It (Eso) – Stephen King

Vestía roídos pantalones de franela verde. Un vómito amarillo se le estaba endureciendo en los pantalones. Se bajó la cremallera y metió la mano. Trataba de sonreír. Su nariz era un espanto rojo.

—No… tampoco tengo diez —dijo Eddie.

Y de pronto pensó: Oh, Dios mío, tiene lepra. Si me toca, yo también voy a contagiarme. Entonces perdió la serenidad y echó a correr. Oyó que el vagabundo lo seguía, arrastrando los pies; sus viejos zapatos, atados con cordel, iban abofeteando al desmandado césped de la casa vacía.

—¡No te vayas, chico! Te la chupo gratis. ¡No te vayas!

Eddie subió a su bicicleta de un salto, con el aliento ya silbante, sintiendo que su garganta se cerraba hasta convertirse en el ojo de una aguja. Su pecho había adquirido peso. Apoyó los pies en los pedales y, cuando empezaba a tomar velocidad, una de las manos del vagabundo golpeó el cesto. La bicicleta se estremeció. Eddie miró por encima del hombro y vio que el vagabundo corría junto a la rueda trasera (GANANDO VENTAJA) con los labios contraídos, descubriendo las manchas negras de sus dientes en una expresión que podía ser de desesperación o de furia.

A pesar de las piedras que tenía en el pecho, Eddie aumentó la velocidad de su pedaleo temiendo que aquellas manos cubiertas de costras se cerraran alrededor de su brazo, arrancándolo de su Raleigh para arrojarlo en la zanja, donde sólo Dios sabía qué podía pasarle. No se atrevió a mirar atrás hasta haber pasado como un rayo delante de la escuela religiosa y la intersección con la carretera 2. Por entonces, el vagabundo había desaparecido.

Eddie se reservó aquella terrible anécdota durante casi una semana y por fin la confió a Richie Tozier y a Bill Denbrough mientras leían historietas sobre el garaje.

—No tenía lepra, pedazo de tonto —dijo Richie—. Era sifilis.

Eddie miró a Bill para ver si Richie le estaba tomando el pelo; era la primera vez que oía hablar de una enfermedad llamada siflis y parecía invento de Richie.

—¿Existe esa siflis, Bill?

Bill asintió gravemente.

—Pero no es siflis sino sí-sí-sífilis.

—¿Y qué es eso?

—Una enfermedad que te viene de follar —dijo Richie—. Sabes lo que es follar, ¿verdad?

—Por supuesto —respondió Eddie.

Ojalá no se estuviera ruborizando. Sabía que, cuando uno crecía, el pene rezumaba algo cuando se ponía duro. Boogers Taliendo le había proporcionado los detalles, un día, en la escuela. Según Boogers, follar era frotar el pito contra la barriga de una chica hasta que se ponía duro. Después se frotaba un poco más hasta que uno empezaba a «sentir eso». Cuando Eddie preguntó qué se sentía, Boogers se limitó a mover la cabeza de un modo misterioso, diciendo que no se podía describir pero que uno se daba cuenta en cuanto lo sentía. Dijo que se podía practicar acostándose en la bañera y frotándose el pito con jabón de olor (Eddie había hecho la prueba, pero lo único que sintió al cabo de un rato fue ganas de orinar). La cosa es que, según Boogers, cuando uno «sentía eso», surgía una cosa del pene. Casi todos los chicos llamaban a eso «correrse», pero Boogers dijo que su hermano mayor le había enseñado que la palabra realmente científica era súmum. Y cuando uno «sentía eso», tenía que sujetar el pito y apuntarlo muy deprisa, para poder lanzar el súmum en el ombligo de la chica, en cuanto saliera. Entonces entraba en el ombligo de la chica y hacía un bebé allí dentro.

«¿Y a las chicas les gusta eso?», había preguntado Eddie a Boogers Taliendo, algo espantado.

«Parece que sí», había sido la respuesta de Boogers, también confundido.

—Y ahora escucha, Eds —dijo Richie—, porque después puede que surjan más preguntas. Algunas mujeres tienen esa enfermedad. Algunos hombres también, pero casi siempre son las mujeres. Un tío se puede contagiar de una mujer…

—… o de otro t-t-tipo, si son m-ma-ric-c-cones —aclaró Bill.

—Eso. La cuestión es que te contagias la sífilis por follar con alguien que ya la tiene.

