Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

El pacífico reino de Lancre (pacífico, al menos, cuando Yaya Ceravieja está tranquila en su casa) ha caído bajo las garras de un malvado usurpador, el duque de Felmet, y su oronda esposa. Hasta aquí, todo bien. El usurpador, manipulado por su esposa, decide talar bosques, quemar casas y echar sal en las tierras de cultivo. Maltratar al reino, por decirlo brevemente. Hasta aquí, también todo bien. Pero después al malvado duque no se le ha ocurrido otra cosa que intentar hacer pagar impuestos a las brujas.

Ante algo tan intolerable, Yaya Ceravieja, decana entre las brujas de Lancre a quien conocimos en Ritos iguales, reúne un pequeño cónclave de brujas formado por Tata Ogg (una bruja de capital, alegre y, estoooo… alegre) y Magrat Ajostiernos (una especie de joven bruja new age, toda llena de adornos y joyas místicas) para hacer algo que nunca, jamás hacen las brujas: meterse en política. Además: magia, mala leche y una extraña compañía de teatro. ¡Ah! Y un bufón.

Esta novela es una parodia/homenaje más o menos descarado al Macbeth de Shakespeare. Y trata sobre el poder de la creencia y, por tanto, del teatro. Y es divertidísima, aunque no haga falta decirlo.

Brujerías

Mundodisco – 6

Terry Pratchett

Título original: Wyrd Sisters

El viento aullaba. El relámpago apuñalaba la tierra erráticamente, como un asesino inexperto. El trueno retumbaba sobre las oscuras colinas azotadas por la lluvia.

La noche era tan negra como las entrañas de un gato. De verdad, era de esas noches en que los dioses mueven a los hombres como si fueran peones, en el tablero de ajedrez del destino. En medio de la tormenta, una hoguera brillaba entre los arbustos empapados, como la locura en los ojos de una comadreja. Iluminaba a tres figuras encorvadas. El caldero burbujeaba.

—¿Cuándo volveremos a reunimos? —preguntó una voz seca, sobrecogedora.

Hubo una pausa.

Por fin, otra voz respondió, en tono mucho más normal:

—Bueno, a mí me va bien el martes que viene.

Por las profundidades insondables del espacio nada la tortuga estelar, Gran A’Tuin, que transporta sobre su caparazón a los cuatro elefantes gigantes que a su vez soportan sobre sus lomos la masa del Mundodisco. En torno a ellos giran un pequeño sol y una luna diminuta. Dibujan una órbita muy complicada para provocar los cambios de estación, así que debe de ser el único lugar del universo donde a veces un elefante tiene que levantar una pata para dejar pasar al sol.

Quizá nunca sepamos exactamente el porqué de esto. Es posible que el Creador del universo se aburriera de tanta inclinación axial, albedo y velocidad de rotación, y decidiera divertirse un ratito.

No hace falta ser un genio para suponer que los dioses de un mundo así no deben de jugar al ajedrez, y así es. La verdad es que ningún dios juega al ajedrez. Les falta imaginación. Los dioses prefieren juegos más sencillos y salvajes, donde uno No Expande Su Intelecto sino que se Va A La Porra Directamente. Para comprender toda religión es imprescindible saber que a los dioses les divierte ver a las niñas saltando a la comba con alambres de púas.

La magia es lo que mantiene la consistencia del Mundodisco, es una magia generada por su mismo girar, una magia entretejida como hilos de seda a la estructura subyacente de su existencia, una magia que sutura las heridas de la realidad.

Buena parte de ella termina en las Montañas del Carnero, que se extienden desde las llanuras heladas cercanas al Eje, atraviesan los archipiélagos y llegan hasta los mares cálidos que se vierten interminablemente al espacio por el Borde.

La magia pura es invisible, pero crepita de cumbre en cumbre, y se entierra en las montañas. De las Montañas del Carnero ha surgido la mayor parte de los magos y brujas del mundo. En las Montañas del Carnero, las hojas de los árboles se mueven incluso cuando no hay brisa. Las rocas pasean antes de cenar.

Hasta la tierra, de vez en cuando, parece viva…

Y en ocasiones, también el cielo.

