It (Eso) – Stephen King

De pronto, Eddie comenzó a jadear y tuvo que usar su inhalador.

—Lo que habéis hecho ha devuelto el agua a seis, siete u ocho depósitos centrales que sirven a Witcham, Jackson, Kansas y cuatro o cinco callejas transversales. —El señor Nell clavó en Bill Denbrough una mirada seca—. Una de ellas sirve a tu propio hogar, joven Master Denbrough. Y así estamos, con sumideros que no desaguan, lavadoras que no desaguan, tuberías exteriores descargando alegremente el agua en los sótanos…

Ben dejó escapar un sollozo seco que era casi un ladrido. Los otros lo miraron por un instante, luego apartaron la vista. El señor Nell apoyó una manaza en el hombro del chico, estaba encallecida y áspera, pero en ese momento también era tierna.

—Bueno, bueno. No hay por qué tomárselo tan a pecho; grandullón. A lo mejor no es tan grave, al menos por ahora. A lo mejor exageré un poquito para que me entendieras bien. Me enviaron a ver si algún árbol había caído en el arroyo. De vez en cuando pasa. Nos haremos la cuenta de que fue eso y sólo vosotros cinco y yo sabremos que no fue así. En esta ciudad tenemos últimamente problemas peores que un poco de agua acumulada. Pondré en el informe que localicé la obstrucción y que algunos niños vinieron a ayudarme a despejarla. No voy a mencionar los nombres. No habrá citaciones por construir presas en Los Barrens.

Los estudió a los cinco. Ben se estaba secando furiosamente los ojos con el pañuelo. Bill miraba el dique, pensativo. Eddie tenía el inhalador en una mano. Stan tenía a Richie aferrado por un brazo, listo para apretar con fuerza si el chico mostraba el menor síntoma de decir cualquier cosa que no fuera muchas gracias, señor.

—No tenéis nada que hacer en un lugar tan infecto como éste, chicos —prosiguió el señor Nell—. Han de haber sesenta enfermedades diferentes cultivándose aquí abajo. El basural por un lado, arroyos llenos de pis y agua sucia, mierda, bichos, pantanos… No tenéis nada que hacer en un lugar tan sucio, no. Cuatro lindos parques para que juguéis a la pelota todo el día y os encuentro aquí. ¡Je-su-criiisto!

—N-n-nos g-g-gusta est-estar aquí —expresó Bill, súbitamente desafiante—. Aq-q-quí ab-b-bajo nadie n-n-nos da la estática.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el señor Nell a Eddie.

—Ha dicho que aquí abajo nadie nos da la estática —repitió Eddie, con voz débil y sibilante, pero también inconfundiblemente firme—. Y tiene razón. Cuando los chicos como nosotros vamos al parque y decimos que queremos jugar a béisbol, nos dicen que sí, que cómo no, que si queremos ser segunda base o tercera.

Richie carcajeó:

—¡Eddie se soltó uno bueno! Y… ¡ha llegado!

El señor Nell giró la cabeza para mirarlo. Richie se encogió de hombros.

—Disculpe. Pero él tiene razón. Y Bill también. Nos gusta estar aquí.

Richie pensó que el señor Nell se enojaría ante eso, pero el canoso policía lo sorprendió —los sorprendió a todos— con una sonrisa.

Ayuh —dijo—, a mí también me gustaba esto cuando era niño, la verdad. Y no os lo voy a prohibir. Pero escuchad bien lo que voy a deciros. —Les apuntó con un dedo y todos lo miraron seriamente—. Si venís a jugar aquí, hacedlo en grupo, como ahora. Juntos. ¿Me entendéis?

Ellos asintieron.

—Eso significa estar juntos todo el tiempo. Nada de jugar al escondite ni a nada que os separe. Sabéis lo que está pasando en esta ciudad. De cualquier modo, bien, no os prohíbo que vengáis, sobre todo porque no me haríais caso. Pero por vuestro propio bien, en cualquier parte de Los Barrens, manteneos juntos. —Miró a Bill—. ¿Está en desacuerdo conmigo, joven Bill Denbrough?

—N-n-no, señor —dijo Bill—. N-n-nos ma-ma-mant-t-t…

—Está bien, entiendo —interrumpió el señor Nell—. A ver esa mano.

Bill tendió la mano derecha y el señor Nell se la estrechó.

Richie se sacudió a Stan y dio un paso adelante.

