It (Eso) – Stephen King

Eso los llamaría para matarlos.

Pero ahora, al saber que se acercaban, el miedo había vuelto. Eran adultos y estaban debilitados en su imaginación, pero no tanto como Eso había pensado. Eso había percibido un aumento ominoso en el poder del grupo, una vez reunidos, y se había preguntado, por primera vez, si acaso no habría cometido un error.

Pero, ¿por qué ese pesimismo? El dado estaba echado y no todos los presagios eran malos. El escritor estaba medio loco por su mujer y eso era bueno. Porque el escritor era el más fuerte, el que, de algún modo, había estado adiestrando su mente para esa confrontación durante todos esos años. Y cuando el escritor estuviera muerto, con las tripas fuera del cuerpo, cuando el precioso «Gran Bill» hubiera muerto, los otros serían prontamente suyos.

Eso comería bien… y después, quizá volvería a hundirse en la tierra. Para dormitar. Por un rato.

4

En los túneles, 4.30 h.

—¡Bill! —gritó Richie, en la tubería resonante.

Avanzaba a toda prisa, pero eso no bastaba. Recordó que, de niños, habían caminado por allí medio agachados, alejándose de la estación de bombeo. Ahora se arrastraba; el tubo le parecía imposiblemente estrecho. Las gafas se le deslizaban hacia la punta de la nariz. Él no hacía sino subirlas otra vez. Bev y Ben venían tras él.

—¡Bill! —aulló otra vez—. ¡Eddie!

—¡Aquí estoy! —le llegó la voz de Eddie, desde delante.

—¿Dónde está Bill?

—Más adelante. —Ya lo tenía cerca. Richie, más que verlo, sintió su presencia allí delante—. ¡No quiso esperar!

La cabeza de Richie golpeó a Eddie en la pierna. Un momento después, Bev chocó de cabeza contra el trasero de Richie.

—¡Bill! —gritó el disc-jockey. La tubería canalizó su grito y se lo devolvió, haciéndole doler los oídos—. ¡Espéranos, Bill! Tenemos que estar juntos, ¿no lo sabes?

Débilmente, entre ecos, Bill gritó.

—¡Audra, Audra! ¿Dónde estás?

—¡Maldición, Gran Bill! —exclamó Richie quedamente. Se le cayeron las gafas. Las buscó a tientas con una maldición y volvió a ponérselas, chorreantes—. ¡Sin Eddie te vas a perder, pedazo de idiota! ¡Espera! ¡Espéranos! ¿Me oyes, Bill? ¡ESPÉRANOS, MALDITA SEA!

Hubo un torturante momento de silencio. Al parecer, nadie respiraba. Richie no oía más que el goteo distante. En ese momento la tubería estaba seca, a excepción de algún charco estancado.

—¡Bill! —Se pasó una mano temblorosa por el pelo luchando por contener las lágrimas—. ¡Vamos, hombre, por favor! ¡Espéranos! ¡Por favor!

Más débil aún llegó la voz de Bill.

—Estoy esperando.

—Menos mal —murmuró Richie. Dio una palmada al trasero de Eddie—. Sigue.

—No sé si podré ir mucho más allá con un solo brazo —dijo Eddie, como pidiendo disculpas.

—Sigue igual.

Y Eddie volvió a gatear.

Bill, ojeroso y casi exhausto, los esperaba en el tubo de cloaca donde se alineaban tres tuberías como lentes de semáforos. Allí había espacio suficiente y todos se pusieron de pie.

—Allá —dijo Bill—. C-Criss. Y B-B-Belch.

Miraron. Beverly soltó un gemido y Ben la rodeó con un brazo. El esqueleto de Belch Huggins, vestido con harapos enmohecidos, parecía más o menos intacto. Lo que restaba de Victor estaba sin cabeza. Bill miró al otro lado del tubo y vio una calavera sonriente.

Allí estaba el resto de él. Deberíamos haberlo dejado en paz, pensó Bill, estremecido.

Esa parte del sistema cloacal había quedado en desuso. A Richie, el motivo le resultó bastante obvio: la planta de tratamiento de desperdicios se había hecho cargo de todo eso. En algún momento, mientras ellos estaban muy ocupados aprendiendo a afeitarse, a fumar, a conducir, a follar un poco, todas esas cosas buenas, había surgido a la existencia el Departamento de Protección Ambiental. Y el DPA había decidido que no debían vaciarse las cloacas, ni siquiera el agua residual, en los ríos y los arroyos. Esa parte del sistema cloacal había quedado, por lo tanto, en seco, criando moho, y los cadáveres de Victor Criss y Belch Huggins se enmohecían al mismo tiempo. Como los Niños Salvajes de Peter Pan, Victor y Belch no habían crecido. Aquéllos eran esqueletos de niños, con restos de camisetas y vaqueros. El musgo había cubierto los costillares y la hebilla del cinturón de Victor.

