It (Eso) – Stephen King

Cinco años después, cuando sus recuerdos de lo que había ocurrido en Derry, durante aquel verano y antes, comenzaban a evaporarse rápidamente, a Richie Tozier, ya en la adolescencia, se le ocurrió que John Kennedy le hacía pensar en Bill el Tartaja.

¿Quién?, reaccionó su mente.

Levantó la vista, algo intrigado, y sacudió la cabeza. Alguien que conocí, pensó. Y descartó su vaga intranquilidad subiéndose los anteojos hasta la frente para concentrarse en su tarea. Alguien que conocí hace mucho tiempo.

Bill Denbrough puso los brazos en jarras, sonrió como un sol y dijo:

—Bu-bu-bueno, a-a-aquí est-estamos. Y ahora, ¿q-q-qué se ha-ha-hace?

—¿Tienes cigarrillos? —preguntó Richie, lleno de esperanzas.

11

Cinco días después, cuando junio tocaba a su fin, Bill dijo a Richie que quería ir a Neibolt Street para investigar el porche en donde Eddie había visto al leproso.

Acababan de volver a casa de Richie. Bill caminaba junto a Silver. Había llevado a Richie en la cesta durante la mayor parte del trayecto, en un vigorizante viaje a toda velocidad a través de Derry, pero tuvo la prudencia de bajarlo a una manzana de su casa. Si la madre de Richie los veía juntos en esa bicicleta, le daría un ataque.

La cesta de Silver estaba llena de pistolas de juguete; dos eran de Bill y tres de Richie. Habían pasado casi toda la tarde en Los Barrens, jugando a pistoleros. Beverly Marsh había aparecido a eso de las tres, con vaqueros desteñidos llevando una escopeta de aire comprimido muy vieja. El ruido no parecía el de un disparo, sino el de un almohadón inflado cuando alguien se sentaba encima. La especialidad de Beverly era trepar a los árboles y disparar desde allí sobre la gente desprevenida. El moretón de su mejilla se había descolorido hasta tomar un color amarillento.

—¿Qué has dicho? —preguntó Richie. Estaba espantado… pero también algo intrigado.

—Q-q-quiero echar un vi-vistazo bajo ese p-p-porche —dijo Bill.

Su voz era la de un empecinado, pero no miraba a Richie. En cada uno de sus pómulos había una fuerte mancha de color. Habían llegado a la casa de Richie, y allí estaba Maggie Tozier, en el porche, leyendo un libro. Los saludó con la mano, exclamando:

—¡Hola, chicos! ¿Queréis té helado?

—Enseguida vamos, mamá —dijo Richie. Y a Bill—: Allá no habrá nadie. Probablemente Eddie vio a un vagabundo y perdió la cabeza. Por Dios, ya lo conoces.

—Sí, lo c-c-conozco. P-p-pero recu-recuerda lo de la f-f-foto del ál-álbum.

Richie cambió de posición, incómodo. Bill levantó la mano derecha. Las tiritas ya no estaban, pero aún se veían círculos de tejido cicatrizado en los tres primeros dedos.

—Sí, pero…

—E-e-escúchame —dijo Bill.

Empezó a hablar muy lentamente, mirándolo a los ojos. Una vez más, repasó las similitudes entre el relato de Ben y el de Eddie… y las relacionó con lo que ellos habían visto en la fotografía móvil. Sugirió, una vez más, que el payaso había asesinado a los niños que en diciembre aparecieron muertos en Derry.

—Y t-t-tal vez no s-s-sólo a ellos —terminó—. ¿Q-q-qué me d-d-dices de todos los que des-des-desaparecieron? ¿Y de Ed-ed-eddie Corcoran?

—Lo asustó el padrastro, joder —dijo Richie.

—T-t-tal vez sí, p-p-pero tal vez n-no. Yo l-l-lo c-conocía un p-p-poquito; sé q-q-que el padre le p-p-pegaba. T-t-también sé q-q-que a veces pasaba la no-noche f-f-fuera de su c-c-asa p-p-para huir de él.

—Y tú crees que el payaso pudo atraparlo mientras estaba fuera de su casa —dijo Richie, pensativo.

Bill asintió.

—Y entonces, ¿qué quieres? ¿Pedirle un autógrafo?

—S-s-si el p-payaso mató a los ot-otros, t-también m-m-mató a G-georgie. —Los ojos de Bill se encontraron con los de Richie. Eran como pizarra: duros, inflexibles, implacables—. Q-q-quiero m-matarlo.

—Por Dios —dijo Richie, asustado—. ¿Y cómo piensas hacerlo?

