It (Eso) – Stephen King

—Te preguntarás por qué nunca te lo conté. La verdad es que yo tampoco lo sé. Estamos casados desde hace once años y, hasta ahora, no te habías enterado de lo ocurrido con Georgie. Yo conozco a toda tu familia, hasta a tus tíos. Sé que tu abuelo murió en su taller de Iowa, jugando con la sierra móvil mientas estaba borracho. Lo sé porque la gente casada, por ocupada que esté, llega a decirse casi todo al cabo de un tiempo. Aunque acaben por aburrirse y dejen de escuchar, lo captan, de cualquier modo… por ósmosis. ¿O no estás de acuerdo?

—Sí —dijo ella, débilmente—. Estoy de acuerdo, Bill.

—Y nosotros siempre hemos podido conversar, ¿verdad? Ninguno de nosotros se aburrió nunca hasta el punto de captar por ósmosis, ¿verdad?

—Bueno —comentó ella—, eso pensé siempre, hasta hoy.

—Vamos, Audra. Sabes todo lo que me ha pasado en los últimos once años de mi vida. Cada operación, cada idea, cada resfriado, cada amigo, cada individuo que me haya tratado bien o mal. Sabes que me acostaba con Susan Browne. Sabes que a veces, cuando bebo, me pongo estúpido y pongo discos a un volumen exagerado.

—Especialmente los de Grateful Dead —dijo ella.

Él rió. Esta vez ella respondió a la sonrisa.

—Sabes también lo más importante: las cosas que deseo.

—Sí, creo que sí. Pero esto… —Hizo una pausa, sacudió la cabeza y caviló por un instante—. ¿Cómo se relaciona esta llamada con tu hermano, Bill?

—Deja que te lo diga a mi modo. Si me apresuras al fondo del asunto, me verás en un enredo. Es tan grande… y tan… tan extrañamente horrible… que trato de llegar a eso sigilosamente. Ya ves… nunca se me ocurrió contarte lo de Georgie.

Ella lo miró con el entrecejo fruncido y sacudió la cabeza un poquito. No comprendo.

—Lo que trato de decirte, Audra, es que no he pensado en George desde hace veinte años o más.

—Pero me dijiste que tenías un hermano llamado…

—Repetía un dato, eso es todo. Su nombre era una palabra. No arrojaba sombra alguna en mi mente.

—Pero tal vez arrojaba una sombra en tus sueños —dijo Audra. Su voz era muy baja.

—¿Los quejidos? ¿Los llantos?

Ella asintió.

—Supongo que tienes razón —dijo él—. Casi con seguridad. Pero los sueños que uno no recuerda no cuentan, ¿verdad?

—¿Pretendes decirme que nunca pensaste en él, para nada?

—Exactamente.

Ella sacudió la cabeza, francamente incrédula.

—¿Ni siquiera en la forma horrible en que murió?

—Hasta hoy, no, Audra.

Ella lo miró y volvió a sacudir la cabeza.

—Antes de casarnos me preguntaste si tenía hermanos. Yo dije que mi único hermano había muerto cuando yo era niño. Sabías que mis padres ya no estaban. Y tienes tantos parientes que tu familia ocupaba todo tu campo de atención. Pero eso no es todo.

—¿A qué te refieres?

—No es sólo George lo que ha estado en ese agujero negro. Desde hace veinte años no he pensado en Derry en sí. Ni en los chicos que eran mis amigos: Eddie Kaspbrak; Richie la Boca; Stan Uris; Bev Marsh… —Se mesó el pelo con una risa estremecida—. Es como tener un caso de amnesia tan grave que uno no se sabe amnésico. Y cuando llamó Mike Hanlon…

—¿Quién es Mike Hanlon?

—Otro de los chicos de la pandilla… la pandilla que formamos cuando murió Georgie. Claro que ya no es un chico. Ninguno de nosotros lo es. El que llamó era Mike, por cable transatlántico. Dijo: «Hola, ¿hablo con la casa de Denbrough?». Yo dije: «Sí». Y él: «¿Bill? ¿Eres tú?». Y yo, «Sí». Y él dijo: «Soy Mike Hanlon». Para mí no quería decir nada, Audra, como si fuera un vendedor de enciclopedias o de discos. Y entonces agregó: «Desde Derry». Cuando dijo eso fue como si se abriera una puerta dentro de mí dejando pasar una luz horrible, y recordé quién era. Me acordé de Georgie. Me acordé de los otros. Todo esto pasó… —Bill chasqueó los dedos—. Así. Y adiviné que iba a pedirme que fuera.

