It (Eso) – Stephen King

Beverly era un dulce sueño; las golosinas, una dulce realidad. Las golosinas eran sus amigas. Por eso mandó a paseo al extraño pensamiento, y éste se fue en silencio, sin provocar ningún escándalo. Entre la tienda y la biblioteca, devoró todas las golosinas que llevaba en la bolsa. Tenía la firme intención de guardar algunas para comer por la noche, mientras veía la tele. Esa noche emitían Rescate, con Kenneth Tobey como el intrépido piloto de helicóptero, y Dragnet, donde los casos eran reales, pero se habían cambiado los nombres para proteger a las personas inocentes, y su policial favorito, Patrulla de caminos, donde Broderick Crawford representaba al teniente Dan Matthews. Broderick Crawford era su héroe personal. Broderick Crawford era veloz, era rudo; Broderick Crawford no se dejaba pisotear por nadie… y, sobre todo, Broderick Crawford era gordo.

Llegó a la esquina de Costello y Kansas y cruzó hacia la Biblioteca Pública. En realidad, se trataba de dos edificios: la vieja estructura de piedra delante, construida en 1890 con dinero de los potentados de la madera, y, atrás, el edificio nuevo, más bajo, donde funcionaba la biblioteca para niños. Ambas estaban conectadas por un corredor encristalado.

Allí, cerca del centro, Kansas Street era de dirección única, así que Ben sólo miró en una dirección, a la derecha, antes de cruzar. De haber mirado a la izquierda se hubiera llevado una horrible sorpresa. A la sombra de un viejo roble, en el prado del Centro Social de Derry, a una manzana de distancia, estaban Belch Huggins, Victor Criss y Henry Bowers.

5

—Atrapémoslo, Hank.

Victor estaba casi jadeando.

Henry observó al gordo que cruzaba la calle correteando entre bamboleos de panza, el remolino de la cabeza parecía un resorte y el culo se le meneaba dentro de los pantalones como los de las chicas. Calculó la distancia que los separaba de él y la que separaba a Hanscom de la biblioteca, donde estaría a salvo. Probablemente podrían atraparlo antes de que entrara, pero también era posible que Hanscom comenzara a gritar. No habría sido nada raro, con semejante marica. Y en ese caso podía intervenir algún adulto. Henry no quería interferencias. Esa perra de la Douglas lo había suspendido en lengua y en matemáticas. Lo dejaba pasar, habría dicho, pero tendría que hacer los cursos de preparación durante un mes, en el verano. Henry habría preferido repetir. En ese caso, el padre lo habría castigado una sola vez. Si tenía que dejarlo ir a la escuela por cuatro horas diarias durante cuatro semanas, en la temporada de más trabajo, era posible que lo castigara cinco o seis veces, hasta más. Sólo se reconcilió con su sombrío futuro pensando en vengarse con ese gordo idiota esa misma tarde.

—Sí, vamos —apoyó Belch.

—Esperaremos a que salga.

Vieron que Ben abría una de las grandes puertas dobles y entraba. Entonces se sentaron en el suelo a fumar y a contar historias de viajantes mientras esperaban.

Tarde o temprano, saldría. Y entonces Henry le haría lamentarse de haber nacido.

6

Ben amaba la biblioteca.

Amaba su eterna frescura, perceptible aun en los días más calurosos; amaba su silencio murmurante, quebrado sólo por susurros ocasionales, el leve golpe de un sello y el rumor de las páginas vueltas en la hemeroteca, donde estaban siempre los ancianos leyendo periódicos encuadernados; amaba las características de la luz que caía en diagonal por las ventanas altas y estrechas, por la tarde, o relumbraba en charcos perezosos, arrojados por los globos de luz colgados de cadenas del techo, en los anocheceres de invierno mientras el viento silbaba fuera. Le gustaba el olor de los libros: un olor picante, fabuloso. A veces caminaba por entre las estanterías de los adultos contemplando aquellos millares de volúmenes, imaginando un mundo de vidas dentro de cada uno. Le gustaba el corredor acristalado que conectaba el edificio viejo con la biblioteca infantil, siempre cálida, aun en invierno, a menos que el tiempo hubiera estado nublado por algunos días. La señora Starrett, jefa de bibliotecarios de esa sección, le había dicho que era resultado de algo llamado «efecto de invernadero». A Ben le encantaba la idea. Años más tarde construiría el centro de comunicaciones de la «BBC» y las acaloradas discusiones se prolongarían por un millar de años, sin que nadie supiera (excepto el mismo Ben) que el centro de comunicaciones no era sino el corredor acristalado de la Biblioteca Pública de Derry, puesto sobre un extremo.

