It (Eso) – Stephen King

No hubo hijos. En la noche del 23 de mayo de 1985 (la noche del baño), los consuegros todavía esperaban que les convirtieran en abuelos. El otro dormitorio seguía siendo «el otro dormitorio»; las compresas Siemprelibre seguían ocupando su sitio acostumbrado en el armario, bajo el lavabo; la «tía pelirroja» aún hacía su visita mensual. La madre de Patty, ocupada con sus propios asuntos pero no del todo ajena al sufrimiento de su hija, había dejado de preguntar en sus cartas y cuando la pareja viajaba a Nueva York dos veces al año. Ya no había comentarios humorísticos sobre la vitamina E que debían tomar. También Stanley había dejado de mencionar el asunto, pero a veces, cuando Patty lo observaba sin que él lo supiera, le descubría en la cara una gran sombra. Como si tratara, desesperadamente, de recordar algo.

Descontando esa única nube, la vida era bastante agradable para los dos hasta que sonó el teléfono en medio de Family Feud, en la noche del 28 de mayo. Patty tenía en el regazo dos camisas de Stan, dos blusas suyas, el costurero y la caja de botones; Stan, la última novela de William Denbrough que aún no había salido en edición barata.[4] La portada del libro mostraba una bestia rugiente; la contraportada, un hombre calvo, con anteojos.

Stan, que estaba más cerca, contestó la llamada.

—Hola. Con la casa de Uris.

Escuchó, y una línea profunda se le formó entre las cejas.

—¿Quién dice que es usted?

Patty sintió un instante de miedo. Más tarde, la vergüenza la haría mentir, decir a sus padres que había presentido algo desde el momento en que sonara el teléfono; en realidad, sólo hubo ese instante, ese único levantar rápidamente la vista de su costura. Pero tal vez era cierto. Tal vez ambos sospechaban que se avecinaba algo desde mucho antes de esa llamada telefónica, algo que no concordaba con su confortable casa, tan elegantemente retirada tras los setos de tejos, tan asumido que en realidad no hacía falta reconocerlo… ese breve instante de miedo, como el fugaz pinchazo de un punzón de hielo rápidamente retirado, fue suficiente.

—«¿Es mamá?» —preguntó sin voz moviendo sólo los labios. En ese momento pensaba que su padre, con diez kilos de sobrepeso y propenso a lo que él llamaba «dolores de panza» desde los cuarenta años, podía haber sufrido un ataque al corazón.

Stan sacudió la cabeza y sonrió un poquito ante algo que estaba diciendo la voz del teléfono.

—Tú… tú. ¡Vaya, qué sorpresa, Mike! ¿Cómo es que…?

Volvió a guardar silencio, escuchando. Mientras su sonrisa se desvanecía, Patty reconoció, o creyó reconocer, su expresión analítica, la que revelaba que alguien estaba planteando un problema, explicando un súbito cambio en determinada situación, explicando algo extraño e interesante. Probablemente se trataba de eso último, pensó ella. ¿Un cliente nuevo? ¿Un viejo amigo? Tal vez. Volvió su atención a la pantalla del televisor donde una mujer abrazaba a Richard Dawson para besarlo como enloquecida. Richard Dawson debía de recibir más besos que el anillo del Papa. A ella tampoco le habría disgustado besarlo.

Mientras iniciaba la búsqueda de un botón negro igual a los que tenía la camisa de Stanley, Patty notó vagamente que la conversación se establecía sobre carriles más parejos. Stanley gruñía ocasionalmente. En cierta oportunidad, preguntó:

—¿Estás seguro, Mike? —Por fin, tras una pausa muy larga—: Está bien, comprendo. Sí, voy a… Sí. Sí, todo. Me hago una idea. Yo… ¿Qué…? No, no puedo prometerte exactamente eso, pero lo voy a pensar con mucha atención. Ya sabes que… ¿eh? ¿De veras…? ¡Bueno, por supuesto! Sí, claro que sí. Sí… claro… gracias… sí. Adiós.

Y colgó.