—¡Seguro que sí, señor Nell, oh príncipe entre los hombres, seguro que sí! ¡Gran hombre! ¡Gran, gran hombre! —Alargó la mano, tomó la enorme zarpa del señor Nell y la sacudió furiosamente sin dejar de sonreír. A los divertidos ojos del irlandés, el chico parecía una horrible parodia de Roosevelt.

—Gracias, chico —dijo, recuperando la mano—. Tendrás que practicar un poco ese tono; por el momento pareces tan irlandés como Groucho Marx.

Los otros chicos rieron, sobre todo de alivio. Aún mientras reía, Stan disparó hacia Richie una mirada de reproche: ¡A ver si creces de una vez!

El señor Nell les estrechó la mano a todos. A Ben, el último.

—No tienes nada de que avergonzarte, salvo de una equivocación, grandullón. En cuanto a ese dique…, ¿lo viste en algún libro?

Ben negó con la cabeza.

—¿Te lo montaste tú solo?

—Sí, señor.

—¡Vaya, vaya! Algún día construirás cosas grandes, grandullón, estoy seguro. Pero Los Barrens no son buen lugar para eso. —Miró alrededor, pensativo—. Aquí nunca se hará nada grande. Es un lugar horrible. —Suspiró—. Desmontad eso, queridos niños. Desmontadlo ahora mismo. Creo que me voy a sentar aquí a la sombra de estos matojos, a mirar cómo lo hacéis —dijo, exagerando su acento irlandés y mirando a Richie con ironía, provocándolo a otra salida de chiflado.

—Sí, señor —dijo Richie, humilde, y eso fue todo.

El policía asintió, satisfecho, y los chicos pusieron manos a la obra. Una vez más, se volvieron hacia Ben, esta vez para que les enseñara el modo más rápido de deshacer lo que les había enseñado a construir. Mientras tanto el señor Nell sacó un botellín pardo de algún bolsillo interior y tomó un largo trago. Tosió, recobró el aliento en un suspiro explosivo y miró a los niños con ojos acuosos, benignos.

—Y qué tendrá el señor en su botella, ¿eh? —preguntó Richie, con su nueva voz irlandesa, desde el arroyo, hundido en el agua hasta las rodillas.

—Richie, ¿no puedes cerrar el pico? —siseó Eddie.

—¿Aquí? —El señor Nell miraba a Richie con leve sorpresa. Miró otra vez la botella. No tenía ninguna etiqueta—. Esto es el remedio para la tos que toman los dioses, hijo mío. Ahora veamos si puedes doblar el espinazo tan rápido como mueves la lengua.

3

Algo más tarde, Bill y Richie iban caminando juntos por Witcham Street. Bill empujaba a Silver. Después de erigir y derribar la presa, no le quedaban energías para llevar la bicicleta a velocidad de crucero. Los dos estaban sucios, desaliñados y cansadísimos.

Stan les preguntó si querían ir a su casa para jugar al Monopoly, a las damas o algo así, pero ninguno aceptó. Se estaba haciendo tarde. Ben, cansado y deprimido, dijo que iría a su casa para ver si alguien había devuelto los libros que había sacado de la biblioteca. Tenía alguna esperanza de que así fuera, porque la biblioteca municipal insistía en escribir la dirección de quien llevaba el libro, no sólo su nombre, en la tarjeta de devolución de cada volumen. Eddie dijo que iría a ver el Show del rock, por televisión, porque actuaría Neil Sedaka y él quería saber si Sedaka era negro. Stan le dijo que no fuera estúpido; bastaba oírlo para darse cuenta de que era blanco. Eddie aseguró que con oírlo no podía saber nada; hasta el año anterior había estado completamente seguro de que Chuck Berry era blanco, pero cuando se presentó en Bandas de América resultó ser negro.

—Por suerte, mi madre todavía lo cree blanco —dijo—. Si descubriera que es negro, probablemente no me dejaría escucharlo más.

Stan apostó a Eddie cuatro cómics a que Neil Sedaka era blanco y los dos se desviaron juntos hacia la casa de Eddie para arreglar el asunto.

Y allí estaban Bill y Richie, siguiendo un rumbo que, al cabo de un rato, los llevaría a la casa de Bill. Ninguno de los dos decía gran cosa. Richie se descubrió pensando en el relato de Bill sobre la fotografía que le había guiñado el ojo. A pesar de su cansancio, se le ocurrió una idea. Era una locura, pero también tenía su atractivo.

—Billy, macho —dijo—, hagamos un alto. Cinco minutos. Estoy muerto.

—Ojalá —refunfuñó Bill, pero se detuvo.

