It (Eso) – Stephen King

Trabajó como enloquecido, haciendo volar hierbas, tierra y plantas de guisantes. Ahora las voces de la luna-fantasma eran más audibles, levantaban ecos y volaban en su cabeza. Y Fogarty corría hacia él, vociferando, pero Henry no lo escuchaba. Por culpa de las voces.

Ni siquiera pudiste atrapar a un negro como yo, ¿eh? —canturreó otra voz fantasmal, burlona—. En esa pelea a pedradas os dejamos muertos. ¡Os dejamos jodidamente muertos! ¡Me río de ti, cara culo! ¡Cómo me río de ti!

Y un momento después todos estaban parloteando a la vez, riéndose de él, llamándolo talón de plátano y preguntándole si le gustaban los tratamientos de electroshock que le habían aplicado en la sala roja y si le gustaba estar en Ju-Ju-Juniper Hill. Preguntaban y reían, reían y preguntaban, hasta que Henry dejó caer el azadón y empezó a gritarle enfurecido a la luna-fantasma, pero entonces la luna cambió y se convirtió en la cara del payaso. Su cara era un queso blanco, podrido y lleno de hoyos; sus ojos, agujeros negros; su sonrisa roja y sanguinolenta, de tan ingenua y obscena, resultaba insoportable y entonces gritó, no de rabia, sino de terror mortal, y la voz del payaso habló desde la luna-fantasma y lo que dijo fue: Tienes que volver, Henry, tienes que volver y terminar la obra. Tienes que volver a Derry y matarlos a todos. Por mí. Por…

Entonces, Fogarty, que llevaba casi dos minutos chillándole (mientras los otros internos observaban desde sus hileras, con las azadas en la mano, como cómicos falos, la expresión no exactamente interesada sino casi, sí, casi pensativa, como si comprendiesen que todo eso era parte del misterio que los había llevado allí, que el súbito ataque de Henry Bowers era interesante por algo más que motivos técnicos) se cansó de gritarle, le dio un buen golpe con sus monedas y Henry cayó como una tonelada de ladrillos, mientras la voz del payaso lo seguía en aquel terrible torbellino de oscuridad, cantando una y otra vez: Mátalos a todos, Henry, mátalos a todos, mátalos, mátalos…

2

Henry Bowers estaba despierto en su cama.

La luna había bajado, por lo que experimentaba una profunda gratitud. Por la noche, la luna era menos fantasmagórica, más real, y si tenía que ver la horrible cara del payaso en el cielo, cabalgando las colinas y los bosques, estaba seguro de que moriría de terror.

Yacía de lado mirando fijamente su velador. El Pato Donald se había quemado; lo había reemplazado por Mickey y Minnie bailando una polca; a ellos, por la cara verde de Óscar, el de Barrio Sésamo; el año anterior, Óscar había sido reemplazado por la cara del Oso Yogi. Henry media los años de su encarcelamiento por veladores quemados en vez de cucharitas de café desgastadas en hacer túneles.

Exactamente a las 2.04 de la madrugada del 30 de mayo, se le apagó el velador. Dejó escapar un pequeño gemido: nada más. Esa noche estaba Koontz a la puerta de la sala azul. Koontz era el peor de todos, peor que el mismo Fogarty, el que le había pegado con tanta fuerza, esa tarde, que apenas podía girar la cabeza.

Alrededor dormían los otros internos de la sala azul. Benny Beaulieu dormía con ligaduras elásticas. Se le había permitido ver una reposición de Emergencia por el televisor de la sala, al terminar el trabajo; a eso de las seis había empezado a masturbarse constantemente sin dejar de aullar: «¡Trata de incendiar la noche! ¡Trata de incendiar la noche! ¡Trata de incendiar la noche!». Le habían dado un sedante, lo que había solucionado el problema durante unas cuatro horas. A eso de las once había vuelto a empezar dándole a su vieja pistola con tantas ganas que la hizo sangrar entre los dedos mientras chillaba: «¡Trata de incendiar la noche!». Así que le habían dado otro sedante y le habían puesto las ligaduras. Ahora dormía; su carita flaca, en la penumbra, estaba tan seria como la de Aristóteles.

