It (Eso) – Stephen King

2

cuidado. No quiero qu-que esto que-quede hecho un des-s-sastre. Mi padre se v-v-va a po-poner f-f-f…

Escupió una ristra de efes y, por fin, logró decir «furioso».

Richie se secó ostentosamente la cara.

—¿Repartes toallas después de la ducha, Bill el Tarta?

Bill hizo ademán de pegarle y el chico se encogió, chillando con su voz de negrito esclavo.

Ben no les prestaba atención. Observaba los utensilios y las herramientas que Bill iba disponiendo uno a uno, bajo la luz. Parte de su mente deseaba tener, algún día, un taller tan bonito como ése, pero la mayor parte se concentraba en la tarea a realizar. No sería tan difícil como la fabricación de balas de plata, pero aun así tenía que ser cuidadoso. No había excusas para un trabajo chapucero. Eso era algo que nadie le había enseñado; simplemente, lo sabía.

Bill había insistido en que Ben se encargara de hacer las municiones, así como insistía en que Beverly se encargara de utilizar el tirachinas. Cabía discutir esas decisiones y las habían discutido, pero sólo veintisiete años después, al relatar el episodio, reparó Ben en que nadie había sugerido que una bala o balín de plata podía no servir para detener a un monstruo; tenían de su parte el peso de mil películas de terror.

—Bueno —dijo Ben, haciendo crujir los nudillos mientras miraba a Bill—, ¿tienes los moldes?

—Oh. —Bill dio un respingo—. A-a-aquí.

Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó su pañuelo. Lo desplegó sobre el banco de carpintero. Dentro había dos bolas de acero opaco, cada una con un pequeño agujero. Eran moldes para balines.

Después de decidir que serían balines y no balas, Bill y Richie habían vuelto a la biblioteca para investigar cómo se hacían los balines.

—Qué atareados estáis —había comentado la señora Starrett—. Balas una semana, balines a la siguiente. ¡Y estamos en vacaciones!

—No queremos perder el adiestramiento —dijo Richie—. ¿No es cierto, Bill?

—S-s-sí.

Según resultó, hacer balines era jauja, una vez se tenían los moldes. La cuestión era dónde conseguirlos. Eso se solucionó con un par de discretas preguntas a Zack Denbrough… y ninguno de los Perdedores se sorprendió al saber que sólo un taller fabricaba esos moldes en Derry: Herramientas de Precisión Kitchener. Su propietario era el sobrino-tataranieto de los hermanos que habían instalado la Fundición Kitchener.

Bill y Richie fueron allá con todo el efectivo que los Perdedores pudieron reunir en tan breve plazo: diez dólares con cincuenta y nueve centavos. Cuando Bill preguntó cuánto podía costar un par de moldes para balines de dos pulgadas, Carl Kitchener (que parecía un ebrio consuetudinario y olía a vieja manta de caballo) preguntó para qué querían los moldes. Richie dejó que Bill se encargara de la respuesta, sabiendo que eso facilitaría las cosas: si los chicos se burlaban de su tartamudez, a los adultos los ponía incómodos, cosa que solía resultar muy útil.

Antes de que Bill llegara a la mitad de la explicación que había preparado con Richie durante el trayecto (algo referido a un modelo de molino de viento para el proyecto de ciencia del año siguiente), Kitchener le hizo señas de que estaba bien y le propuso el increíble precio de cincuenta centavos por molde.

Bill, sin poder creer en tanta buena suerte, le entregó un billete de un dólar.

—Por esto no os voy a dar una bolsa —dijo Carl Kitchener, mirándolos con el desprecio de quien está convencido de haberlo visto todo en este mundo, generalmente por duplicado—. No damos bolsas sino por compras de cinco dólares por lo menos.

—No i-i-importa, s-s-señor —dijo Bill.

—Y no os detengáis frente a mi tienda —indicó Kitchener—. A los dos os hace falta un buen corte de pelo.

Ya fuera, Bill dijo:

—¿N-notaste, Ri-Richie, que los m-m-mayores no te venden na-na-nada aparte de g-g-golosinas y rev-vistas si no te p-p-preguntan pa-para qué es?

—Cierto —dijo Richie.

—¿P-p-por qué será?

—Porque nos consideran peligrosos.

—¿S-s-sí? ¿Te p-p-parece?

—Sí —aseguró Richie y se echó a reír—. Quedémonos frente a la tienda, ¿quieres? Nos levantaremos los cuellos, miraremos a la gente con aire sospechoso y nos dejaremos crecer el pelo.