También le gustaba la biblioteca infantil, aunque no tenía el sombreado encanto de la antigua, con sus globos y sus escaleras de hierro curvas, demasiado estrechas para que las usaran dos personas; una siempre tenía que retroceder. La biblioteca infantil era luminosa y soleada, algo más ruidosa, a pesar de los letreros de SILENCIO, POR FAVOR, colgados por todas partes. El ruido, en gran parte, provenía del Rincón de Pooh, donde iban los más pequeños a mirar libros ilustrados. Ese día, cuando Ben entró, acababa de empezar allí la hora de los cuentos. La señorita Davies, una bibliotecaria joven y bonita, estaba leyendo Los tres cabritos.

—¿Quién camina, trip-trap, por mi puente?

La señorita Davies hablaba en el tono grave y gruñón del duende del cuento. Algunos de los pequeños se cubrieron la boca, riendo, pero la mayoría se limitaba a mirarla con aire solemne, aceptando la voz del duende como aceptaban las voces de sus sueños; sus ojos graves reflejaban la eterna fascinación del cuento de hadas: el monstruo, ¿sería derrotado o se comería a las víctimas?

Había carteles coloridos por doquier. Aquí, un niño bueno que se había cepillado los dientes hasta echar espuma por la boca como un perro rabioso; allí, un niño malo que fumaba (cuando sea grande quiero estar siempre enfermo, como mi papá, decía el epígrafe). Allá, una maravillosa fotografía donde se veía un billón de puntos luminosos en la oscuridad; abajo, UNA IDEA ENCIENDE UN MILLAR DE CIRIOS. Ralph Waldo Emerson.

Había invitaciones a participar en la EXPERIENCIA DE LOS SCOUTS. Un letrero sugería que los clubes de niñas de hoy forman a las mujeres de mañana. Formularios de inscripción para el juego de softball y para el teatro infantil del Centro Social. Y, por supuesto, otro cartel que invitaba a los niños a inscribirse en el PROGRAMA DE LECTURAS DE VERANO. Ben era un fanático del programa de lecturas de verano. Al inscribirse, a uno le daban un mapa de Estados Unidos. Luego, por cada libro que uno leía y comentaba, obtenía un cromo para lamer y pegar en el mapa. El cromo venía con informaciones tales como el pájaro y la flor correspondientes a este estado, el año en que había sido admitido en la Unión y qué presidentes, si los había, procedían de allí. Cuando los cuarenta y ocho estaban pegados en el mapa, se recibía un libro gratuitamente. Era un negocio estupendo. Ben pensaba hacer lo que sugería el letrero: No pierdas tiempo: inscríbete hoy.

Llamativo entre ese amigable despliegue de color, un simple cartel, sobre el escritorio de la bibliotecaria, sin dibujos ni fotografías, sólo letras negras en papel blanco, rezaba:

RECUERDA EL TOQUE DE QUEDA
SIETE DE LA TARDE
DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE DERRY

Con solo mirarlo, Ben sintió un escalofrío. La excitación de retirar su boletín, la preocupación por Henry Bowers, las palabras cruzadas con Beverly y el comienzo de las vacaciones le habían hecho olvidar el toque de queda… y los asesinatos.

La gente discutía sobre cuántos habían sido, pero todo el mundo estaba de acuerdo en que llegaban, por lo menos, a cuatro desde el invierno; cinco, si se incluía a George Denbrough (muchos opinaban que la muerte del pequeño Denbrough podía haber sido provocada por un accidente muy extraño). El primero seguro era el de Betty Ripsom, hallada el día después de Navidad en una zona de obras en construcción en Jackson Street. La niña, de trece años, apareció mutilada y congelada en la tierra lodosa. Eso no había salido en el periódico ni era algo que Ben supiera por ningún adulto. Simplemente, lo había escuchado en conversaciones casuales.

Unos tres meses y medio después, más o menos, al comenzar la temporada de la trucha, un pescador que estaba en la ribera del arroyo, a treinta kilómetros de Derry, enganchó algo que al principio tomó por un palo. Resultó ser la mano, la muñeca y los primeros diez centímetros del brazo de una mujer. Su anzuelo había enganchado ese horrible trofeo por la piel fláccida entre el pulgar y el índice.

