It (Eso) – Stephen King

Empezaron a subir lentamente la cuesta en hilera.

—Se a-a-a-acabó —dijo Bill.

Ben asintió.

—Lo hicimos. Tú lo hiciste, Gran Bill.

—Lo hicimos todos —corrigió Beverly—. Siento que no hayamos podido subir a Eddie. Eso es lo que más lamento.

Llegaron a la esquina de las calles Upper Main y Point. Un chico de impermeable rojo y botas verdes hacía navegar un barco de papel por la fuerte corriente de la alcantarilla. Levantó la vista y, al ver que lo observaban, saludó con la mano. A Bill le pareció que era el niño del patinete cuyo amigo había visto al tiburón de la película en el canal. Sonriendo se acercó a él.

—Ahora t-t-todo está b-bien.

El chico lo estudió con aire grave. Luego sonrió. Era una sonrisa llena de vida y esperanza.

—Creo que sí —dijo el niño.

—Puedes apostar el tr-rasero.

El niño se echó a reír.

—¿V-v-vas a tener cuidado con ese pat-tinete?

—Qué va —dijo el chico.

Y esa vez fue Bill quien rió conteniendo el impulso de revolverle el pelo. Eso, probablemente, le habría provocado cierto recelo al chico. Por fin se reunió con los otros.

—¿Quién era? —preguntó Richie.

—Un amigo. —Bill metió las manos en los bolsillos—. ¿Os acordáis del momento en que salimos, la primera vez?

Beverly asintió.

—Eddie nos llevó a Los Barrens. Sólo que, de algún modo, salimos por el otro lado del Kenduskeag. Por el lado de Old Cape.

—Tú y Ben levantasteis la tapa de una cloaca —dijo Richie a Bill—, porque erais los más fuertes.

—Sí —dijo Ben—. Así fue. Aún había sol, pero estaba muy bajo.

—Sí —confirmó Bill—. Y allí estábamos todos.

—Pero nada es eterno —suspiró Richie, mirando hacia atrás, hacia la cuesta que acababan de ascender—. Fijaos en esto, por ejemplo.

Y les enseñó las palmas. Las diminutas cicatrices habían desaparecido. Beverly lo imitó. Ben hizo lo mismo. Bill agregó las suyas. Todas estaban sucias, pero sin marcas.

—Nada es eterno —repitió Richie.

Miró a Bill y éste vio que las lágrimas arrastraban lentamente la mugre de sus mejillas.

—Salvo, quizá, el amor —apuntó Ben.

—Y el deseo —agregó Beverly.

—¿Y qué me decís de los amigos? —sugirió Bill, sonriendo—. ¿Qué te parece, Bocazas?

—Bueno… —Richie, sonriendo, se frotó los ojos—, tendré que meditarlo, chaval. Vaya, vaya, tendré que meditarlo.

Bill tendió las manos y todos las entrelazaron. Así permanecieron por un momento; de los siete sólo quedaban cuatro, pero aún podían formar un círculo. Se miraron. También Ben estaba llorando, pero sonreía.

—Os quiero mucho —dijo. Estrechó con fuerza las manos de Bev y de Richie por un momento—. Y ahora veamos si en esta ciudad sirven algo que se parezca a un desayuno. Además, tendríamos que llamar para contárselo a Mike.

—¡Bien pensado, señorrr! —reconoció Richie—. De vez en cuando hasta podemos sacar algo bueno de ti. ¿Qué te parece, Gran Bill?

—Creo que podrías dejar de fastidiar —dijo Bill.

Entraron en el «Town House». En el momento en que Bill empujaba la puerta de vidrio, Beverly distinguió algo que jamás mencionaría, aunque nunca lo olvidaría: por un momento vio las imágenes de todos reflejadas en el cristal… sólo que eran seis y no cuatro, porque Eddie estaba detrás de Richie y Stan detrás de Bill, con su leve sonrisa en la cara.

9

La salida: anochecer del 10 de agosto de 1958.

El sol se pone limpiamente en el horizonte, bola roja ligeramente achatada que arroja una luz plana y febril sobre Los Barrens. La tapa de cloaca colocada sobre una estación de bombeo se eleva unos centímetros, vuelve a asentarse, se levanta otra vez y empieza a resbalar.

E-e-empuja, B-Ben. Me está r-r-rompiendo el ho-ombro.

La tapa se desliza un poco más, se inclina y cae en la maleza que ha crecido alrededor del cilindro de hormigón. Siete niños salen de allí, uno a uno, y miran alrededor, parpadeando como búhos, en silencioso asombro. Parecen niños que nunca hubieran visto la luz del sol.