Desde todas partes se oían ronquidos sordos o fuertes, gruñidos, algún pedo ocasional. Percibió la respiración de Jimmy Donlin; era inconfundible, aunque Jimmy dormía cinco camas más allá: rápida y algo sibilante, lo que hacía que Henry pensara en máquinas de coser. Detrás de la puerta que daba al pasillo, sonaba el televisor de Koontz. Seguramente estaba mirando películas de la última hora mientras comía su merienda acompañada de cerveza. Koontz prefería los sándwiches de cebolla con mucha mantequilla de cacahuete. Henry, al enterarse, se había estremecido pensando: Y luego dicen que los locos estamos todos encerrados.

Esa vez la voz no llegó desde la luna.

Esa vez surgió bajo su cama.

Henry la reconoció de inmediato: era la de Victor Criss que había perdido la cabeza bajo Derry, veintisiete años antes, arrancada por el monstruo de Frankenstein. Henry lo había visto todo y después había visto que los ojos del monstruo se movían y fijaban en él su mirada acuosa y amarilla. Sí, el monstruo de Frankenstein había matado a Victor y después a Belch, pero Vic estaba allí otra vez, como la reposición casi fantasmal de una película en blanco y negro, de los años cincuenta, cuando el presidente era calvo y los Buick tenían estribo.

Y ahora que había pasado, ahora que la voz estaba allí, Henry descubrió que no tenía miedo. Se sentía sereno, casi aliviado.

—Henry —dijo Victor.

—¿Vic? —exclamó Henry—. ¿Qué haces ahí abajo?

Benny Beaulieu resopló en su sueño. La máquina de coser de Jimmy se detuvo por un instante. En el pasillo, Koontz bajó el volumen del televisor. Henry Bowers pudo imaginarlo con la cabeza inclinada, una mano en el volumen, la otra tocando el cilindro que abultaba el bolsillo de su chaqueta: el rollo de monedas.

—No hace falta que hables en voz alta, Henry —dijo Vic—. Basta con que pienses: yo te oigo. Y ellos no pueden oírme.

¿Qué quieres, Vic? —preguntó Henry.

Por largo rato no hubo respuesta. Henry pensó que Vic se había ido, tal vez. Ante la puerta, el televisor volvió a sonar con más potencia. Después se oyó un rasguido bajo la cama y los elásticos chirriaron un poquito: una sombra oscura estaba saliendo de abajo. Vic lo miró, muy sonriente. Henry le devolvió la sonrisa, pero intranquilo. Porque Vic se parecía un poquito al monstruo de Frankenstein. Tenía una cicatriz alrededor del cuello, tal vez porque le habían vuelto a coser la cabeza. Sus ojos eran de un gris verdoso, extraño, y las córneas parecían flotar en una sustancia viscosa.

Vic seguía teniendo doce años.

—Quiero lo mismo que tú —dijo Vic—. Quiero saldar la deuda que me deben.

Saldar la deuda —dijo Henry Bowers, soñador.

—Pero para eso tienes que salir de aquí —dijo Vic—. Tendrás que volver a Derry. Te necesito, Henry. Todos te necesitamos.

A ti no pueden hacerte daño —dijo Henry, comprendiendo que no hablaba sólo con Vic.

—A mí no pueden hacerme daño si sólo creen a medias —dijo Vic—. Pero hay algunas señales inquietantes, Henry. En aquel entonces, tampoco creíamos que pudiesen vencernos. Pero el gordo se te escapó, en Los Barrens. El gordo y el de los chistes y la zorrita, los tres se nos escaparon aquel día, después del cine. Y en la pelea a pedradas, cuando salvaron al negro…

¡No me hables de eso! —gritó Henry a Vic. Por un momento hubo en su voz toda la perentoria dureza que lo había convertido en jefe. De inmediato se echó atrás temiendo que Vic le hiciese daño. Sin duda, Vic podría hacer lo que quisiese, puesto que era un fantasma. Pero Vic se limitó a sonreír.

—Si creen sólo a medias, puedo encargarme de ellos —dijo—. Pero tú estás vivo, Henry. Tú puedes castigarlos, crean a medias o no crean en absoluto. Tú puedes cobrarles la deuda que me deben.

—Saldar la deuda —repitió Henry. Miró a Vic con nuevas dudas—. Pero no puedo salir de aquí, Vic. Hay rejas en las ventanas y esta noche Koontz está de guardia. Koontz es el peor. Tal vez mañana…

—No te preocupes por Koontz —dijo Vic, levantándose. Henry vio que aún llevaba los vaqueros de aquel día, manchados con el barro seco de las cloacas—. Yo me encargo de Koontz.

Vic alargó la mano.

Tras un momento, Henry se la estrechó. Caminó con él hacia la puerta de la sala azul, hacia el sonido del televisor. Casi habían llegado cuando despertó Jimmy Donlin, el que se había comido los sesos de su madre. Sus ojos se dilataron al ver al visitante de Henry. Era su madre. Le asomaba un centímetro de enagua, como siempre y le faltaba la parte superior de la cabeza. Sus ojos, horriblemente enrojecidos, rodaron hacia él. Cuando sonrió, Jimmy vio las manchas de lápiz labial en sus grandes dientes amarillos, como siempre. Jimmy empezó a chillar.

—¡No, mamá! ¡No, mamá! ¡No, mamá!

La tele se apagó, e incluso antes de que los otros pudieran empezar a removerse, Koontz estaba sacudiendo la puerta para abrirla y diciendo:

—Vale, mamón, prepárate para recoger tu cabeza en el rebote. Tengo algo para ti.

Koontz apareció a toda carrera. Primero vio a Bowers, alto, barrigón y algo ridículo con el pijama, gomosa su carne floja bajo la luz que llegaba desde el pasillo. Luego miró a la izquierda y gritó dos pulmonadas de vidrio silencioso. Junto a Bowers había algo vestido de payaso. Medía dos metros y medio, más o menos. Su traje era plateado con pompones naranja en la pechera, y tenía enormes zapatones en los pies. Pero la cabeza no era de hombre ni de payaso, sino de perro doberman, el único animal, en este mundo de Dios, al que John Koontz tenía miedo. Sus ojos eran rojos. Su hocico sedoso se arrugó descubriendo unos inmensos colmillos blancos.

El cilindro de monedas cayó de los dedos exánimes de Koontz y rodó hasta el rincón. Al día siguiente, Benny Beaulieu, que no despertó en ningún momento, lo encontraría y lo guardaría en su armario para comprar cigarrillos (hechos a mano) durante todo un mes.

Koontz tomó aliento para gritar otra vez mientras el payaso se lanzaba hacia él.

—¡Empieza el circo! —gritó el payaso, con voz que era un gruñido.

Y sus manos enguantadas de blanco cayeron sobre los hombros de Koontz.

Sólo que las manos, debajo de los guantes, eran garras.

3

Por tercera vez en el día (en ese larguísimo día), Kay McCall se acercó al teléfono.

Esa vez llegó más lejos que en las dos primeras ocasiones; esa vez esperó a que levantaran el auricular del otro lado y oyó una sonora voz de policía irlandés:

—Comisaría de la calle Seis. Aquí el sargento O’Bannon. ¿En qué puedo servirle?

Entonces Kay colgó.

Oh, lo estáis haciendo muy bien, sí, por Dios. Después de seis o siete veces más, tal vez te salgan las agallas que te hacen falta para darles tu nombre.

Fue a la cocina y se preparó un whisky con bastante soda, aunque sabía que no era muy conveniente después de haber tomado un tranquilizante. Recordó un fragmento de canción folk que se entonaba en las cafeterías universitarias de su juventud: Me llené la cabeza de whisky y la barriga de ginebra. Dice el doctor que eso me matará pero no dice cuándo. Y soltó una risa resquebrajada. A lo largo del bar había un espejo. Vio su imagen allí y dejó abruptamente de reír.

¿Quién es esa mujer?

Un ojo hinchado, casi cerrado.

¿Quién es esa mujer maltratada?

La nariz, roja como la de un caballero ebrio tras treinta años de pelear contra molinos de viento y con un tamaño grotesco.

¿Quién es esa mujer maltratada que parece una de esas que se arrastran a los refugios de mujeres cuando están lo suficientemente aterrorizadas o se sienten lo suficientemente valientes pero se ponen furiosas como para dejar al hombre que les pega, que les pega sistemáticamente semana tras semana, mes tras mes, año tras año?

Un corte lleno de puntos en una mejilla.

¿Quién es esa Kay, pichoncita?

Un brazo en cabestrillo.

¿Quién? ¿Eres tú? ¿Es posible?

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