—Mi-mi p-p-padre tiene una pistola —dijo Bill. Un poquito de saliva salió volando de sus labios, pero Richie apenas lo notó—. Él no s-s-sabe que yo sé, p-p-pero la v-vi. Está en el últ-en el último estante de su r-r-ropero:

—Me parece muy bien, si es hombre —dijo Richie—, y siempre que lo encontremos sentado sobre un montón de huesos de chicos.

—¡Tenéis el té servido, chicos! —anunció la madre de Richie alegremente—. ¡Venid a buscarlo!

—¡Enseguida vamos, mamá! —repitió Richie, ofreciéndole una enorme y falsa sonrisa, que desapareció en cuanto se volvió hacia Bill—. Yo no dispararía contra un tipo sólo porque vistiera de payaso, Billy. Eres mi mejor amigo, pero yo no lo haría ni dejaría que tú lo hicieras, si pudiera impedírtelo.

—¿Y s-s-si hubiera u-u-un mo-montón de huesos?

Richie se humedeció los labios y no dijo nada por un momento. Luego preguntó.

—¿Qué harás si no es un hombre, Billy? ¿Y si es una especie de monstruo? ¿Y si existen esas cosas? Ben Hanscom dijo que era la momia y que los globos flotaban contra el viento, y que no tenía sombra. La foto del álbum… no sé si lo imaginamos o si era mágica. Pero debo decirte, viejo, que no creo haberlo imaginado. Por lo menos, tus dedos no imaginaron nada, ¿eh?

Bill sacudió la cabeza.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer si no es un hombre, Billy?

—T-t-tendremos que im-imaginar otra c-c-cosa.

—Oh, sí —dijo Richie—. Ya me doy cuenta. Disparas cuatro o cinco voces, y si continúa avanzando hacia nosotros, como el hombre-lobo de la película que vi con Ben y Bev, puedes probar con tu tirachinas. Y si el tirachinas no da resultado, yo le arrojaré un poco de polvo para estornudar. Y si con todo eso sigue avanzando, podemos pedir tiempo muerto y decirle: Eh, espere un momento, señor Monstruo. Esto no da resultado. Vea, voy a consultar en la biblioteca y vuelvo, ¿eh? Disculpe. ¿Es eso lo que vas a decir, Gran Bill?

Miró a su amigo, con el corazón acelerado. Una parte de él quería que Bill insistiera con su idea de inspeccionar bajo el porche de aquella casa vieja, pero otra parte quería (desesperadamente) que Bill abandonara la idea. De algún modo, aquello era como haber entrado en alguna de las matinées terroríficas del Aladdin, pero de otro modo, de un modo crucial, no se parecía en nada a eso. Porque uno no se sentía a salvo, como en el cine, donde uno sabía que todo terminaría bien y que, en todo caso, saldría con el trasero intacto. La fotografía de Georgie no había sido una película. Richie creía estar olvidándose de eso, pero al parecer se engañaba, porque bien podía ver esos cortes en los dedos de Billy. Si no lo hubiera sacado a tirones…

Bill, increíblemente, estaba sonriendo. Sonreía, sí.

—T-t-tú quisiste que t-t-te llevara a v-v-ver esa fo-fo-foto —señaló—. Ahora q-q-quiero lle-llevarte a ver u-u-una casa. Toma y daca.

—Linda caca —rimó Richie.

Y los dos rompieron a reír.

—M-m-mañana p-p-por la mañana —dijo Bill, como si todo estuviera resuelto.

—¿Y si es un monstruo? —preguntó Richie, mirándolo a los ojos—. ¿Y si el revólver de tu padre no lo detiene, Bill? ¿Y si sigue caminando?

—P-p-pensaremos otra c-c-cosa —repitió Bill—. Qué remedio.

Echó la cabeza hacia atrás y rió como un loco. Un momento después, Richie lo imitó. Era inevitable.

Caminaron juntos hasta el porche de Richie. Maggie había preparado enormes vasos de té helado, con ramitas de menta, y un plato de pastas.

—¿Q-q-quieres venir?

—Bueno, no —dijo Richie—. Pero iré.

Bill le dio una palmada en la espalda, y eso pareció reducir el miedo a algo soportable…, aunque Richie tuvo la súbita seguridad (y no se equivocaba) de que el sueño tardaría en llegar, aquella noche.

—Parece que estaban discutiendo algo muy importante, allá abajo —comentó la señora Tozier, sentándose otra vez, con el libro en una mano y un vaso de té helado en la otra, mientras miraba a los muchachitos, llena de expectativa.

—Oh, a Denbrough se le ha metido en la cabeza que los Red Sox van a terminar en la primera división —dijo Richie.