Patty, al echarle una mirada, lo vio con la vista perdida en el vacío, sobre el televisor. En la pantalla, el público estaba aplaudiendo a la familia Ryan que acababa de anotarse doscientos ochenta puntos, la mayoría de ellos por adivinar que la encuesta entre el público respondería «Matemáticas» a la pregunta «¿Qué asignatura le gusta menos al niño de la familia?». Los Ryan saltaban y daban gritos de júbilo.

Stanley, en cambio, tenía el entrecejo fruncido. Más tarde, Patty diría a sus padres que lo había visto algo pálido y era cierto, pero no les dijo que, en ese momento, le había parecido sólo un efecto de la lámpara que tenía pantalla de vidrio verde.

—¿Quién era, Stan?

—¿Hummmm?

Se volvió a mirarla. A Patty le pareció abstraído, ligeramente fastidiado. Sólo más tarde, al evocar la escena una y otra vez, empezó a comprender que se trataba de un hombre que se estaba desconectando metódicamente de la realidad, cable a cable. La cara de un hombre saliendo del azul del cielo hacia el negro de la nada.

—¿Quién era el que llamó por teléfono?

—Nadie… —dijo él—. Nadie, de veras. Creo que me voy a dar un baño.

Y se levantó.

—¿Cómo? ¿A las siete?

Él, sin contestar, se limitó a salir del cuarto. Patty habría podido preguntarle si pasaba algo malo, hasta seguirlo para averiguar si se sentía mal del estómago; Stan no tenía inhibiciones sexuales, pero solía mostrarse extrañamente recatado con respecto a ciertas cosas. No habría sido nada extraño que hablara de darse un baño cuando, en realidad, tenía ganas de vomitar algo que le hubiera caído mal. Pero en ese momento estaban presentando a los Piscapo, otra familia, y Patty sabía que Richard Dawson no dejaría de decir algo divertido sobre ese apellido; además le estaba costando horrores encontrar un botón negro, aunque estaba segura de tenerlos a montones en esa caja. Se escondían, por supuesto. No cabía otra explicación.

Así que lo dejó ir y no volvió a pensar en él hasta que terminó el programa. Cuando aparecieron los créditos, levantó la vista y vio su silla vacía. Había oído correr el agua en la bañera durante cinco o diez minutos después… Pero en ese momento notó que no se había oído el ruido de la nevera al abrirse. Eso significaba que Stan estaba allá arriba sin su lata de cerveza. Alguien le había echado un problema sobre las espaldas con esa llamada telefónica. Y ella, ¿lo ayudaba en algo, le había dicho una sola palabra de conmiseración? No. ¿Había tratado de sonsacarle algo? No. ¿Había notado, siquiera, que algo andaba mal? Por tercera vez, no. Todo por ese estúpido programa de la tele. Ni siquiera podía cargar con la culpa a los botones, eso era solo una excusa.

Bueno, le llevaría una lata de cerveza y se sentaría a su lado, en el borde de la bañera, para frotarle la espalda, hacerse la geisha y hasta lavarle la cabeza. Así descubriría qué problema era ése…, o quién era.

Sacó de la nevera una lata de cerveza y subió la escalera. La primera inquietud real se despertó al ver que la puerta del baño estaba cerrada del todo, no entornada, como de costumbre. Stanley nunca cerraba la puerta cuando se bañaba. Era una especie de chiste entre ambos: cuando la puerta estaba cerrada, significaba que él estaba haciendo lo que le había enseñado su madre; si estaba abierta, significaba que no se opondría a hacer algo cuyo adiestramiento la madre había dejado, muy correctamente, en manos de otros.

Patty llamó a la puerta con las uñas cobrando súbita conciencia, excesiva conciencia, de que hacían un ruido de reptil contra la madera. Sin duda alguna, eso de llamar a la puerta del baño como si fuera un invitado era algo que no había hecho nunca en toda su vida matrimonial ni tampoco a las otras puertas de la casa.

De pronto, la inquietud cobró potencia en ella. Pensó en el lago Carson, donde había nadado con frecuencia cuando niña. En los últimos días del verano, el lago estaba caliente como una bañera… hasta que dabas con un hoyo frío que la hacía estremecer de sorpresa y delicia. Sentía calor y al segundo siguiente era como si la temperatura hubiera descendido veinte grados bajo las caderas. Descontando el placer, así se sentía en esos momentos, como si hubiera dado con un hoyo frío. Sólo que ese hoyo no estaba por debajo de las caderas, enfriando sus largas piernas de adolescente en las negras profundidades del lago Carson.