—¿Y qué te pasa? —preguntó Eddie.

—Te pudres —dijo Richie, simplemente.

Eddie lo miró fijamente, espantado.

—Suena desagradable, lo sé, pero es cierto —confirmó Richie—. Lo primero que te desaparece es la nariz. A algunos tipos que tienen sífilis se les cae la nariz. Después el pito.

—P-p-por f-favor —rogó Bill—. A-acabo de c-c-comer.

—Vamos, hombre, estamos hablando de temas científicos —protestó Richie.

—Entonces —inquirió Eddie—, ¿qué diferencia hay entre la lepra y la sífilis?

—Que la lepra no te viene por follar —fue la pronta respuesta de Richie.

Y estalló en un vendaval de risas que dejó confundidos tanto a Bill como a Eddie.

7

A partir de ese día, la casa del 29 de Neibolt Street había adquirido una especie de fulgor en la imaginación de Eddie. Cuando miraba su patio lleno de hierbas, su porche desvencijado y las tablas clavadas a sus ventanas, se apoderaba de él una fascinación enfermiza. Seis semanas atrás, había dejado su bicicleta en la gravilla de la calle (la acera terminaba cuatro puertas más allá) para cruzar el prado hacia el porche de aquella casa.

El corazón le latía con fuerza y su boca tenía otra vez ese gusto seco. Al escuchar a Bill mientras contaba lo de esa horrible fotografía, comprendió que, al acercarse a esa casa, había sentido lo mismo que al entrar en la habitación de George. Se sentía como si hubiese perdido el control sobre sí mismo.

No sentía que sus pies se movieran. Era la casa, en cambio, la que, sombría y silenciosa, parecía acercarse a él.

Débilmente, oyó una locomotora Diesel en las vías y el ruido líquido-metálico de las acopladuras. Estaban dejando algunos vagones en las vías laterales y enganchando otros para formar un convoy.

Su mano apretó el pulverizador, pero el asma, extrañamente, no se había cerrado como aquel otro día al huir del vagabundo de la nariz podrida. Sólo tenía la sensación de estar quieto observando el deslizarse sigiloso de la casa hacia él como sobre un par de vías ocultas.

Eddie miró bajo el porche. Allí no había nadie. Eso no le sorprendió. Estaban en primavera y los vagabundos aparecían en Derry con más frecuencia a principios de otoño, en las seis semanas en que cualquiera podía conseguir trabajo en las fincas de los alrededores si se presentaba más o menos decente. Había patatas y manzanas que cosechar, cercas de nieve que reparar, graneros y techos que necesitaban remiendos antes de que llegase diciembre silbando.

No había vagabundos bajo el porche, pero sí abundantes señales de que habían andado allí: latas de cerveza vacías, botellas de licor vacías; una manta acartonada de roña apoyada contra los cimientos como un perro muerto; montones de periódicos arrugados, un zapato suelto y un olor como a basura. Había también una espesa capa de hojas marchitas allá abajo.

Sin querer hacerlo, pero incapaz de evitarlo, Eddie había entrado reptando bajo el porche. Sentía que el corazón le palpitaba en la cabeza lanzando manchas de luz blanca a través de su campo visual.

Allí abajo el olor era más fuerte: alcohol, sudor y el perfume pardo, oscuro, de las hojas putrefactas. Las hojas muertas ni siquiera crujían bajo las manos y las rodillas. Tanto ellas como los diarios viejos se limitaban a suspirar.

Soy un vagabundo —pensó Eddie, incoherente—. Soy un vagabundo que anda por las vías. Eso es lo que soy. No tengo dinero, no tengo casa, pero consigo una botella, un dólar y un lugar para dormir. Esta semana recogeré manzanas y patatas; la semana próxima, cuando la escarcha endurezca el suelo como si fuera dinero dentro de una caja fuerte, qué me importa, subiré a un vagón que huela a remolacha azucarera y me sentaré en un rincón. Y si hay un poco de heno, me cubriré con él, tomaré un traguito, masticaré un bocado y tarde o temprano llegaré a Portland o a Beantown, y si no me echa algún guardia del ferrocarril, tomaré un tren rumbo al Sur y cuando llegue recogeré limones o limas o naranjas. Y si me pescan, construiré carreteras para que viajen los turistas. Qué diablos, no será la primera vez, ¿no? Soy sólo un viejo vagabundo solitario, no tengo dinero, no tengo casa, pero algo tengo: tengo una enfermedad que me está comiendo. La piel se me cuartea, se me caen los dientes, ¿y sabes qué?: siento que me estoy pudriendo como una manzana. Lo siento, siento que eso me come desde dentro hacia fuera, me come, me come…

