It (Eso) – Stephen King

8

Esa noche, cuando Bill y el resto de los Perdedores volvieron al hospital, amenazaba lluvia. Eddie no se sorprendió al verlos entrar en fila india. Estaba seguro de que volverían.

Había hecho calor durante todo el día. Más adelante, todos estarían de acuerdo en que esa tercera semana de julio había sido la más calurosa de un verano excepcionalmente cálido. Las nubes de tormenta empezaron a acumularse a eso de las cuatro, purpúreas y colosales, preñadas de lluvia, cargadas de rayos. La gente hacía sus recados a paso rápido, con cierta intranquilidad, con un ojo puesto en el cielo. Casi todos decían que llovería a cántaros a la hora de la cena, lavando parte de la densa humedad del ambiente. Los parques y plazas de Derry, poco poblados durante todo el verano, quedaron totalmente desiertos alrededor de las seis. La lluvia se demoraba; los columpios pendían, inmóviles y sin sombra, en una luz extrañamente amarilla. Los truenos resonaban, gruesos; eso, el ladrido de un perro y el grave murmullo del tráfico en Main Street eran los únicos ruidos que llegaban por la ventana de Eddie. Hasta que aparecieron los Perdedores.

Bill fue el primero, seguido de Richie. Beverly y Stan entraron después; luego, Mike. Ben fue el último, sumamente incómodo con su jersey blanco de cuello alto.

Se acercaron a su cama con aire solemne. Ni siquiera Richie sonreía.

Las caras —pensó Eddie, fascinado—. ¡Por el amor de Dios, esas caras!

Estaba viendo en ellos lo que su madre había visto en él esa misma tarde. Una extraña combinación de poder y desolación. La luz amarilla de la tormenta les daba un aspecto fantasmal, distante, sombrío.

Estamos pasando —pensó Eddie—. Pasamos a algo nuevo; estamos en la frontera. Pero ¿qué hay al otro lado? ¿Adónde vamos? ¿Adónde?

—Ho-o-ola, E-e-edie —dijo Bill—. ¿C-c-cómo estás?

—Muy bien, Gran Bill —le respondió tratando de sonreír.

—Menudo día, ayer —comentó Mike.

Detrás de su voz resonaban los truenos. Ni el velador ni la lámpara del cielo raso estaban encendidas y todos parecían desvanecerse y volver a aparecer en esa luz amoratada. Eddie imaginó esa misma luz cayendo sobre todo Derry, en el parque McCarron, entrando por los agujeros del techo del Puente de los Besos, dando al Kenduskeag un aspecto de vidrio empañado. Pensó en los columpios que permanecían inmóviles, en ángulos muertos, detrás de la escuela, mientras las nubes se amontonaban, cada vez más altas. Pensó en esa luz amarilla y atronadora y en el silencio, como si toda la ciudad estuviese dormida… o muerta.

—Sí —dijo—, menudo día.

—M-m-mis vi-viejos irán al ci-ci-cine p-p-pasado ma-mañana por la nnnoche —dijo Bill—. C-c-cambia la p-p-programación. Entttonces aprovecharemos p-p-para ha-a-acer los b-b-b…

—Balines de plata —dijo Richie.

—¿Pero no íbamos…?

—Es mejor así —dijo Ben, serenamente—. Sigo creyendo que podríamos haber hecho balas, pero no basta con creer. Si fuésemos adultos…, entonces…

—Oh, sí, el mundo sería una joyita si fuésemos adultos —comentó Beverly—. Los adultos pueden hacer lo que les da la gana, ¿no? Cualquier cosa, y siempre sale bien. —Emitió una risa nerviosa y desigual—. Bill quiere que yo dispare contra Eso. ¿Te lo imaginas, Eddie? Yo, campeona de tiro al blanco.

—No sé de qué me estáis hablando —dijo Eddie.

Pero tenía la impresión de saberlo. Al menos, se estaba haciendo una idea. Ben se lo explicó. Fundirían uno de sus dólares de plata para hacer dos balines, algo más pequeños que cojinetes. Y después, si de veras había un hombre-lobo residiendo en el 29 de Neibolt Street, Beverly le plantaría un balín de plata en la cabeza con el tirachinas de Bill. Adiós, hombre-lobo. Y si acertaban en cuanto a que se trataba de un único monstruo con muchas caras, adiós, Eso.