Ése estaba alrededor de su corazón.

—¿Stanley? ¡Stan!

Esa vez hizo algo más que tamborilear con las uñas. Golpeó con los nudillos. Como aún no había respuesta, descargó el puño contra la puerta.

¡Stanley!

El corazón. El corazón ya no estaba en su pecho. Le latía en la garganta dificultándole la respiración.

¡Stanley!

En el silencio que siguió a su grito (y el sonido de su grito allí, a menos de nueve metros de la cama donde apoyaba la cabeza para dormir todas las noches, la asustó más aún) oyó un ruido que hizo ascender el pánico desde la parte baja de su mente como a un huésped indeseable. Un ruido insignificante, en realidad. Era sólo el ruido de una gota de agua. Plink…, pausa…; plink…, pausa…; plink

Imaginaba las gotas formándose en la boca del grifo, creciendo, engordando, cada vez más preñadas, para caer luego: plink.

Sólo ese ruido. Nada más. Y de pronto tuvo la terrible seguridad de que esa noche había sido Stanley, no su padre, el que había sufrido un ataque al corazón. Con un gemido, apretó el pomo de cristal tallado y lo hizo girar. La puerta no se movió. Estaba cerrada con llave. Súbitamente, a Patty Uris se le ocurrieron tres nuncas: Stanley nunca se daba un baño al anochecer, Stanley nunca cerraba la puerta a menos que estuviera usando el inodoro y Stanley nunca le había cerrado la puerta con llave, en ninguna ocasión.

¿Sería posible, se preguntó descabelladamente, prepararse para un ataque al corazón?

Patty se pasó la lengua por los labios; en su cabeza sintió como un ruido de lija contra una madera. Lo llamó otra vez por su nombre. No hubo respuesta, salvo el persistente y deliberado goteo del grifo. Al bajar la vista, vio que aún tenía en la mano la lata de cerveza. Se quedó mirándola estúpidamente, con el corazón corriendo en su garganta como un conejo, la miraba como si no hubiera visto una lata de cerveza en toda su vida. Y en verdad, esa impresión tenía, al menos, ninguna igual a ésa, porque cuando parpadeó, la lata se convirtió en un teléfono, negro y amenazante como una serpiente.

—¿Puedo ayudarla, señora? ¿Tiene algún problema? —le espetó la serpiente.

Patty colgó el auricular bruscamente y se apartó, frotándose la mano que lo había sujetado. Al mirar a su alrededor, vio que estaba otra vez en el cuarto del televisor. Comprendió entonces que el pánico, surgido en su mente como un ratero que subía sigilosamente por una escalera, se había apoderado de ella. Recordó que había dejado caer la lata junto a la puerta del baño para correr a la planta baja pensando vagamente: Todo esto es un error. Más tarde nos reiremos de esto. Stanley llenó la bañera, recordó entonces que no tenía cigarrillos y salió a comprarlos antes de desnudarse. Sí. Sólo que había cerrado la puerta del baño desde dentro y como era mucho trabajo volver a abrir, había preferido abrir la ventana sobre la bañera para descolgarse por la pared de la casa, como una mosca en una pared. Claro, por supuesto, sin lugar a dudas…

El pánico volvía a alzarse en su mente. Era como un café negro, amargo, que amenazara desbordar la taza. Patty cerró los ojos para luchar contra él. Permaneció perfectamente inmóvil, como una estatua pálida, con el pulso latiendo en su garganta.

Recordaba haber bajado a toda carrera, con los pies en los peldaños, hacia el teléfono, sí, claro, pero ¿a quién quería llamar?

Enloquecida, pensó: Llamaría a la tortuga, pero la tortuga no pudo ayudarnos.

De cualquier modo, ya no importaba. Había marcado el 0 y debía de haber dicho algo no demasiado común, puesto que la operadora acababa de preguntarle si tenía algún problema. Sí que lo tenía, pero ¿cómo explicar a una voz sin cara que Stanley se había encerrado con llave en el baño y no respondía, que el goteo del grifo en la bañera le estaba matando el corazón? Alguien tenía que ayudarla. Alguien…

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