Eddie apartó a un lado la manta acartonada sujetándola con el pulgar y el índice e hizo una mueca al sentir su tejido apelmazado. Una de esas ventanas bajas del sótano estaba directamente a su espalda con un vidrio roto y el otro opaco de polvo. Se inclinó hacia adelante, sintiéndose casi hipnotizado. Se acercó a la ventana, se acercó a la oscuridad del sótano respirando olor a vejez, a moho y a podredumbre seca, se acercó cada vez más a lo negro, y sin duda el leproso lo habría atrapado si el asma no hubiera elegido ese momento, exactamente, para atacar. Le apretó los pulmones con un peso indoloro pero atemorizante; de inmediato, su respiración tomó ese sonido familiar, detestable, sibilante.

Retrocedió y fue entonces cuando apareció la cara. Su aparición fue tan súbita, tan sorprendente (pero también tan esperada) que Eddie no habría podido gritar, aun sin el ataque de asma. Sus ojos se dilataron. Su boca se abrió como una grieta. No era el vagabundo de la nariz carcomida, pero tenía cierto parecido. Un terrible parecido. Sin embargo… esa cosa no podía ser humana. Nada podía seguir con vida estando tan carcomida.

Tenía agrietada la piel de la frente. El hueso blanco, revestido por una membrana mucosa amarilla, espiaba por allí como la lente de un reflector empañado. La nariz era un puente de cartílago desnudo sobre dos canales rojos, muy abiertos. Un ojo era jubilosamente azul; el otro, una masa de tejido esponjoso de color negro pardusco. El labio inferior del leproso caía hacia abajo como hígado. No tenía labio superior; sus dientes asomaban en un anillo libidinoso.

Sacó bruscamente una mano por el vidrio roto. Sacó la otra a través del vidrio sucio de la izquierda reduciéndolo a fragmentos. Sus manos estaban llenas de llagas. Los escarabajos reptaban y trajinaban por ellas.

Maullando y jadeando, Eddie se arrastró hacia atrás. Apenas podía respirar. Su corazón era una locomotora desbocada. El leproso parecía vestir los harapientos restos de algún extraño traje plateado. Por entre los mechones pardos de su cabeza, reptaban cosas vivas.

—¿Quieres que te la chupe, Eddie? —graznó la aparición, sonriendo con los restos de su boca y canturreando—: Bobby cobra sólo diez y quince por otra vez y si quieres lo hace tres. —Guiñó el ojo—. Ése soy yo, Eddie: Bob Gray. Y ahora que nos hemos presentado debidamente…

Una de sus manos se aplastó contra el hombro derecho de Eddie. El chico lanzó un grito débil.

—No te asustes —dijo el leproso.

Y Eddie vio, con terror de pesadilla, que estaba saliendo por la ventana. El escudo de hueso que tenía tras la frente medio pelada rompió el fino soporte de madera que separaba los dos vidrios. Sus manos se agarraron a la tierra musgosa cubierta de hojas. Las hombreras plateadas de su traje…, de su disfraz, o lo que fuera…, comenzaron a pasar por la abertura. Aquel único ojo azul y centelleante no se apartaba de la cara de Eddie.

—Aquí vengo, Eddie, no te asustes —graznó—. Te gustará estar aquí abajo, con nosotros. Aquí abajo hay algunos amigos tuyos.

Su mano se estiró otra vez. En algún rincón de su mente enloquecida por el pánico, casi aullante, Eddie tuvo la súbita y fría seguridad de que, si aquella cosa tocaba su piel desnuda, él también empezaría a pudrirse. La idea quebró su parálisis. Reptó hacia atrás a cuatro patas, luego giró en redondo y se arrojó de cabeza hacia el otro extremo del porche. La luz del sol, que caía en rayos estrechos y polvorientos por entre las rendijas de las tablas del porche, rayaba su cara de momento en momento. Su cabeza empujó a través de las sucias telarañas que se le asentaban en el pelo. Miró sobre su hombro y vio que el leproso ya tenía medio cuerpo fuera.

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