It (Eso) – Stephen King

El sonido del piano llegaba desde lo que su padre llamaba sala de estar y su madre sala de visitas. Sonaba a música de otro mundo, lejana, como deben de sonar las conversaciones y risas de una playa abarrotada al nadador exhausto que lucha contra la corriente.

¡Sus dedos encontraron el interruptor! ¡Ah!

Lo accionaron… nada. No había luz.

¡Hostia! ¡La corriente eléctrica!

George retiró el brazo como de un cesto lleno de serpientes. Retrocedió desde la puerta abierta, el corazón apresurado en el pecho. No había corriente, por supuesto; había olvidado que la corriente estaba cortada. ¡Jolín! ¿Y ahora qué? ¿Decirle a Bill que no podía llevarle la caja de parafina porque no había luz y tenía miedo de que algo lo cogiese en las escaleras del sótano, algo que no era comunista ni un asesino loco, sino una criatura mucho peor que esas dos cosas? ¿Algo que simplemente deslizaría una parte de su podrido ser entre los peldaños para cogerle por el tobillo? Sería una pasada. Otros podrían reírse de esas fantasías, pero Bill no se reiría. Bill se pondría furioso. Bill diría: «A ver si creces, Georgie… ¿Quieres este barquito o no?».

Como si le leyera el pensamiento, Bill gritó desde el dormitorio:

—¿Te has muerto allí abajo, G-Georgie?

—No, ya lo llevo, Bill —respondió George de inmediato. Se frotó los brazos para que desapareciese la delatora carne de gallina y la piel volviese a quedar lisa—. Sólo me he entretenido en tomar un poco de agua.

—Bueno, pues date prisa.

Así que George bajó los cuatro escalones que faltaban para llegar al estante del sótano, el corazón golpeando en su garganta como un martillo caliente, el vello de la nuca en posición de firmes, los ojos ardiendo, las manos heladas y la seguridad de que, en cualquier momento, la puerta del sótano se cerraría sola tapando la luz blanca que caía desde las ventanas de la cocina y entonces oiría a Eso, algo peor que todos los comunistas y los asesinos del mundo, peor que los japoneses, peor que Atila el huno, peor que los seres de cien películas de terror. Eso, gruñendo profundamente —George oiría el gruñido en esos segundos demenciales antes de que Eso se abalanzase sobre él y le despanzurrara las entrañas—. A causa de la inundación, el hedor del sótano estaba ese día peor que nunca. La casa se había salvado por encontrarse en la parte alta de Witcham Street, cerca de la cima de la colina, pero abajo aún seguía el agua estancada que se había filtrado por los cimientos de piedra. El olor era terroso y desagradable, haciendo que solo apeteciesen las inhalaciones más superficiales.

George examinó los chismes del estante tan rápidamente como pudo: latas viejas de betún Kiwi y trapos para limpiar zapatos, una lámpara de queroseno rota, dos botellas de limpiacristales Windex casi vacías, una vieja lata de cera Turtle. Por alguna razón, esa lata le impresionó y contempló la tortuga de la tapa con perplejidad hipnótica. La apartó luego hacia atrás… y allí estaba, por fin, una caja cuadrada con la inscripción GULF.

George arrancó de allí y corrió escaleras arriba tan rápido como pudo, dándose cuenta de repente de que llevaba por fuera los faldones de la camisa y de que esos faldones serían su perdición: la cosa del sótano le permitiría llegar casi hasta arriba y entonces le cogería por el faldón de la camisa y tiraría hacia atrás y…

Alcanzó la cocina y cerró la puerta a su espalda. La puerta sonó como si la hubiese cerrado un golpe de viento. George se apoyó contra ella con los ojos cerrados, la frente y los brazos cubiertos de sudor, sosteniendo la caja de parafina apretada en una mano.

El piano se había callado y la voz de su madre le llegó flotando:

—Georgie, ¿podrías golpear la puerta un poco más, la próxima vez? Tal vez podrías romper los platos del aparador si de verdad lo intentas.

—Disculpa, mamá —dijo él.