—Que volvieras a Derry.

—Sí. —Él se quitó las gafas, se frotó los párpados y volvió a mirarla. Audra no había visto nunca un hombre tan asustado—. Que volviera a Derry. Porque lo prometimos, dijo, y es cierto. Lo prometimos, todos nosotros. Los chicos. Estábamos en el arroyo que corría por Los Barrens, tomados de la mano, formando un círculo, y nos habíamos cortado las palmas con un trozo de vidrio. Éramos como un grupo de chiquillos jugando al juramento de sangre, sólo que era real.

Le mostró las palmas: en el centro de cada una se veía una cerrada escalerilla de líneas blancas que podían ser de tejido cicatrizado. Ella había tomado esas manos incontables veces sin reparar jamás en esas cicatrices. Eran borrosas, sí, pero habría jurado…

¡Y la fiesta! ¡Aquella fiesta!

No se trataba de la fiesta en que se habían conocido, aunque la segunda constituía un perfecto final de libro para la primera, al terminar la filmación de El foso del demonio negro. Había sido un festejo ruidoso y con mucho alcohol, digno ejemplo de todo lo que se hacía en Topanga Canyon. Tal vez un poco menos perverso que otras fiestas a las que ella había asistido en Los Ángeles, porque la filmación había salido mejor de lo que cabía esperar y todos lo sabían. Para Audra Philips, mucho mejor aún, pues se había enamorado de William Denbrough.

¿Cómo se llamaba la autoproclamada quiromántica? Audra no podía recordarlo, pero era una de las dos ayudantes del maquillador. Recordaba que la muchacha, a cierta altura de la fiesta, se había quitado la blusa (descubriendo el sostén sutilísimo que llevaba debajo) para atársela a la cabeza, como si fuera un pañuelo de gitana. Excitada por la marihuana y el vino, había pasado el resto de la velada leyendo las manos… al menos, hasta que perdió el sentido.

Audra ya no recordaba si las interpretaciones de la muchacha habían sido buenas o malas, ingeniosas o estúpidas, porque también ella estaba bastante excitada, aquella noche. Lo que sí recordaba era que, en cierto momento, la chica había tomado la palma de Bill y la de ella, diciendo que concordaban exactamente. Eran vidas gemelas, dijo. Recordaba haber mirado, bastante celosa, mientras la muchacha seguía las líneas de aquella palma con una uña exquisitamente esmaltada. ¡Qué celos estúpidos, en esa extraña subcultura del cine, donde los hombres daban palmaditas en los traseros femeninos con la misma indiferencia con que, en Nueva York, se les daba un beso en la mejilla! Pero había algo íntimo en ese rastreo.

Y por entonces, en la palma de Bill no había existido ninguna cicatriz blanca.

Audra estaba segura de sus recuerdos, pues había observado la charada con los ojos celosos de la enamorada. Estaba segura del hecho.

Y así se lo dijo a Bill.

Él asintió.

—Tienes razón. En esa época no estaban allí. Y aunque no podría jurarlo, no creo que estuvieran allí anoche. Ralph y yo estuvimos haciendo pulsos en el Plow and Barrow, por las cervezas. Me habría dado cuenta.

Le sonrió. La sonrisa era seca, sin humor, llena de miedo.

—Creo que aparecieron cuando llamó Mike Hanlon. Eso es lo que creo.

—Eso no es posible, Bill. —Pero Audra alargó la mano hacia los cigarrillos.

Bill se estaba mirando las manos.

—Lo hizo Stan —comentó—. Nos cortó las palmas con un fragmento de botella de Coca-Cola. Ahora lo recuerdo con toda claridad. —Miró a Audra, sus ojos parecían doloridos y desconcertados tras las gafas—. Recuerdo cómo brillaba ese trozo de vidrio al sol. Era una de las nuevas, de vidrio claro. Las de antes eran verdes, ¿recuerdas? —Ella sacudió la cabeza, pero Bill no la vio. Todavía estaba estudiando sus manos—. Recuerdo que Stan dejó sus propias manos para el final, fingió que se iba a cortar las muñecas y no las palmas. Creo que fue sólo una broma, pero estuve a punto de correr hacia él… para impedírselo. Por uno o dos segundos pareció decidido.

—No, Bill —dijo ella, en voz baja. Esa vez tuvo que afirmar el encendedor sujetándose la mano derecha con la otra, como el policía que apunta su revólver—. Las heridas no vuelven. Están allí o no están.

—Las habías visto antes, ¿eh? ¿Es eso lo que tratas de decirme?