—Los atrapó el monstruo —dijo Ben, suavemente—. ¿Recordáis? Oímos lo que ocurrió.

—Audra ha m-m-muerto. —La voz de Bill sonó mecánica—. Lo sé.

—¡No sabes nada! —le espetó Beverly, con tanta furia que él se volvió a mirarla—. Sólo sabes que ha muerto mucha gente, en su mayoría, niños. —Se irguió frente a él con las manos en las caderas. Estaba manchada de mugre y tenía la cabellera apelmazada por el polvo. A Richie le pareció magnífica—. Y tú sabes quién lo hizo.

—Hi-i-ice mal en d-d-decirle ad-adónde venía. ¿Por qué no me…?

Las manos de Beverly se adelantaron bruscamente y lo sujetaron por la camisa. Richie, sorprendido, vio que lo sacudía.

—¡Basta! ¡Ya sabes a qué vinimos! Lo juramos y lo vamos a hacer. ¿Entiendes, Bill? Si ella ha muerto, está muerta y se acabó. ¡Pero Eso no ha muerto! Te necesitamos, ¿entiendes? ¡Te necesitamos! —Estaba llorando—. ¡Tienes que respondernos! O nos respondes como antes o nadie saldrá de aquí.

Él la miró por un largo rato sin decir nada. Richie se descubrió pensando: Vamos, Gran Bill, vamos, vamos…

Por fin, Bill los miró a todos y asintió.

—E-Eddie.

—Aquí estoy, Bill.

—¿T-t-todavía rec-recuerdas qué tubería es?

Eddie señaló más allá de Victor diciendo:

—Ésa. Parece bastante pequeña, ¿no?

Bill volvió a asentir.

—¿Podrás? ¿C-c-con el bra-brazo roto?

—Si es por ti, puedo, Bill.

El escritor sonrió: la sonrisa más cansada, más horrible que Richie había visto nunca.

—Llé-llévanos, E-Eddie. Acabemos con e-e-esto.

5

En los túneles, 4.55 h.

Mientras reptaba, Bill recordó el desnivel en que terminaba esa tubería. Aun así, el peldaño lo tomó por sorpresa. Sus manos, que se arrastraban por la superficie costrosa de la vieja tubería, volaron por el aire. Cayó hacia adelante y rodó instintivamente aterrizando sobre el hombro, que emitió un doloroso crujido.

—¡C-c-cuidado! —se oyó gritar—. ¡A-a-aquí está el esc-escalón! ¿Eddie?

—¡Aquí! —Eddie le rozó la frente—. ¿Me ayudas?

Rodeó a Eddie con los brazos y lo sacó de allí tratando de cuidar el brazo roto. El siguiente fue Ben; después, Bev; por fin, Richie.

—¿T-t-tienes c-c-cerillas, Ri-Richie?

—Yo sí tengo —dijo Beverly. Bill sintió que una mano tocaba la suya en la oscuridad y le ponía en ella un librillo de cerillas—. Son sólo ocho o diez, pero Ben tiene más. De la habitación.

Bill dijo:

—¿Las llevabas guardadas bajo el b-b-brazo, B-Bev?

—Esta vez, no. Lo siento.

Y lo rodeó con los brazos en la oscuridad. Él la estrechó con fuerza, cerrando los ojos, tratando de coger el consuelo que ella tanto deseaba darle.

La soltó con suavidad y encendió una cerilla. El poder de la memoria era grande: todos miraron de inmediato a la derecha. Allí estaban los restos de Patrick Hockstetter entre algunas cosas abultadas que en otro tiempo habían sido libros. Lo único reconocible era un semicírculo de dientes, dos o tres de ellos empastados.

Y algo más, a poca distancia. Un círculo reluciente, apenas visible a la luz vacilante de la cerilla.

Bill apagó esa cerilla y encendió otra para recoger aquel objeto.

—La alianza de Audra —dijo.

Su voz sonaba hueca, inexpresiva.

La cerilla se consumió entre sus dedos.

A oscuras, se puso el anillo.

—¿Bill? —inquirió Richie, vacilando—. ¿Tienes alguna idea de

6

En los túneles, 14.20 h.

cuánto tiempo llevaban caminando por los túneles, debajo de Derry, desde que dejaran atrás el cadáver de Patrick Hockstetter? Pero Bill estaba seguro de que, por su parte, jamás podría hallar el camino de regreso. No dejaba de pensar en lo que su padre le había dicho: Podrías caminar por allí semanas enteras. Si a Eddie le fallaba el sentido de la orientación, no haría falta que Eso los matara; vagarían hasta morir… O, si entraban en ciertas tuberías, hasta ahogarse como ratas en un tonel de agua de lluvia.