—Yo y m-m-mi padre es-es-estamos seguros de que t-t-tienen una b-b-buena op-p-p-oportunidad en la tercera —dijo Bill, y probó su té helado—. E-e-está m-m-muy b-bueno, se-se-señora T-T-Tozier.

—Gracias, Bill.

—Los Red Sox van a llegar a la primera el día en que tú dejes de tartamudear, boca de trapo —dijo Richie.

¡Richie! —chilló la señora Tozier, espantada.

Estuvo a punto de dejar caer su vaso. Pero tanto Richie como Bill Denbrough reían histéricamente, tentados por completo. Miró a su hijo, a Bill, otra vez a su hijo, conmovida por una extrañeza que era, en su mayor parte, simple perplejidad, pero también un miedo tan delgado y agudo que le penetró hasta lo más hondo del corazón y quedó vibrando allí, como un diapasón de vidrio.

No los comprendo, a ninguno de los dos —pensó—. No sé a dónde van, qué hacen, qué quieren… ni qué será de ellos. A veces…, oh, a veces tienen ojos salvajes, y a veces siento miedo por ellos, y otras veces siento miedo de ellos…

Se descubrió pensando, no por primera vez, que habría sido hermoso tener también una niña. Una hermosa niña rubia que ella habría vestido con faldas combinadas con lazos y, en domingo, con zapatitos de charol negro. Una bonita niña a la que hubiese gustado preparar bizcochos después de clase y que hubiera pedido muñecas, no libros de ventriloquia y modelos de automóviles muy veloces. A una niña, habría podido entenderla.

12

—¿Lo conseguiste? —preguntó Richie, ansioso.

Iban llevando sus bicicletas por Kansas Street, a lo largo de Los Barrens, a las diez de la mañana siguiente. El cielo estaba gris y opaco. Habían anunciado lluvias para la tarde. Richie no había podido dormirse hasta medianoche, y Denbrough parecía haber tenido el mismo problema, porque parecía tener dos buenas bolsas de carbón bajo los ojos.

—L-l-lo conseguí —confirmó Bill, dando unas palmadas a la chaqueta verde que llevaba puesta.

—Enséñame —pidió Richie, fascinado.

—Ahora no. —Bill sonrió—. P-p-podría verlo a-alguien. P-p-pero mira lo q-q-que traje ta-también.

Y sacó su tirachinas Bullseye del bolsillo trasero.

—Oh, mierda, en qué nos hemos metido —dijo Richie, y se echó a reír.

Bill se fingió ofendido.

—L-l-la idea fue t-t-tuya, Tozier.

El tirachinas de aluminio había sido su regalo de cumpleaños, a los diez, término medio elegido por Zack entre el rifle calibre 22 que Bill quería y la rotunda negativa de su madre a dejarlo usar un arma de fuego. El folleto de instrucciones decía que el tirachinas era una buena arma de caza, cuando uno aprendía a usarlo. «En las manos adecuadas, el tirachinas Bullseye es tan mortífero y efectivo como un buen arco o un arma de fuego de alto calibre», proclamaba el folleto. Después de ensalzar semejantes virtudes, advertía que el tirachinas podía ser peligroso. Su propietario no debía apuntar con ninguna de las veinte municiones incluidas a ninguna persona, así como no le apuntaría con una pistola cargada.

Bill todavía no lo manejaba muy bien (y sospechaba, para sus adentros, que jamás llegaría a conseguirlo), pero consideraba que la advertencia del folleto estaba justificada. El grueso elástico tenía mucho impulso y cuando se acertaba a una lata, le hacía un agujero tremendo.

—¿Te va mejor con ella, Gran Bill? —preguntó Richie.

—Un p-p-poco —dijo Bill.

Era cierto sólo en parte. Después de mucho estudiar las ilustraciones del folleto, que se llamaban figuras (figura 1, figura 2…) y de practicar en el parque de Derry hasta dejarse el brazo entumecido, había llegado a dar en el blanco de papel que también venía con el tirachinas más o menos tres veces de cada diez intentos. Y una vez había hecho centro. Casi.

Richie tiró del elástico, lo hizo sonar y devolvió el arma sin decir nada. Para sus adentros, le parecía muy dudoso que prestara tanto servicio como la pistola de Zack Denbrough cuando de matar monstruos se tratara.

—¿Sí? —dijo—. Así que trajiste tu tirachinas. Vaya, gran cosa. Eso no es nada. Mira lo que traje yo, Denbrough.

Y sacó, de su propia chaqueta, un paquete con la caricatura de un gordo que decía AtCHUUU, con las mejillas bien infladas.

Los dos se miraron por un largo instante. Por fin estallaron en carcajadas palmeándose mutuamente la espalda.

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