La tormenta estaba azotando con todo su entusiasmo. Aquélla era su gran oportunidad. Se había pasado años de gira por provincias, haciendo trabajitos útiles para conseguir experiencia, consiguiendo contactos, y sólo de vez en cuando asaltando a pastores distraídos o hendiendo pequeños robles. Ahora, un hueco en el escalafón del tiempo le había dado su gran oportunidad, y la tormenta se esforzaba al máximo con la esperanza de que la viera alguno de los climas importantes.

Era una buena tormenta. Ponía auténtica pasión en su trabajo, pero sin olvidar la eficacia, y los críticos opinaban que, en cuanto aprendiera a controlar un poco mejor sus truenos, no tardaría en ser una tormenta a tener en cuenta.

Los bosques rugieron sus aplausos, y se llenaron de nieblas y hojas desprendidas.

En noches como ésta, los dioses, según se ha señalado ya, juegan a cosas que no son el ajedrez con los destinos de los mortales y los tronos de los reyes. Es importante recordar que siempre hacen trampas, del principio al final.

Un coche de caballos recorría a toda velocidad el tortuoso sendero del bosque, se tambaleaba con violencia cuando las ruedas tropezaban en las raíces de los árboles. El conductor azuzaba a los animales, el crujido desesperado de su látigo proporcionaba un interesante contrapunto al rugir de la tempestad.

Tras él (muy poco por detrás, y acercándose) había tres jinetes encapuchados.

En noches como ésta se llevan a cabo acciones malvadas. También buenas, claro. Pero las malas ganan de largo.

En noches como ésta, las brujas cruzan las fronteras.

Metafóricamente hablando, claro. Porque no les gusta la comida, el agua no es de confianza, y los chamanes son unos mandones. Pero la luna llena se divisaba entre los jirones de nubes, el aire estaba poblado de susurros, y todo apuntaba hacia la magia.

En su claro, desde donde se divisaba el bosque, así hablaron las brujas:

—El martes me toca hacer de canguro —dijo la que no llevaba sombrero, sino una masa de rizos blancos tan espesa que parecía un casco—. Para el pequeño de Jason. Me va mejor el viernes. Date prisa con el té, querida, estoy seca.

La más joven de las tres dejó escapar un suspiro, y vertió parte del agua hirviendo del caldero en una tetera.

La tercera bruja le dio unas palmaditas cariñosas en la mano.

—Lo dijiste muy bien —le aseguró—. Sólo hay que trabajar un poco más los aullidos. ¿No te parece, Tata Ogg?

—Claro, claro, los aullidos son muy útiles —se apresuró a asentir Tata Ogg—. Ya veo que Abuela Whemper, quenpazdescanse, te ayudó mucho en lo de bizquear.

—Son unos bizquees muy buenos —la apoyó Yaya Ceravieja.

La bruja más joven, que se llamaba Magrat Ajostiernos, se tranquilizó visiblemente. Admiraba mucho a Yaya Ceravieja. En las Montañas del Carnero, todo el mundo sabía que la señora Ceravieja no aprobaba nada demasiado. Si ella decía que era un buen bizqueo, es que Magrat se había mirado las fosas nasales como mínimo.

A diferencia de los magos, que adoran las jerarquías, y cuanto más complicadas mejor, a las brujas no les va mucho eso de la estructuración en la carrera profesional. De cada una depende educar a una niña de su zona para que se encargue de todo cuando ella muera. Las brujas no son gregarias por naturaleza, al menos con otras brujas. Y, desde luego, no tienen líderes.

Yaya Ceravieja era la más respetada de las líderes que no tenían.

A Magrat le temblaban un poco las manos mientras preparaba el té. Todo era muy gratificante, claro, pero también resultaba algo tenso iniciar su vida laboral como bruja de pueblo entre Yaya y Tata Ogg, que vivía al otro lado del bosque. Había sido idea suya crear los aquelarres. Le parecía más…, bueno, más oculto. Para su sorpresa, las otras dos asintieron, o al menos no disintieron demasiado.

—¿Aquel padre? —había dicho Tata Ogg—. ¿Para qué demonios queremos otro padre? Yo ya ni me acuerdo del mío.