La policía estatal encontró el resto de Cheryl Lamonica a setenta metros, arroyo abajo, enredado en un árbol que había caído al agua durante el invierno anterior; sólo por azar no había seguido viaje el cadáver hasta el Penobscot, para perderse en el mar con el deshielo de primavera.

La muchacha Lamonica tenía dieciséis años. Era de Derry, pero no asistía a la escuela. Tres años antes, había dado a luz a una niña, Andrea. Vivía con su hija en el hogar paterno. «Cheryl era un poco alocada, a veces, pero en el fondo era buena —dijo su padre, sollozante, a la policía—. Andi no deja de preguntar dónde está su mamá y yo no sé qué decirle».

Se había denunciado la desaparición de la muchacha cinco semanas antes de que se encontraran los restos. La investigación policial sobre la muerte empezó con una suposición lógica: que había sido asesinada por uno de sus «amigos». Tenía montones de amigos, muchos de la base aérea de Bangor. «Casi todos eran buenos muchachos», dijo la madre de Cheryl. Uno de esos «buenos muchachos» resultó ser un coronel de la Fuerza Aérea, de cuarenta años, con esposa y tres hijos en Nuevo México. Otro estaba cumpliendo una condena en Shawshank por robo a mano armada.

Uno de sus amigos, pensaba la policía. O un desconocido, posiblemente. Un maníaco sexual.

Si era un maníaco sexual, al parecer la había tomado también con los varones. A finales de abril, un profesor de secundaria, que realizaba una excursión con sus alumnos, había divisado un par de zapatillas de deporte rojas y una prenda de pana azul sobresaliendo de una boca de alcantarilla en Merit Street. Ese extremo de Merit había sido bloqueado con vallas y el asfalto retirado con excavadoras el otoño anterior, ya que la extensión de la autopista de peaje pasaría por allí con rumbo a Bangor.

El cadáver era de Matthew Clements, de tres años, cuya desaparición habían denunciado sus padres apenas el día antes. Su foto salió en la primera plana del Derry News. Era un chiquillo de cabello oscuro que sonreía audazmente a la cámara. La familia Clements vivía en Kansas Street, al otro lado de la ciudad. Su madre, tan aturdida por el golpe que parecía sumida en una campana de cristal de calma absoluta, dijo a la policía que Matty había estado subiendo y bajando por la acera con su triciclo ante la casa, situada en la esquina de Kansas y Kossuth Lane. Fue a poner la ropa lavada en la secadora y cuando volvió a mirar por la ventana para vigilar a Matty, ya no estaba. Sólo quedaba su triciclo tumbado en el césped entre la acera y la calle. Una de las ruedas traseras aun giraba perezosamente. Se detuvo ante la vista de la madre.

Eso fue demasiado para el comisario Borton. Al día siguiente, en una sesión especial del concejo, propuso el toque de queda. Fue aceptado por unanimidad y se puso en práctica al día siguiente. Los niños pequeños debían ser vigilados en todo momento por un «adulto cualificado», según el artículo del News. Un mes atrás, en la escuela de Ben se había organizado una asamblea especial. El comisario se presentó en el escenario, con los pulgares en el cinturón de la pistolera, y aseguró a los niños que no había nada que temer, mientras obedecieran algunas reglas sencillas: no hablar con desconocidos, no subir a automóviles a menos que conocieran muy bien a sus conductores, recordar siempre que «El policía es un amigo»… y cumplir el toque de queda.

Dos semanas antes, un niño al que Ben apenas conocía (estaba en el otro quinto curso de la escuela), había visto algo que parecía un montón de pelo flotando al mirar dentro de una boca de alcantarilla de Neibolt Street. Ese Frankie, o Freddy, Ross (o tal vez Roth), había salido a buscar tesoros con un artefacto de su propia invención al que llamaba EL FABULOSO PALO DE GOMA. Cuando hablaba de él, uno se daba cuenta de que lo pensaba así, en letras mayúsculas y tal vez de neón. EL FABULOSO PALO DE GOMA era una rama de haya con una gran bola de chicle pegada en el extremo. En su tiempo libre, Freddy (o Frankie) caminaba por Derry con su artefacto espiando las cloacas y alcantarillas. A veces veía dinero, casi siempre monedas de un centavo, pero a veces de diez y hasta de veinticinco (por algún motivo que sólo él conocía, se refería a estas últimas con el nombre de «monstruos de muelle»). Una vez divisado el dinero, Frankie o Freddy y EL FABULOSO PALO DE GOMA entraban en acción: un toque de la goma, introduciendo el palo por la rejilla y la moneda estaba en su bolsillo.

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