—Vete a la m-m-m… —dijo Bill.

3

—Bueno —dijo Ben, mirando con cuidado los moldes—. Ahora…

Le hicieron un poco más de espacio, mirándolo con expresión esperanzada, como mira al mecánico el dueño de un coche descompuesto cuando no sabe nada de automóviles. Ben no reparó en esa expresión. Estaba concentrado en su trabajo.

—Alcanzadme esa bala —dijo—, y el soldador.

Bill le entregó una bala de mortero cortada en dos. Era un recuerdo de guerra que Zack había recogido en Alemania cinco días después de entrar con el ejército del general Patton. En otros tiempos, cuando Georgie aún llevaba pañales, se había utilizado en la casa como cenicero. Pero Zack había dejado de fumar y la bala de mortero había desaparecido. Bill la había encontrado en la parte trasera del garaje una semana antes.

Ben puso la bala de mortero en el torno, la ajustó y luego tomó el soldador de manos de Beverly. Sacó del bolsillo un dólar de plata y lo dejó caer en el improvisado crisol. Despidió un sonido hueco.

—Eso te lo dio tu padre, ¿verdad? —observó Beverly.

—Sí —dijo Ben—, pero no lo recuerdo muy bien.

—¿Estás seguro de que quieres usarlo para esto?

Él la miró con una sonrisa.

—Sí —aseguró.

Y ella le devolvió la sonrisa. Para Ben fue suficiente. Si ella le hubiese sonreído dos veces, habría sido capaz de hacer balines de plata para matar a un pelotón de hombres-lobo. Miró hacia otro lado, apresuradamente

—Bueno, manos a la obra. No hay problema. Es más fácil que andar a pie.

Todos asintieron, vacilantes.

Años después, al relatar todo eso, Ben pensaría: Hoy en día cualquier niño podría ir a comprar un soldador de propano…, siempre que su padre no tuviese uno en el taller.

Pero en 1958 las cosas no eran tan fáciles; Zack Denbrough tenía uno a gas que ponía nerviosa a Beverly. Ben se dio cuenta de que ella estaba nerviosa y quiso decirle que no se preocupara, pero temió que le temblara la voz.

—No te preocupes —dijo a Stan, de pie junto a ella.

—¿Eh? —se extrañó Stan, parpadeando.

—Que no te preocupes, digo.

—¡Pero si no estoy preocupado!

—Ah, me pareció. En todo caso, quería decirte que esto no es nada peligroso. Por si te preocupas.

—¿Te sientes bien, Ben?

—Perfectamente —murmuró él—. Dame las cerillas, Richie.

Richie le dio una cajita de cerillas. Ben hizo girar la válvula del gas y encendió un fósforo bajo la boca del soldador. Se oyó un ¡flump!, y apareció un brillante fulgor azul y naranja. Ben graduó la llama hasta convertirla en un hilo azul y empezó a calentar la base de la bala de mortero.

—¿Tienes el embudo? —preguntó a Bill.

—Aq-aquí.

Bill le entregó un embudo que Ben había fabricado poco antes. El diminuto agujero de la base se ajustaba casi exactamente al de los moldes, y Ben lo había hecho sin tomar precauciones. Bill estaba asombrado, casi atónito, pero no sabía cómo expresarlo sin incomodar a su amigo.

Absorto en lo que estaba haciendo, Ben podía dirigirse a Beverly… y lo hizo con la precisión del cirujano que da órdenes a su enfermera.

—Bev, tú tienes el mejor pulso. Clava el embudo en el agujero. Usa uno de esos guantes para no quemarte.

Bill le entregó un guante de trabajo y Beverly puso el diminuto embudo en el molde. Nadie hablaba. El siseo del soldador parecía muy potente. Todos lo observaban entornando los ojos hasta casi cerrarlos.

—E-e-espera —dijo Bill, súbitamente.

Corrió a la casa y volvió un minuto después con un par de gafas oscuras envolventes, de poco precio, que llevaban más de un año languideciendo en un cajón de la cocina.

—Será me-mejor q-q-que te pon-que te pongas esto, P-p-parva.

Ben las tomó con una gran sonrisa y se las puso.

—¡Caray, si parece Fabian! —exclamó Richie—. ¡O Frankie Avalon! ¡Cualquiera de los que salen en Bandas de América!