—Un aquelarre, Gytha, un aquelarre —le había explicado Yaya Ceravieja—. Ya sabes, como en los viejos tiempos. Una reunión de brujas.

—¿Una juerguecita? —insistió Tata Ogg, esperanzada.

—Nada de bailes —le advirtió Yaya—. No apruebo eso de bailar. Ni cantar, ni emocionarse demasiado, ni todo eso de los ungüentos, ni nada por el estilo.

A Magrat la había decepcionado un poco lo del baile, pero se alegraba de no haber propuesto una o dos ideas más que llevaba preparadas. Rebuscó en la bolsa que había llevado con ella. Era su primera reunión de brujas, y estaba decidida a hacerlo bien.

—¿Alguien quiere una pastita? —ofreció.

Yaya miró fijamente la suya antes de comérsela. Magrat las había horneado dándoles forma de murciélagos. Los ojitos eran pasas.

El coche de caballos pasaba como una centella junto al lindero del bosque. Se mantuvo unos segundos sobre dos ruedas tras tropezar con una piedra, volvió a ceñirse a las leyes del equilibrio y prosiguió su alocada carrera. Pero ahora iba más despacio. La cuesta era empinada.

El cochero, de pie como si guiara una cuadriga, se apartó el pelo de los ojos y escudriñó la oscuridad. Allí, en las laderas de las Montañas del Carnero, no vivía nadie, pero había luz más adelante. Increíble, maravilloso, había luz.

Una flecha se clavó en el techo del coche, tras él.

Entretanto, el rey Verence, monarca de Lancre, estaba descubriendo algo.

Como la mayor parte de la gente (bueno, como la mayor parte de la gente que aún no ha cumplido los sesenta), Verence no había meditado mucho sobre lo que sucedía tras la muerte. Como la mayor parte de la gente desde el amanecer de los tiempos, daba por hecho que ya lo averiguaría en su momento.

Y, como la mayor parte de la gente desde el amanecer de los tiempos, ahora estaba muerto.

De hecho, se encontraba tendido al pie de una de sus propias escalinatas, en el Castillo Lancre, con una daga clavada en la espalda.

Se sentó, y le sorprendió ver que, aunque alguien a quien podía considerar sin lugar a dudas como él mismo se estaba sentando, algo muy semejante a su cuerpo permanecía tendido en el suelo.

Por cierto, era un buen cuerpo, ahora que lo veía desde fuera por primera vez. Siempre se había sentido muy unido a él, aunque tenía que reconocer que ya no era el caso.

Era un cuerpo grande y musculoso. Lo había cuidado bien. Le había dejado crecer un bigote y patillas largas. Se había encargado de que recibiera mucho ejercicio al aire libre y cantidades ingentes de carne roja. Y ahora, justo cuando más necesitaba un cuerpo, le dejaba de lado. O le dejaba fuera.

Además, aún tenía que reconciliarse con la visión de la figura alta y delgada que se erguía junto a él. La mayor parte de ella quedaba oculta bajo una túnica negra con capucha, pero el brazo que salía de entre los pliegues para sostener una gran guadaña era de hueso.

Cuando uno está muerto, hay cosas que reconoce por instinto.

Muy buenas.

Verence se irguió en toda su estatura, o en lo que habría sido toda su estatura si la parte de él a la que se podía aplicar la palabra «estatura» no estuviera tendida rígida en el suelo, enfrentándose a un futuro en el que sólo era apropiada la palabra «profundidad».

—Más respeto, que soy un rey —dijo.

Eras, majestad.

—¿Qué? —rugió Verence.

He dicho que eras. Se llama pretérito imperfecto. Ya te acostumbrarás.

La alta figura tamborileó los dedos calcáreos sobre el mango de la guadaña. Obviamente, estaba molesta por algo.

Pues ya que lo mencionamos, pensó Verence, yo también. Pero los sutiles indicios que se le presentaban en sus circunstancias actuales empezaban a penetrar incluso la espesa coraza de valor estúpido que era la característica predominante de su personalidad, y comenzaba a intuir que, fuera cual fuera el reino donde se encontraba, él no era ya el rey.

—Oye, tú, ¿eres la Muerte?

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