—Georgie, pedazo de inútil —llamó Bill, desde su dormitorio, con entonación grave para que la madre no le oyese.

George rió bajito. El miedo había desaparecido, se había desprendido de él tan fácilmente como una pesadilla se desprende del hombre que despierta con la piel fría y el aliento agitado palpándose el cuerpo y mirando fijamente alrededor para asegurarse de que nada ha ocurrido en realidad y empezando enseguida a olvidarla. La mitad ha desaparecido ya cuando sus pies tocan el suelo; las tres cuartas partes, cuando sale de la ducha y comienza a secarse con la toalla; y la totalidad cuando termina el desayuno. Desaparecida por completo… hasta la próxima vez, cuando en el puño de la pesadilla todos los miedos volverán a recordarse.

Esa tortuga —pensó George, acercándose al cajón donde se guardaban los fósforos—. ¿Dónde he visto una tortuga así?

Pero no le llegó ninguna respuesta y descartó la pregunta.

Sacó una caja de fósforos del cajón, un cuchillo del escurridor (sosteniendo el filo estúpidamente lejos de su cuerpo, como le había enseñado su padre) y un pequeño bol del aparador. Volvió entonces al cuarto de Bill.

—Eres un inepto, G-georgie —dijo Bill bastante cordialmente mientras apartaba las cosas de enfermo que había en su mesilla de noche: un vaso vacío, una jarra de agua, kleenex, libros, un frasco de Vicks Vaporub —cuyo olor Bill asociaría toda su vida a pechos flemosos y narices tapadas—. También estaba allí la vieja radio Philco, pero no emitía ni a Chopin ni a Bach, sino una canción de Little Richard… aunque muy bajito, tan bajito que Little Richard perdía toda su cruda y elemental potencia. La madre, que había estudiado piano en Juilliard, detestaba el rock and roll. Más que detestarlo, lo abominaba.

—No soy ningún culo —dijo George, sentándose en el borde de la cama y poniendo en la mesa las cosas que había traído.

—Sí que lo eres —dijo Bill—. No eres otra cosa que un inepto culo gordo, negro y asqueroso.

George trató de imaginar a un chico que sólo fuese un culo con piernas y comenzó a reírse.

—Tienes un culo más grande que Augusta —dijo Bill, también riendo.

Tu culo es más grande que todo el estado —replicó George, lo que les hizo revolcarse de risa durante casi dos minutos.

Siguió una conversación en susurros, de las que tienen muy poco significado para quien no sea un niño pequeño: acusaciones sobre quién tenía el culo más grande, quién tenía el agujero más negro, etcétera. Finalmente, Bill soltó una de las palabras prohibidas: acusó a George de ser un culo gordo, grande y lleno de mierda, con lo cual rieron a carcajadas. La risa de Bill se convirtió en un ataque de tos. Cuando por fin empezó a ceder (la cara de Bill había tomado un color de ciruela que George contemplaba con cierta alarma) el sonido del piano se interrumpió. Los dos miraron en dirección a la sala, esperando el ruido del taburete al correrse hacia atrás y los pasos impacientes de la madre. Bill sepultó la boca en el hueco del codo, sofocando las últimas toses mientras señalaba la jarra. George le sirvió un vaso de agua y él se lo bebió entero.

El piano volvió a empezar otra vez Para Elisa. Bill el Tartaja no olvidaría jamás esa pieza, y aún muchos años después no podría escucharla sin que se le pusiera carne de gallina en los brazos y la espalda; el corazón le daba un vuelco y recordaba: Mi madre estaba tocando eso el día en que murió Georgie.

—¿Vas a seguir tosiendo, Bill?

—No.

Bill sacó un kleenex de la caja, carraspeó tronantemente con el pecho, escupió un poco de flema en el papel, lo arrugó y lo arrojó al cesto que tenía junto a la cama lleno de bollos similares. Por fin abrió la caja de parafina y dejó caer un cubo ceroso en la palma de su mano. George lo observaba con atención, pero sin hablar ni hacer preguntas. A Bill no le gustaba que le hablase mientras hacía cosas, pero él sabía que si mantenía el pico cerrado, su hermano acabaría por explicar lo que estaba haciendo.