Pero Eddie no parecía en absoluto preocupado. De vez en cuando pedía a Bill que encendiera una de las cerillas, cada vez más escasas; miraba en derredor, pensativo, y volvía a ponerse en marcha. Giraba a derecha e izquierda como si lo hiciera al azar. A veces, las galerías eran tan altas que Bill no podía tocar el techo ni siquiera estirando mucho el brazo. A veces tenían que arrastrarse durante cinco horribles minutos que les parecían cinco horas, tuvieron que avanzar como gusanos, arrastrándose sobre el vientre. Eddie iba delante; los otros le seguían, cada uno con la nariz en los talones del precedente.

Si había algo de lo que Bill estaba completamente seguro era de que habían llegado, de algún modo, a una sección fuera de uso dentro de la red cloacal. Todas las tuberías activas habían quedado mucho más atrás o mucho más arriba. El rugido del agua corriente se había reducido a un tronar lejano. Esas galerías eran más viejas; no estaban hechas de cerámica horneada, sino de algo parecido a arcilla que a veces supuraba un fluido de olor desagradable. El hedor del excremento humano (esos gases densos que habían amenazado con sofocarlos) había desaparecido, pero lo reemplazaba otra fetidez, amarilla y antigua, que resultaba peor.

A Ben le pareció el olor de la momia. Para Eddie, aquello olía a leproso. Richie lo comparó con una viejísima chaqueta de franela, ya enmohecida y en putrefacción; una chaqueta de leñador, muy grande, como para un personaje como Paul Bunyan, quizá. Para Beverly, eso olía como el cajón de los calcetines de su padre. En Stan Uris despertó un horrible recuerdo de su más temprana infancia, recuerdo extrañamente judío, considerando que él sólo tenía una difusa comprensión de su propio judaísmo: olía a arcilla mezclada con aceite y le hizo pensar en un demonio sin ojos ni boca llamado el Golem, un hombre de arcilla que los judíos renegados habían convocado en la Edad Media para que los salvara de los goyim que les robaban, violaban a sus mujeres y los expulsaban. Mike pensó en el olor seco de las plumas en un nido muerto.

Cuando llegaron, por fin, al final de la estrecha tubería, se deslizaron como anguilas por la curva superficie de otra que formaba un ángulo oblicuo con la anterior. Por fin descubrieron que podían ponerse de pie. Bill palpó las cabezas de las cerillas que restaban en la cajita: cuatro. Apretó los labios y decidió no decir a los otros que estaban a punto de quedarse sin luz. No lo haría mientras no fuera necesario.

—¿Có-có-cómo vais?

Respondieron con murmullos y él asintió en la oscuridad. No había pánico, nadie había llorado desde el arrebato de Stan. Eso estaba bien. Buscó las manos de sus compañeros y permanecieron un rato así, dando y recibiendo por medio del contacto. Bill sintió en eso una clara exaltación, la seguridad de que eran, en conjunto, algo más que la suma de sus siete individualidades. Habían sido resumados en un total más potente.

Encendió uno de los fósforos restantes y vieron un túnel estrecho que se estiraba hacia delante, en dirección descendente. La parte alta estaba festoneada de telarañas caídas. Algunas, rotas por el agua, pendían como sudarios. Al mirarlas, Bill sintió un escalofrío atávico. Allí el suelo estaba seco, pero cubierto de un musgo antiquísimo y por algo que podían tomar por hojas, hongos… o algún inimaginable tipo de excrementos. Más arriba vio un montón de huesos y algunos harapos verdes. Podía tratarse de un uniforme de trabajo. Bill imaginó a algún empleado del departamento de servicios públicos que se había perdido y, mientras vagaba por ahí, había sido descubierto…

La llama tembló. Bill inclinó la cabeza hacia abajo para que durara un poco más.

—¿S-s-sabes do-dónde estamos? —preguntó a Eddie.

Eddie señaló la dirección algo torcida del túnel.

—El canal está hacia allí, a menos de ochocientos metros, a menos que esto vaya en otra dirección. Ahora debemos de estar bajo Up-Mile Hill. Pero, Bill…

Bill dejó caer la cerilla, que le quemaba los dedos. Quedaron otra vez en la oscuridad. Alguien suspiró, Bill pensó que era Beverly. Pero antes de que la cerilla se apagara había visto preocupación en la cara de Eddie.

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