La cara de Eddie debió tomar alguna expresión, porque Richie se echó a reír con un gesto de asentimiento.

—Ya imagino lo que sientes, tío. Yo también tuve la impresión de que Bill había perdido la chaveta cuando empezó a hablar de usar el tirachinas y no la pistola de su padre. Pero esta tarde… —Se interrumpió para carraspear. Lo que iba a decir era: Esta tarde, después de que tu madre nos echó… Eso, obviamente, no servía—. Esta tarde fuimos al vertedero y Bill llevó su Bullseye. Mira. —Sacó del bolsillo una lata achatada que había contenido trozos de piña. En el medio tenía un agujero mellado, de cinco centímetros de diámetro—. Esto lo hizo Beverly con una piedra, desde seis metros de distancia. A mi modo de ver, es como un disparo de calibre 38. El Bocazas está convencido. Y cuando el Bocazas queda convencido, no hay más que hablar.

—Una cosa es matar latas —dijo Beverly—, y otra son… las cosas vivas. Tendrías qué hacerlo tú, Bill. De veras.

—N-no —dijo Bill—. Pro-probamos todos. Ya v-v-viste có-cómo re-resultttó…

—¿Cómo? —quiso saber Eddie.

Bill lo explicó, lenta y entrecortadamente, mientras Beverly miraba por la ventana, con los labios blancos de tan apretados. Por motivos que ella misma no podía explicarse, sentía algo más que miedo: estaba profundamente avergonzada por lo que había ocurrido ese día. Camino del hospital había vuelto a discutir, apasionadamente, para que tratasen de hacer las balas, después de todo… no porque estuviese más segura que Bill o Richie del resultado que podían dar llegado el momento, sino porque, si algo pasaba en aquella casa, el arma estaría en manos de

(Bill)

otro.

Pero contra los hechos no se podía discutir. Cada uno de ellos había tomado diez piedras que arrojó con la Bullseye contra diez latas puestas a seis metros de distancia. Richie había acertado a una de las diez y sólo rozándola; Ben, a dos; Bill, a cuatro; Mike, a cinco.

Beverly, disparando casi como al azar, como si no tomase puntería, había derribado nueve de las diez latas acertándoles directamente en el centro. La última cayó, tocada en el borde.

—P-pp-pero pri-primero ha-a-ay que ha-hacer los ba-ba-balines.

—¿Pasado mañana por la noche? Para entonces ya habré salido de aquí —dijo Eddie.

Su madre protestaría ante la idea…, pero difícilmente protestaría mucho después de lo ocurrido esa tarde.

—¿Te duele el brazo? —preguntó Beverly.

Llevaba un vestido rosa (no era el mismo que él había visto en su sueño; tal vez se lo había cambiado después de ser echada por su madre), al que había aplicado flores pequeñas. Y medias de seda o nylon; se la veía muy adulta, pero también muy infantil, como a una niña que jugase a vestirse de gala. Su expresión era soñadora y distante. Eddie pensó: Apostaría a que es así cuando duerme.

—No mucho —dijo.

Hablaron un rato intercalando sus voces con los truenos. Eddie no les preguntó qué había pasado más temprano, esa tarde, y ninguno de ellos lo mencionó. Richie sacó su yo-yo, lo puso a dormir una o dos veces y volvió a guardarlo.

La conversación decayó. En una de las pausas se produjo un breve chasquido que desvió la atención de Eddie. Bill tenía algo en la mano y por un momento el paciente sintió que el corazón se le aceleraba, alarmado. Por ese breve instante pensó que se trataba de una navaja. Pero cuando Stan encendió la luz del cielo raso, dispersando la penumbra, vio que sólo se trataba de un bolígrafo. Bajo aquella luz, todos volvían a parecer naturales, reales, simplemente sus amigos.

—Se me ocurrió que debíamos firmarte el yeso —dijo Bill.

Sus ojos miraban a Eddie muy de frente.

Pero no se trata de eso —pensó el chico de pronto, con súbita y alarmante claridad—. Es un contrato. Es un contrato, Gran Bill, ¿verdad? O lo más aproximado que haremos jamás. Sintió miedo… y después vergüenza y enfado contra sí mismo. Si se hubiese roto el brazo antes del verano, ¿quién le habría firmado el yeso? ¿Quién, aparte de su madre y, quizá, el doctor Handor? ¿Las tías de Haven?