—Vete a la mierda, Bocazas —dijo Ben. Pero comenzó a reír a pesar de sí mismo. La idea de parecerse a Fabian o a alguno de ésos era muy extraña. Como la llama vaciló, dejó de reír y volvió a concentrarse.

Dos minutos después entregó el soldador a Eddie, que lo sujetó con timidez con la mano sana.

—Listo —dijo a Bill—. Alcánzame el otro guante. ¡Rápido!

Bill se lo entregó. Ben se lo puso y sostuvo en la mano enguantada la bala de mortero, mientras hacía girar la manivela del torno con la otra.

—Sujétalo bien, Bev.

—Estoy lista, no te preocupes —le espetó ella.

Ben inclinó el crisol sobre el embudo mientras los otros miraban; un chorrito de plata fundida fluyó entre ambos receptáculos. Ben vertía con precisión, sin desperdiciar ni una gota. Por un momento se sintió electrizado. Le parecía verlo todo aumentado por un fuerte resplandor blanco. Por ese único momento no se sintió Ben Hanscom, el gordo que usaba sudaderas para disimular la panza y las tetas; se sintió Thor, que fabricaba truenos y rayos en la forja de los dioses.

La sensación pasó de inmediato.

—Bueno —dijo—. Tendré que recalentar la plata. Que alguien ponga un clavo o algo así en el agujerito del embudo, antes de que los restos se endurezcan allí.

Stan se encargó de eso.

Ben sujetó otra vez la bala de mortero en el torno y tomó el soldador.

—Bien —dijo—; número dos.

Y volvió al trabajo.

4

Diez minutos más tarde habían terminado.

—¿Y ahora? —preguntó Mike.

—Ahora pasamos una hora jugando al Monopoly —dijo Ben—, mientras la plata se endurece en los moldes. Después los abro con un cincel, a lo largo de las líneas de corte, y asunto terminado.

Richie echó una mirada inquieta a la cara resquebrajada de su reloj.

—¿A qué hora vuelven tus padres, Bill?

—D-d-diez, diez y m-m-media —dijo Bill—. Hay p-p-programa do-doble en el A-a-aa…

—Aladdin —completó Stan.

—Sí. Y después irán a c-c-comer pi-pizza. Casi siempre ha-ha-acen eso.

—Entonces tenemos tiempo de sobra —apuntó Ben.

Bill asintió.

—Vamos —propuso Bev—. Quiero llamar a mi casa. Lo prometí. Y no quiero que ninguno de vosotros hable. Mi padre cree que estoy en el Centro Cívico y que desde allí me llevarán a casa en coche.

—¿Y si quiere ir a buscarte más temprano? —preguntó Mike.

—Entonces me veré en un gordo problema.

Ben pensó: Yo te protegería, Beverly. En su imaginación se desplegó un sueño inmediato, con un final tan dulce que se estremeció. El padre de Bev empezaba a reñirla, le gritaba y todo eso (ni siquiera en su sueño lograba imaginar lo que podía ser un enfado de Al Marsh). Ben se arrojaba delante de ella y le decía a Marsh que se marchase.

Si quieres meterte en líos, gordo, sigue protegiendo a mi hija.

Hanscom, casi siempre tranquilo e intelectual, podía convertirse en un tigre furioso cuando se enfadaba. Así que fue muy sincero con Al Marsh.

Si quieres meterte con ella, tendrás que vértelas primero conmigo.

Marsh echaba a andar hacia él… pero el fulgor de acero que veía en los ojos de Hanscom lo detenía.

Me las pagarás, murmuraba. Sin embargo, era evidente que había perdido las ganas de pelear. Después de todo, era sólo un tigre de papel.

Lo dudo mucho, decía Hanscom, con una tensa sonrisa a lo Gary Cooper. Y el padre de Beverly se iba sigilosamente.

¿Qué te pasó, Ben? —gritaba Bev, con los ojos brillantes, llenos de estrellas—. Parecías a punto de matarlo.

¿Matarlo? —decía Hanscom, demorando en sus labios la sonrisa de Gary Cooper—. Ni pensarlo, nena. Aunque sea un degenerado, sigue siendo tu padre. Podría haberlo maltratado un poco, pero sólo porque no soporto que nadie te levante la voz sin acalorarme, ¿sabes?

Ella le echaba los brazos al cuello y lo besaba (en los labios, ¡EN LOS LABIOS!). Te amo, Ben, sollozaba. Él sentía sus pechos pequeños firmemente apretados contra el torso y…

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