Qué silencio hay —comenta Beverly quedamente.

Los únicos sonidos son el fuerte rugir del agua y el zumbar soñoliento de los insectos. La tormenta ha pasado, pero el Kenduskeag aún está muy alto. Más cerca de la ciudad, no lejos del sitio donde el río, con un corsé de hormigón, recibe el nombre de canal, ha desbordado sus riberas, aunque la inundación no es grave, apenas unos cuantos sótanos mojados.

Stan se aleja de ellos con cara inexpresiva y meditabunda. Bill se vuelve a mirarlo y, en el primer momento, cree que Stan ha visto un pequeño incendio a la orilla del río. Su primera impresión es de fuego: un fulgor rojo y cegador. Pero cuando Stan levanta el incendio en la mano derecha, el ángulo de la luz se altera y Bill ve que sólo se trata de una botella de Coca-Cola que alguien ha dejado caer junto al río. Ve que Stan la toma por el cuello y la golpea contra un saliente rocoso que sobresale de la orilla. La botella se rompe. Bill nota que todos están observando a Stan, viéndole buscar entre los fragmentos de vidrio, con expresión sobria, absorta. Por fin recoge un fino triángulo. El sol poniente le arranca destellos rojos y Bill vuelve a pensar: Parece fuego.

Stan levanta la vista para mirarlo y Bill, de súbito, lo comprende todo con perfecta claridad. Es acertadísimo. Da un paso hacía Stan, con las manos tendidas, las palmas hacia arriba. Stan retrocede hasta el agua y entra en ella. Unos bichitos negros pululan apenas por debajo de la superficie y Bill ve que una libélula iridiscente se aleja zumbando hacía los juncos de la otra orilla, como un diminuto arco iris volador. Una rana inicia un rítmico batir de tambores y, mientras Stan le toma la mano izquierda y arrastra el borde del vidrio por su palma, perforando la piel para arrancarle un poco de sangre, él piensa, en una especie de éxtasis: ¡Cuánta vida hay aquí abajo!

¿Bill?

Sí, claro. Las dos.

Stan le corta la otra palma. Duele un poco, pero no mucho. Un chotacabras ha empezado a cantar en alguna parte; es un sonido fresco, apacible. Bill piensa: Ese chotacabras está despertando a la luna.

Se mira las manos, ambas sangrantes, y recorre a los otros con la vista. Allí están todos: Eddie, con el inhalador en una mano; Ben, con la barriga abriéndose paso pálidamente entre los jirones de la camisa; Richie, con la cara extrañamente desnuda al no llevar gafas; Mike, silencioso y solemne, con los labios gruesos tan apretados que forman una línea fina. Y Beverly, con la cabeza en alto, los ojos grandes y límpidos, el cabello todavía adorable, a pesar del polvo que lo apelmaza.

Todos nosotros. Todos nosotros estamos aquí.

Y los mira, los mira de verdad, por última vez, porque de algún modo comprende que jamás volverán a estar juntos los siete, al menos no de ese modo. Nadie habla. Beverly extiende las manos; después de un momento, Richie y Ben hacen lo mismo. Mike y Eddie los imitan. Stan hace los cortes, uno a uno, mientras el sol empieza a deslizarse detrás del horizonte enfriando ese fulgor de caldera que se convierte en una rosa crepuscular. El chotacabras vuelve a gorjear. Bill distingue las primeras volutas de niebla en el agua y tiene la sensación de estar formando parte de todo; es un breve éxtasis que no contará a nadie, así como Beverly, años más tarde, callará lo del momentáneo reflejo visto en un vidrio con la imagen de dos muertos que, de niños, habían sido sus amigos.

Una brisa toca los árboles y los arbustos haciéndolos suspirar y Bill piensa: Este lugar es encantador y jamás lo olvidaré. Y ellos también son encantadores. El chotacabras llama otra vez; por un momento, el chico se siente uno con él, como si él también pudiera cantar y desaparecer en el crepúsculo, como si pudiera alejarse volando.

Mira a Beverly, que le está sonriendo. Ella cierra los ojos y tiene las manos a ambos lados. Bill le toma la izquierda; Ben, la derecha. Bill siente el calor de esa sangre que se mezcla con la suya. Los otros van formando el círculo con las manos selladas de esa manera tan peculiar e íntima.

Stan mira a Bill con una especie de apremio, de miedo.

J-J-juradme q-q-ue vo-volveréis —dice Bill—. Juradme que si E-E-Eso no ha m-m-muerto, vosotros v-v-volveréis.