Ellos eran sus amigos y su madre se equivocaba: no eran malos amigos. Tal vez —pensó— no existen los buenos y los malos amigos; tal vez sólo hay amigos, gente que nos apoya cuando sufrimos y que nos ayuda a no sentirnos tan solos. Tal vez siempre vale la pena sentir miedo por ellos, y esperanzas, y vivir por ellos. Tal vez también valga la pena morir por ellos, si así debe ser. No hay buenos amigos, no hay malos amigos, Sólo hay personas con las que uno quiere estar, necesita estar; gente que ha construido su casa en nuestro corazón.

—Bueno —dijo, algo ronco—, eso sería estupendo, Gran Bill.

Bill se inclinó solemnemente sobre la cama para escribir su nombre en el gran yeso que envolvía el brazo roto de Eddie con letras grandes e inclinadas. Richie firmó con un ademán florido. La letra de Ben era tan estrecha como amplio él e inclinada hacia atrás; cada una parecía a punto de caer al menor empujón. Mike Hanlon firmó con trazos grandes y torpes porque era zurdo y el ángulo no le favorecía; puso su nombre sobre el codo de Eddie y lo envolvió con un círculo. Cuando Beverly se inclinó sobre la cama, Eddie percibió un perfume floral y ligero. Ella firmó con caligrafía redondeada, según el método Palmer. Stan fue el último; sus letras eran pequeñas y apretadas entre sí; dejó su nombre junto a la muñeca de Eddie.

Después, todos dieron un paso atrás, como si tomaran conciencia de lo que habían hecho. Fuera, el trueno volvió a murmurar densamente. Un relámpago bañó la fachada de madera con una luz breve y tartamudeante.

—¿Listo? —preguntó Eddie.

Bill asintió.

—V-v-ven a mi ca-ca-casa de-después de cenar, p-p-p-pasado mañ-ñana, si pu-pu-puedes, ¿eh?

Eddie asintió. El tema quedó cerrado.

Hubo otro período de conversaciones inconexas, casi armadas al azar. Una parte se la llevó el asunto que dominaba el interés de Derry en ese mes de julio: el juicio a Richard Macklin por el asesinato de su hijastro Dorsey y la desaparición de Eddie Corcoran, el hermano mayor del pequeño difunto. Macklin tardaría aún dos días en derrumbarse y confesar, llorando, en el banquillo de los testigos. Pero los Perdedores estaban de acuerdo en que ese hombre no debía de tener nada que ver con la desaparición del chico: probablemente éste había huido… o Eso se había encargado de él.

El grupo se retiró a eso de las siete menos cuarto. La lluvia aún no había caído. Continuó amenazando hasta mucho después de que la madre de Eddie hiciera su segunda visita (se fue horrorizada por las firmas del yeso y aún más horrorizada por la decisión de su hijo de abandonar el hospital al día siguiente; ella había imaginado una semana o más de absoluto reposo para que los extremos de la fractura pudieran «asentarse», según dijo).

Por fin, las nubes de tormenta se abrieron y flotaron con el viento. No había caído una sola gota sobre Derry. La humedad siguió elevada; la gente, esa noche, durmió en porches, prados y sacos de dormir puestos en los sembrados de las granjas.

La lluvia cayó al día siguiente, poco después de que Beverly viera algo terrible de lo cual fue víctima Patrick Hockstetter.

XVII. OTRO DE LOS DESAPARECIDOS:LA MUERTE DE PATRICK HOCKSTETTER

1

Al terminar, Eddie se sirve otra copa con una mano no del todo firme. Mira a Beverly y dice:

Tú viste a Eso, ¿verdad? Lo viste coger a Patrick Hockstetter, el día después de que todos me firmaron el yeso.

Los otros se inclinan hacia adelante.

Beverly se echa el pelo hacia atrás, en una nube rojiza. Por debajo, su rostro luce extraordinariamente pálido. Saca a tientas otro cigarrillo del paquete, el último, y acciona su encendedor. Parece incapaz de guiar la llama hasta la punta del cigarrillo. Al cabo de un momento, Bill le sujeta la muñeca con firmeza, aunque sin apretar y aplica la llama al lugar debido. Beverly le dirige una mirada agradecida y exhala una nube de humo azul grisáceo.

—Sí —dice—. Aquello ocurrió ante mi vista.

Y se estremece.

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