Bill usó el cuchillo para cortar un trocito del cubo de parafina. Puso el pedazo en el cuenco, encendió una cerilla y la apoyó sobre la parafina. Los dos niños observaron la llamita amarilla, mientras el viento agonizante impulsaba la lluvia contra la ventana en golpeteos ocasionales.

—Hay que impermeabilizar el barco para que no se hunda al mojarse —dijo Bill.

Cuando estaba con George tartamudeaba poco, a veces nada en absoluto. En la escuela, en cambio, tartamudeaba tanto que hablar le resultaba imposible. Cesaba la comunicación y los maestros miraban hacia otra parte, mientras Bill se aferraba a los lados de su pupitre con la cara casi tan roja como el pelo y los ojos apretados hasta reducirse a ranuras, tratando de arrancarle alguna palabra a su terca garganta. A veces, casi siempre, la palabra surgía. Otras veces simplemente se negaba. A los tres años había sido atropellado por un coche y arrojado contra la pared de un edificio; había estado inconsciente durante siete horas. Mamá decía que ese accidente le había provocado la tartamudez. A veces, George tenía la sensación de que el padre —y el mismo Bill— no estaba tan seguro.

El trozo de parafina se había derretido casi completamente en el cuenco. La llama de la cerilla borboteó más baja poniéndose azul al abrazarse al trozo de cartón, entonces se apagó. Bill hundió el dedo en el líquido y lo sacó bruscamente con un leve silbido. Luego miró a George con una sonrisa que pedía disculpas.

—Quema —dijo.

Pocos segundos después, hundió otra vez el dedo y comenzó a untar de cera el barco de papel. El material se secó rápidamente formando una película lechosa.

—¿Puedo poner un poco? —preguntó George.

—Bueno, pero no manches las mantas si no quieres que mamá te mate.

George hundió un dedo en la parafina, que aún estaba muy caliente pero ya no quemaba, y comenzó a untar el otro lado del barco.

—¡No pongas tanto, culo sucio! —dijo Bill—. ¿Quieres que se hunda en el v-v-viaje inaugural?

—Perdona.

—Está bien, p-p-ero cógelo con calma.

George terminó el otro lado y luego sostuvo el barco en las manos. Estaba un poco más pesado, pero no mucho.

—¡Qué guay! —exclamó—. Voy a salir para hacerlo navegar.

—Sí, ve —dijo Bill. De pronto parecía cansado… cansado y no muy bien, todavía.

—Me gustaría que vinieras —dijo George. Le hubiese gustado de veras. Bill a veces se ponía mandón al cabo de un rato, pero siempre tenía ideas estupendas y rara vez pegaba—. En realidad, el barco es tuyo.

—A mí también me gustaría ir —dijo Bill, sombrío.

—Bueno… —George cambió el peso del cuerpo de un pie al otro, con el barco en la mano.

—Ponte el impermeable y las botas —advirtió el mayor—, si no quieres pescar una gripe como la mía. Casi seguro que la pescas de todos modos por mis g-g-gérmenes.

—Gracias, Bill. Es un barco muy chulo.

Y entonces hizo algo que no había hecho hacía tiempo, algo que Bill jamás olvidaría: se inclinó para besar a su hermano en la mejilla.

—Ahora sí que la vas a pescar, culo sucio —dijo Bill, pero de cualquier modo parecía más animado. Sonrió—. Y guarda estas cosas. Si no, a mamá le dará un ataque.

—Sí, ya voy. —George recogió el equipo para impermeabilizar y cruzó la habitación con el bote precariamente encaramado a la caja de parafina, que iba medio torcida dentro del bol.

—G-g-georgie…

George se volvió para mirar a su hermano.

—Ten cuidado.

—Seguro. —Arrugó un poco el ceño. Eso era algo que decían las madres, no los hermanos mayores. Resultaba tan extraño como haberle dado un beso a Bill—. Sí, claro.

Y salió. Bill jamás volvió a verlo.

Autore(a)s: