It (Eso) – Stephen King

—Lo has hecho bastante bien, para ser blanco —croó Mike, dándole un débil puñetazo en el hombro.

Richie no supo qué decir…, situación de exquisita rareza.

Bill se acercó, seguido por los otros.

—¿Tú nos sacaste? —preguntó Richie.

—C-c-con Be-Ben. Est-estabais gri-gri-gritando. L-l-los dos. P-p-pero…

Miró a Ben.

—Debió ser por el humo, Bill —dijo el gordo. Pero en su voz no había convicción alguna.

Richie, con voz inexpresiva, preguntó:

—¿Eso significa lo que me temo?

Bill se encogió de hombros.

—¿Q-q-qué, Ri-richie?

Mike respondió por él.

—Al principio no nos visteis allí, ¿verdad? Bajasteis porque nos oísteis gritar, pero al principio no estábamos.

—Había demasiado humo —adujo Ben—. Oíros gritar así daba miedo. Pero esos gritos sonaban…, bueno…

—M-m-muy le-le-lejos —concluyó Bill.

Con mucho tartamudeo, les contó que, al bajar con Ben, no habían visto a ninguno de los dos. Avanzaban a tientas con el humo, asustadísimos, temiendo que Richie y Mike pudiesen morir asfixiados si no los sacaban de inmediato. Por fin, Bill había encontrado una mano: la de Richie. Le había dado un estirón «de t-t-todos los dem-m-monios» y Richie había salido bruscamente de la penumbra, apenas consciente. Al volverse, Bill vio que Ben tenía aferrado a Mike en un abrazo de oso. Los dos tosían. Ben había arrojado a Mike hacia fuera, por la trampilla.

El gordo escuchaba, asintiendo.

—No hacía otra cosa que dar manotazos, no sé si me entendéis. Andaba estirando la mano como si quisiera saludar a todo el mundo. Y tú me la tomaste, Mike. Fue una suerte que lo hicieses en ese momento porque creo que estabas casi inconsciente.

—Por la forma en que habláis, se diría que la casita es mucho más grande de lo que es —observó Richie—. Tiene apenas metro y medio de lado.

Hubo un momento de silencio, mientras todos miraban a Bill, que tenía el entrecejo fruncido. Por fin dijo:

—Era m-m-más gra-grande. ¿Ve-ve-verdad, B-b-ben?

Ben se encogió de hombros.

—Me parece que sí. A menos que fuese por el humo.

—No fue por el humo —aclaró Richie—. Antes de que pasara aquello, antes de que saliésemos, recuerdo haber pensado que estaba tan grande como los salones de baile de las películas. Apenas veía a Mike contra la pared opuesta.

—¿Antes de que salieseis? —advirtió Beverly.

—Bueno… quise decir… como si…

Ella aferró a Richie por el brazo.

—Ocurrió, ¿verdad? ¡Ocurrió! Tuviste una visión, como en el libro de Ben. —Le refulgía la cara—. ¡Ha ocurrido!

Richie se miró la ropa. Después se fijó en la de Mike. El negro tenía el pantalón de pana desgarrado en una rodilla; él, un agujero en las dos perneras del vaquero por donde se veían las despellejaduras sangrantes de sus rodillas.

—Si eso era una visión, no quiero ninguna otra —aseguró—. No sé como habrán sido las cosas con este señor, pero yo no tenía ningún agujero en el pantalón cuando bajé. Son prácticamente nuevos. Mi madre me va a dar una buena.

—¿Qué paso? —preguntaron Ben y Eddie, al mismo tiempo.

Richie intercambió una mirada con Mike. Luego dijo:

—Bevvie, ¿tienes algún cigarrillo?

Tenía dos envueltos en un trozo de papel, Richie cogió uno, pero la primera calada lo hizo toser tanto que lo devolvió.

—No puedo —dijo—. Perdón.

—Era el pasado —dijo Mike.

—Me cago en eso —corrigió Richie—. No era simplemente el pasado. Era mucho más atrás que eso.

—Sí, cierto. Estábamos en Los Barrens, pero el Kenduskeag corría en torrente. Y era hondo. Todo parecía muy selvático, joder. Perdona, Bevvie. Y había peces. Creo que salmones.

—Mi p-p-padre di-dice que no h-a-ay pesca en el K-k-kendusk-k-keag desde hace mu-mu-muchísimo tiempo. P-p-por las clo-cloacas.

—Pues esto era hace muchísimo tiempo, sí —aclaró Richie. Los miró a todos, con aire inseguro—. Creo que era hace un millón de años, por lo menos.

Un apabullado silencio siguió a esa aseveración. Beverly lo rompió, diciendo:

—Pero, ¿qué pasó?

Richie sentía las palabras en la garganta, pero era preciso forcejear para sacarlas. Era casi como volver a vomitar.

—Vimos cuando llegó Eso —dijo por fin—. Creo que era Eso.

—Cielos —se asombró Stan—. Oh, cielos.

Hubo un áspero siseo. Eddie acababa de usar el inhalador.

—Cayó del cielo —dijo Mike—. No quiero volver a ver algo así en toda mi vida. Ardía con tanta fuerza que no se lo podía mirar. Y arrojaba electricidad y provocaba truenos. El ruido… —Sacudió la cabeza, mirando a Richie—. Era como el fin del mundo. Y cuando golpeó contra la tierra inició un incendio forestal. Eso fue al final.

—¿Era una nave espacial? —preguntó Ben.

—Sí —dijo Richie.

—No —dijo Mike.

Se miraron.

—Bueno, creo que sí —dijo Mike y al mismo tiempo Richie dijo:

—No, no era una nave espacial, pero…

Volvieron a interrumpirse, mientras los otros los miraban, perplejos.

—Cuéntalo tú —pidió Richie a Mike—. Creo que tratamos de decir lo mismo, pero no nos entienden.

Mike tosió dentro del puño y levantó la vista hacia los otros, casi como pidiendo disculpas.

—Es que no sé cómo explicarlo —dijo.

—Tra-tra-trata —ordenó Bill, ansioso.

—Cayó del cielo —repitió Mike—, pero no era una nave espacial, exactamente. Tampoco un meteorito. Era como el Arca de la Alianza que figura en la Biblia, con el Espíritu de Dios dentro… Sólo que Eso no era Dios. Con sólo sentirlo, verlo llegar, uno sabía que Eso era malo, que tenía malas intenciones.

Los miró.

Richie asintió.

—Vino de… afuera. Tengo esa sensación. De afuera.

—¿Afuera de dónde, Richie? —preguntó Eddie.

—Afuera de todo. Y cuando bajó… hizo el agujero más grande que podéis imaginar. Convirtió esta gran colina en una rosquilla, más o menos. Aterrizó justo donde está ahora el centro de Derry. ¿Entendéis?

Beverly dejó caer el cigarrillo a medio fumar y lo aplastó bajo un zapato.

Mike dijo:

—Siempre ha estado aquí, desde el principio del tiempo…, desde antes de que hubiese hombres en cualquier parte, a menos que hubiese unos pocos en África, por ejemplo, descolgándose de los árboles y viviendo en cuevas. El cráter ya no existe; probablemente la edad de hielo profundizó este valle, cambió algunas cosas y rellenó el cráter. Pero Eso estaba aquí, dormido, tal vez, esperando a que se derritiera el hielo, a que llegara la gente.

—Por eso usa las cloacas y los desagües —señaló Richie—. Para él han de ser como carreteras.

—¿Y no visteis cómo era? —preguntó Stan Uris, abruptamente y con voz algo ronca.

Ellos menearon la cabeza.

—¿Podemos derrotarlo? —preguntó Eddie, en medio del silencio—. ¿Se puede derrotar a algo como Eso?

Nadie respondió.

XVI. LA FRACTURA DE EDDIE

1

Cuando Richie termina, todos asienten con la cabeza. Y Eddie asiente como los demás, recordando con los demás. En ese momento, el dolor le corre súbitamente por el brazo izquierdo. ¿Corre? no: lo desgarra. Es como si alguien intentase afilar un serrucho mellado en ese hueso. Hace una mueca y busca en el bolsillo de su chaqueta; después de seleccionar al tacto entre varios frasquitos, saca el Excedrin. Traga dos tabletas con un sorbo de ginebra y zumo de ciruelas. El brazo le ha estado molestando a ratos durante todo el día. Al principio no le prestó atención pensando que eran los pinchazos de bursitis que le atacan cuando el tiempo está húmedo. Pero a mitad del relato de Richie un recuerdo nuevo cae en su sitio y comprende de dónde sale el dolor.

Ya no vamos por la senda del recuerdo —piensa—. Esto se está convirtiendo, cada vez más, en la autopista de Long Island.

Cinco años atrás, durante una revisión médica (Eddie se somete a una revisión médica cada seis semanas), el doctor le dijo sin darle importancia:

—Aquí tienes una vieja fractura. Ed. ¿Te caíste de algún árbol cuando eras niño?

—Algo así —reconoció Eddie, sin molestarse en aclarar al doctor Robbins que su madre hubiese caído redonda con una hemorragia cerebral si se hubiera enterado de que su Eddie trepaba a los árboles. En verdad, no podía recordar cómo se había roto ese brazo. No parecía importarle (aunque ahora se le ocurre que esa misma falta de interés era extraña en sí; después de todo, él es de los que dan importancia a cualquier estornudo, al menor cambio en el color de sus deposiciones). Pero era una fractura vieja, algo ocurrido hacía mucho tiempo en una niñez que apenas podía o quería recordar. Le molestaba un poco cuando tenía que conducir muchas horas en días de lluvia. Un par de aspirinas lo solucionaba enseguida. No tenía importancia.

Pero ahora no es sólo una irritación sin importancia. Es como si un demente estuviese afilando ese serrucho enmohecido, tocando melodías con sus huesos. Recuerda que así se sentía en el hospital, sobre todo a altas horas de la noche en los primeros días. Tendido en la cama, sudando de calor, esperaba a que la enfermera le trajese una píldora mientras las lágrimas le corrían por las mejillas hasta las orejas, pensando: es como si un loco estuviese afilando un serrucho allí dentro.

Si esto es la senda del recuerdo —piensa Eddie—, la cambiaría por un gran enema cerebral.

Sin darse cuenta de que va a hablar, dice:

—Fue Henry Bowers el que me fracturó el brazo. ¿Os acordáis de eso?

Mike asiente.

—Fue poco antes de que desapareciera Patrick Hockstetter. No recuerdo la fecha.

—Yo sí —asegura Eddie, secamente—. Fue el 20 de julio. La desaparición de Hockstetter se denunció… ¿Cuándo? ¿El veintitrés?

—El veintidós —corrige Beverly Rogan, aunque no les dice cómo está tan segura de la fecha.

Es porque vio a Eso llevarse a Hockstetter. Tampoco les dice lo que creía entonces y sigue creyendo: que Patrick Hockstetter estaba loco, tal vez más loco que Henry Bowers. Lo dirá luego, pero ahora le toca a Eddie. Y más tarde, probablemente, Ben narrará el punto culminante de aquellos acontecimientos de julio: la bala de plata que jamás se atrevieron a hacer. Una agenda de pesadilla como jamás la hubo. Pero esa exaltación descabellada no cede. ¿Desde cuándo no se sentía tan joven? Apenas puede quedarse quieta.

—El veinte de julio —musita Eddie, haciendo rodar su inhalador por la mesa, de una mano a la otra—. Tres o cuatro días después de aquel asunto del pozo de humo. Pasé el resto del verano con un yeso, ¿recordáis?

Richie se golpea la frente en un gesto que todos recuerdan de los viejos tiempos. Bill piensa, con una mezcla de diversión e intranquilidad, que Richie, por un momento, se ha parecido a Beaver Cleaver.

—¡Claro, por supuesto! Cuando fuimos a la casa de Neibolt Street estabas enyesado, ¿verdad? Y más tarde… en la oscuridad…

Pero Richie acaba por menear la cabeza, confundido.

—¿Qué, R-Richie? —pregunta Bill.

—Todavía no recuerdo esa parte —admite Richie—. ¿Y tú?

Bill mueve lentamente la cabeza.

—Ese día, Hockstetter estaba con ellos —dice Eddie—. Fue la última vez que lo vi con vida. Tal vez reemplazaba a Peter Gordon. Supongo que Bowers no quiso saber nada más con Peter después de verlo huir el día de la pelea a pedradas.

—Murieron todos, ¿no? —pregunta Beverly, sin alzar la voz—. Después de Jimmy Cullum, los únicos que murieron fueron los amigos de Henry Bowers… o sus ex amigos.

—Todos, menos Bowers —confirma Mike, mirando los globos atados a la microfilmadora—. Está en Juniper Hill, un asilo privado para enfermos mentales, en Augusta.

Bill pregunta:

—¿C-c-cómo fue que te romp-p-pieron el brazo, E-e-eddie?

—Tu tartamudez está empeorando, Gran Bill —observa Eddie, solemne, y termina su bebida de un solo trago.

—No importa —responde Bill—. Cu-cuenta.

—Cuenta— repite Beverly.

Y le apoya una mano ligera en el brazo. El dolor vuelve a estallar en ese punto.

—Bueno —dice Eddie. Se sirve otra copa, la estudia—. Un par de días después de salir del hospital fuisteis a casa y me enseñasteis aquellos balines de plata. ¿Te acuerdas, Bill?

Bill asiente.

Eddie mira a Beverly.

—Bill te preguntó si podrías dispararlos, llegado el caso…, porque tenías mejor puntería que nadie. Según creo, dijiste que no podrías…, que tendrías demasiado miedo. Y dijiste algo más, pero no recuerdo qué era. Es como si… —Eddie saca la lengua y se pellizca la punta, como si tuviese algo pegado allí. Richie y Ben sonríen—. ¿Era algo sobre Hockstetter?

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