Lo juro —dice Ben.

Lo juro. —Richie.

Sí, juro. —Bev.

Lo juro —murmura Mike Hanlon.

Sí. Juro —musita Eddie con voz débil.

Yo también juro —susurra Stan, pero le falla la voz y baja la vista al hablar.

L-l-lo ju-juro.

Eso es todo. Pero permanecen allí por un rato más, percibiendo el poder que existe en el círculo, el cuerpo compacto que componen. La luz mortecina les pinta las caras de colores evanescentes, el sol ya ha desaparecido y el crepúsculo agoniza. Permanecen juntos, en círculo, mientras la oscuridad se filtra por Los Barrens llenando los caminos que ellos han recorrido ese verano, los claros donde han jugado, los sitios secretos de las riberas donde se han sentado a discutir las viejas preguntas de la infancia, a fumar los cigarrillos de Beverly o, simplemente, a guardar silencio observando el paso de las nubes reflejadas en el agua. El ojo del día se va cerrando.

Por fin, Ben deja caer las manos y empieza a decir algo, pero de pronto sacude la cabeza y se aleja. Richie le sigue; después, Beverly y Mike, caminando juntos. Nadie dice nada; suben el terraplén hacia Kansas y, sencillamente, se separan. Y cuando Bill piense en eso, veintisiete años después, se dará cuenta de que realmente jamás volvieron a reunirse. Cuatro de ellos, se verían con bastante frecuencia; a veces cinco, tal vez hasta seis de ellos, una o dos veces. Pero nunca los siete.

Él es el último en alejarse. Pasa largo rato con las manos sobre la cerca, desvencijada, contemplando Los Barrens mientras, allá arriba, la primera estrella siembra el cielo estival, Se yergue bajo el azul y sobre la negrura mientras Los Barrens se van llenando de oscuridad.

No quiero jugar aquí abajo nunca más, piensa de pronto. Y le sorprende descubrir que la idea no es terrible ni inquietante, sino una verdadera liberación.

Se queda allí un momento más, antes de volver la espalda a Los Barrens para iniciar el regreso a casa por la acera oscura con las manos en los bolsillos, echando de vez en cuando una mirada a las casas de Derry, cálidamente iluminadas contra la noche.

Al cabo de un par de manzanas empieza a apretar el paso pensando en la cena… y un par de manzanas más allá empieza a silbar.

DERRY:
EL ÚLTIMO INTERLUDIO

«En estos tiempos, el océano parece una interminable flota de barcos; difícilmente dejamos de encontrarlos en buen número al levar anclas. Apenas es un cruce —dijo Mr. Micawber jugueteando con sus gafas—. Apenas es un cruce. La distancia es bastante imaginaria».

CHARLES DICKENS, David Copperfield.

4 de junio de 1985

Hace unos veinte minutos Bill me trajo esta libreta; Carole la había encontrado en una de las mesas de la biblioteca y se la entregó al pedirla él. Pensé que el comisario Rademacher podía habérsela llevado, pero al parecer no quiso saber nada de eso.

La tartamudez de Bill está volviendo a desaparecer, pero el pobre ha envejecido cuatro años en los últimos cuatro días. Según me dijo, espera que Audra sea dada de alta en el Hospital Municipal de Derry (donde todavía sigo yo) mañana mismo, sólo para que una ambulancia la lleve al Instituto de Salud Mental de Bangor. Físicamente está bien; tiene sólo algunos cortes y magulladuras que ya están cicatrizando. Pero mentalmente…

—Si le levantas la mano la deja suspendida —dijo Bill. Estaba sentado junto a la ventana bebiendo una botella de gaseosa dietética—. La mano se queda suspendida hasta que alguien la vuelve a bajar. Tiene reflejos, pero muy lentos. El electroencefalograma muestra una onda Alfa severamente deprimida. Está c-c-catatónica, Mike.

—Tengo una idea… —dije—. Tal vez no sea muy buena.

—Dila.

—Yo pasaré otra semana aquí. En vez de enviar a Audra a Bangor, ¿por qué no te la llevas a mi casa, Bill? —propuse—. Pasa la semana con ella. Háblale, aunque no te responda. ¿Sigue igual?

—Sí —dijo Bill con tristeza.

—¿Y puedes…? Es decir ¿te animarías a…?

—¿A cuidarla? —Sonrió. Fue una sonrisa tan dolorosa que aparté la vista por un instante. Así sonrió mi padre el día en que me contó lo de Butch Bowers y los pollos—. Sí, creo que podría hacer ese trabajo.

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