo lo miraba, él se volvió y me saludó con la mano, como si me leyera la mente o los sentimientos, como vosotros queráis. Y eso…, bueno, me asustó aún más. En ese momento no sabía por qué, pero me asusté tanto que, por un par de segundos, no pude seguir tocando el trombón. Se me secó la saliva en la boca y sentí…

Echó un vistazo a Beverly. Ahora lo recordaba todo con claridad: el sol, que de pronto le había parecido intolerable, deslumbrante sobre el bronce del instrumento y el cromo de los automóviles; la música, demasiado alta; el cielo, demasiado azul. El payaso había levantado una mano enguantada en blanco (la otra estaba llena de cordeles de globos) agitándola lentamente, demasiado roja y ancha su sonrisa sangrienta, como un grito invertido. Recordó que le había ardido la piel de los testículos, que de pronto había sentido los intestinos flojos y calientes, como si pudiera descargar en cualquier momento un montón de caca en sus pantalones. Pero no podía decir esas cosas delante de Beverly. Esas cosas no se decían delante de las chicas, aunque fueran el tipo de chicas que podían oír cosas como «puta» o «joder».

—Tuve miedo —concluyó, sintiendo que eso era demasiado flojo, pero sin saber cómo expresar el resto.

Pero todos estaban asintiendo, cómo si comprendieran, y él experimentó un alivio indescriptible. De algún modo, ese payaso que lo miraba, esbozando su sonrisa roja, meneando la mano enguantada…, eso había sido peor que la persecución de Henry Bowers y sus compinches. Muchísimo peor.

—Luego quedó atrás —prosiguió Mike—. Marchamos por la cuesta de Main Street. Y volví a verlo, entregando globos a los chicos. Sólo que muchos no querían aceptarlos. Los más pequeños lloraban. No pude explicarme cómo había podido llegar allí tan rápido. Para mis adentros pensé que había dos, ¿entendéis? Dos, vestidos del mismo modo. Un equipo. Pero entonces se volvió y me saludó otra vez. Y me di cuenta de que era el mismo. El mismo hombre.

—No es un hombre —dijo Richie.

Beverly se estremeció. Bill la rodeó con un brazo por un instante y ella lo miró con gratitud.

—Me saludó con la mano… y me guiñó el ojo. Como si tuviésemos un secreto entre los dos. O como… A lo mejor sabía que yo lo había reconocido.

Bill dejó caer el brazo que rodeaba los hombros de Beverly.

—¿Q-q-que lo rec-reconociste?

—Creo que sí —dijo Mike—. Tengo que comprobar algo antes de asegurarlo. Mi padre tiene algunas fotos. Las colecciona. Vosotros jugáis mucho aquí abajo, ¿no?

—Claro —dijo Ben—. Por eso estamos haciendo una casita.

Mike asintió.

—Voy a ver si no me equivoco. En todo caso, puedo traer las fotos.

—¿F-f-fotos viejas?

—Sí.

—¿Y q-q-qué más?

Mike Hanlon abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Miró a los otros, inseguro.

—Vais a decir que estoy loco. O que miento.

—¿T-t-te pa-parece que n-n-nosotros est-estamos locos?

Mike sacudió la cabeza.

—Puedes estar seguro —dijo Eddie—. Yo tengo un montón de cosas que me andan mal, pero no estoy chiflado… creo.

—No —aseguró Mike—. No creo que estéis chiflados.

—B-b-bueno, no-nosotros t-t-tampoco creemos que e-e-estés ch-ch-ch… loco —dijo Bill.

Mike los miró a todos, carraspeó y dijo:

—Vi un pájaro. Hace dos o tres meses. Vi un pájaro.

Stan Uris preguntó:

—¿Qué clase de pájaro?

Mike, más reacio que nunca, describió:

—Se parecía a un gorrión, más o menos, pero también a un petirrojo. Tenía el pecho naranja.

—Bueno, ¿y qué tiene de raro un pájaro? —preguntó Ben—. En Derry hay muchos pájaros.

Pero se sentía intranquilo; le bastó con mirar a Stan para saber que el chico estaba recordando lo que había ocurrido en la torre-depósito y cómo él había impedido que acabase de ocurrir, fuera lo que fuese, gritando nombres de pájaros. Pero se olvidó de todo cuando Mike volvió a hablar.

—Ese pájaro era más grande que una rulot —dijo.

Contempló sus caras espantadas, sorprendidas, esperando que rieran, pero no fue así. Stan parecía haber recibido un ladrillazo. Se había puesto tan pálido que su piel tenía el color de la opaca luz de invierno.

—Es verdad, lo juro —dijo Mike—. Era un pájaro gigantesco, como esos prehistóricos que aparecen en las películas de monstruos.

—Sí, como en La garra gigante —dijo Richie.

—Pero no parecía prehistórico —dijo Mike—. Tampoco era como ésos, cómo se llaman, de las leyendas griegas y romanas.

—¿Los roc-roc-rocs? —sugirió Bill.

—Eso. Tampoco era como ésos. Era sólo una combinación de petirrojo y gorrión, los dos pájaros más comunes del mundo. —Y Mike rió, algo desesperadamente.

—¿D-d-dónde…? —comenzó Bill.

—Cuéntanos —intervino Beverly, simplemente.

Después de tomarse un momento para ordenar sus ideas, Mike lo hizo. Y al contarlo, mientras veía aquellas caras que se iban tornando preocupadas, temerosas, pero no incrédulas ni despectivas, sintió que un peso increíble le liberaba el pecho. Como le había ocurrido a Ben con su momia o a Eddie con su leproso y a Stan con los chicos ahogados, había visto algo que habría vuelto loco a un adulto, no sólo de terror, sino por la fuerza colosal de una irrealidad demasiado grande como para descartarla con una explicación o, a falta de explicación racional, dejarla a un lado. La luz del amor divino había quemado la cara de Elías, según Mike había leído; pero al ocurrir eso, Elías era anciano y tal vez eso cambiaba las cosas. ¿Acaso no había en la Biblia otro fulano, apenas más que un chico, que había detenido a un ángel?

Después de presenciar aquello, Mike había seguido adelante con su vida, integrando el recuerdo en su visión del mundo. Como aún era bastante niño, su punto de vista era bastante amplio. De cualquier modo, lo ocurrido aquel día era como un fantasma en los rincones más oscuros de su mente. A veces, en sus sueños, huía de ese pájaro grotesco que imprimía su sombra sobre él, desde lo alto. De esos sueños recordaba algunos; otros, no, pero allí estaban, sombras con movimiento propio.

Y lo poco que había olvidado, lo mucho que eso lo afligía, era visible, quizá, sólo de una manera: en el alivio que experimentaba al compartirlo con los otros. En ese momento comprendió que, por primera vez, se permitía pensar plenamente en eso desde aquel amanecer junto al canal, la mañana en que vio aquellos extraños surcos… y la sangre.

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