Puso a Silver cuidadosamente en el borde del verde prado del seminario teológico y se sentó con Richie en los amplios escalones de piedra que llevaban al gran edificio victoriano.

—Q-q-qué día —protestó Bill, sombrío. Tenía ojeras purpúreas y estaba muy pálido—. S-s-será mejor q-q-que llames a tu casa cu-cu-cuando lleg-lleguemos a la mía. P-p-para q-q-que tus p-p-padres no se preocupen.

—Claro. Seguro. Oye, Bill…

Richie hizo una momentánea pausa pensando en la momia de Ben, en el leproso de Eddie y en lo que Stan había estado a punto de contarles. Por un segundo, algo nadó en su propia mente, algo acerca de esa estatua de Paul Bunyan que había en el centro municipal. Pero eso había sido sólo un sueño, por el amor de Dios.

Apartó esos pensamientos irrelevantes y se lanzó de cabeza:

—Vamos a tu casa, ¿qué te parece? Echemos un vistazo a la habitación de Georgie. Quiero ver esa foto.

Bill miró a Richie, espantado. Trató de hablar, pero no pudo. Su tensión era demasiado grande. Se conformó con sacudir violentamente la cabeza.

Richie dijo:

—Ya escuchaste lo que contó Eddie. Y lo de Ben. ¿Crees en lo que dijeron?

—N-n-no s-s-sé. C-C-Creo que v-v-vieron a-a-algo.

—Sí. Yo también. Con todos esos chicos que han asesinado por aquí, creo que ellos también habrían tenido cosas para contar. La única diferencia entre Ben, Eddie y esos otros chicos es que a Ben y a Eddie no los atraparon.

Bill levantó las cejas, pero no mostró mucha sorpresa. Richie esperaba esa actitud. Bill no podía hablar muy bien, pero no era nada tonto.

—Pensemos un rato en esto, gran Bill —dijo—. Cualquiera puede vestirse de payaso y asesinar chicos. No sé para qué, pero nadie entiende por qué los locos hacen sus locuras, ¿no?

—S-s-s…

—Sí. No se diferencia mucho del Joker de las historietas de Batman.

El sólo oír en voz alta sus ideas entusiasmaba a Richie. Por un momento fugaz, se preguntó si estaba tratando de demostrar algo o sólo arrojando una cortina de humo hecha de palabras para poder ver esa habitación, esa foto. A fin de cuentas, probablemente no importaba. A fin de cuentas, tal vez bastaba con ver que los ojos de Bill se encendían con el mismo entusiasmo.

—¿P-p-pero qué t-t-tiene q-q-que ver la f-f-foto?

—¿Qué te parece a ti, Billy?

En voz baja, sin mirarlo, Bill opinó que no tenía nada que ver con los asesinatos.

—C-c-creo que f-f-fue el fa-fa-fantasma de G-g-georgie.

—¿Un fantasma en una fotografía?

Bill asintió con la cabeza.

Richie lo pensó bien. La idea de un fantasma no forzaba en absoluto su mente infantil. Estaba seguro de que esas cosas existían. Sus padres eran metodistas; Richie iba a la iglesia todos los domingos y, además, a las reuniones de la Juventud Metodista, los jueves por la noche. Ya sabía bastante de la Biblia y sabía que la Biblia aceptaba todo tipo de cosas raras. Según la Biblia, el mismo Dios era un Espíritu, al menos una tercera parte y eso era sólo el comienzo. Uno se daba cuenta de que la Biblia creía en los demonios porque Jesús había expulsado a unos cuantos del cuerpo de un fulano. Bastante divertida la cosa. Cuando Jesús preguntó al tío que los tenía cómo se llamaba, los demonios contestaron por él diciéndole que se fuera a la Legión Extranjera o algo así. Algunas de las cosas que contaba la Biblia eran aún mejores que las historietas de terror. Siempre estaban hirviendo a la gente en aceite o la gente se ahorcaba sola, como Judas Iscariote. Y eso del perverso rey Acab, que se había caído del trono y todos los perros fueron a lamer su sangre. Y los asesinatos en masa de bebés que habían acompañado a los nacimientos de Moisés y Jesucristo. Y los tipos que salían de sus tumbas o volaban por el aire. Y los soldados que derribaban murallas. Y los profetas que veían el futuro y peleaban contra los monstruos. Todo eso estaba en la Biblia y era verdad, palabra por palabra. Eso decía el reverendo Craig, eso decían los padres de Richie y eso decía Richie. Estaba perfectamente dispuesto a dar como posible la explicación de Bill. Era la lógica lo que le preocupaba.

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