—Son muy tenues —dijo Audra, con más aspereza de la que hubiera querido.

—Todos estábamos sangrando —dijo—. Estábamos de pie en el agua, a poca distancia de donde habíamos construido el dique, Eddie Kaspbrak, Ben Hanscom y yo, aquella vez…

—No te refieres al arquitecto, ¿no?

—¿Sabes de alguien que se llame así?

—¡Por Dios, Bill, el que construyó el nuevo centro de comunicaciones de la «BBC»! ¡Todavía se está discutiendo sobre si es un sueño o un aborto!

—Bueno, no sé si es el mismo o no. No me parece probable, pero supongo que puede ser. El Ben que yo conocí era una maravilla construyendo cosas. Estábamos todos allí, cogidos de la mano; yo tenía a Bev Marsh a mi derecha y a Richie Tozier a la izquierda. Estábamos en el agua, como una escena sacada de un bautismo sureño después de un campamento. Recuerdo que veía, en el horizonte, la torre-depósito de Derry. Se la veía tan blanca como uno imagina que son las túnicas de los arcángeles. Y prometimos, juramos, que si no había terminado, que si alguna vez volvía a empezar… volveríamos. Y lo haríamos otra vez. Y lo pararíamos. Para siempre.

—¿Qué cosa? —exclamó ella, súbitamente furiosa con Bill—. ¿Qué cosa debían parar? ¿De qué diablos estás hablando?

—Ojalá no p-p-p-preguntaras… —comenzó Bill. Y se interrumpió. Audra vio una expresión de asombrado horror que se esparcía por su rostro como una mancha—. Dame un cigarrillo.

Ella le pasó el paquete. Bill encendió uno. Audra nunca lo había visto fumar.

—Además, yo tartamudeaba.

—¿Tartamudeabas?

—Sí, por aquel entonces. Dijiste que yo era el único hombre en Los Ángeles, de cuantos conocías, que se atrevía a hablar despacio. La verdad es que no me atrevía a hablar deprisa. No era por reflexión. No era por decisión. No era por prudencia. Todos los tartamudos reformados hablamos con mucha lentitud. Es uno de los trucos que se aprenden. Como el de pensar en tu segundo nombre un momento antes de decir cómo te llamas, porque los tartamudos tienen más problema con los sustantivos que con ninguna otra palabras. Y de todas las palabras del mundo, la que les da más trabajo es su nombre de pila.

—Tartamudeabas. —Audra sonrió un poquito, como si Bill acabara de contar un chiste y ella no acabara de entenderlo.

—Hasta que George murió, yo tartamudeaba moderadamente —dijo Bill.

Ya comenzaba a oír que las palabras se le duplicaban en la mente, como si estuvieran infinitesimalmente separadas en el tiempo. Las palabras surgían con facilidad, con su cadencia común, pero mentalmente oía palabras tales como Georgie y moderadamente, que se superponían convirtiéndose en G-G-Georgie y m-mo-moderadamente.

—Es decir, tenía momentos realmente difíciles, sobre todo cuando me llamaban a dar la lección y especialmente si sabía la respuesta y quería darla. Pero en general me las arreglaba. Después de la muerte de George, empeoré mucho. Más adelante, alrededor de los catorce o quince años, las cosas empezaron a mejorar. Fui a la escuela secundaria de Chevrus, en Portland, y allí había una especialista, la señora Thomas, que era estupenda. Ella me enseñó algunos trucos muy buenos, como el de pensar en mi segundo nombre antes de decir: «Hola, me llamo Bill Denbrough». Como yo estudiaba francés, me enseñó a usar ese idioma cuando me atascaba en una palabra. Si estás como un disco rayado, p-p-pa-pa… sintiéndote perfectamente estúpido, piensas en francés y le mouchoir sale de tu lengua como una flecha. Siempre. Y en cuanto lo has dicho en francés puedes volver a tu idioma y dices «pañuelo» sin dificultad. Si te quedas atascado en una palabra con s, como semilla o sordo, la ceceas: cemilla, zordo, y no tartamudeas.

»Todo eso ayudó, pero sobre todo me ayudó olvidar Derry y todo lo que había pasado allí. Porque fue entonces cuando sobrevino el olvido, mientras vivíamos en Portland y yo iba a Chevrus. No lo olvidé todo de golpe, pero ahora comprendo que ocurrió en un período notablemente breve. Tal vez no más de cuatro meses. Mi tartamudeo y mis recuerdos desaparecieron juntos. Alguien borró la pizarra con todas las ecuaciones viejas.

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