It (Eso) – Stephen King

Ella suspiró.

—No eres muy romántico, Richie.

—Ni un poquito, que mierda.

Pero se sentía encantado. El mundo, de pronto, era un lugar muy claro y amistoso. Se descubrió mirándola de reojo de vez en cuando mientras ella contemplaba los escaparates: los vestidos y camisones de Cornell-Hopley, las toallas y cacerolas del bazar. Y echaba miradas subrepticias a su pelo, al contorno de su mentón. Observó el modo en que sus brazos desnudos salían por las sisas redondas de su blusa. Vio el borde de su enagua. Y todo eso le encantó. No habría podido decir por qué, pero lo ocurrido en el cuarto de George Denbrough nunca le había parecido más lejano que en ese momento.

Era hora de irse, hora de encontrarse con Ben, pero se quedaría allí sentado por un momento más, mientras ella miraba escaparates, porque era agradable mirarla y estar con ella.

9

Los chicos estaban sacando sus entradas ante la ventanilla del Aladdin y entrando en el vestíbulo. Mirando por las puertas de vidrio, Richie vio una multitud en el mostrador de golosinas. La máquina de hacer palomitas estaba sobrecargada: su tapa articulada, grasienta no dejaba de subir y bajar. Ben no estaba por ninguna parte. Preguntó a Beverly si ella lo había visto, pero la chica sacudió la cabeza.

—A lo mejor ya entró.

—Dijo que no tenía dinero. Y esa Hija de Frankenstein no deja pasar a nadie sin entrada.

Richie señaló con el pulgar a la señora Cole, que estaba ante las puertas interiores del Aladdin desde los tiempos del cine mudo. Su pelo, teñido de rojo intenso, era tan escaso que se veía el cuero cabelludo. Tenía enormes labios colgantes que pintaba de color ciruela; grandes parches rojos le cubrían las mejillas y sus cejas eran dos rayas pintadas a lápiz negro. La señora Cole era perfectamente democrática: odiaba a todos los chicos por igual.

—Vaya, no quería entrar sin él, pero la función está por comenzar —dijo Richie—. ¿Dónde cuernos se ha metido?

—Puedes pagarle la entrada y dejársela en la taquilla —dijo Bev, muy práctica—. Así, cuando llegue…

Pero en ese momento Ben apareció por la esquina de las calles Macklin y Center. Venía jadeando; la panza se le bamboleaba bajo la sudadera. Al ver a Richie, levantó una mano para saludarlo, pero entonces vio a Bev y su mano se detuvo en medio del ademán. Sus ojos se ensancharon por un instante. Acabó su saludo y se acercó lentamente.

—Hola, Richie —dijo. Luego miró a Bev por un segundo, como si temiera que una mirada más detenida provocara una llamarada—. Hola, Beverly.

—Hola, Ben —dijo ella.

Entre los dos se produjo un extraño silencio. No era exactamente bochornoso; era, pensó Richie, casi poderoso. Y sintió una vaga punzada de celos, porque entre ellos había pasado algo y, fuera lo que fuese, ese algo lo había dejado fuera.

—¡Por fin, Parva! —exclamó—. Ya creía que te habías acobardado. Estas películas te van a hacer perder cinco kilos. Ah, sí, ah, sí, te dejan el pelo blanco, hombre. Cuando salgas del cine estarás tan tembloroso que el acomodador tendrá que ayudarte a subir por el pasillo.

Richie echó a andar hacia la taquilla. Ben le tocó el brazo y empezó a decir algo. Pero miró a Bev, que le estaba sonriendo, y tuvo que empezar otra vez.

—Yo estaba aquí —dijo—, pero cuando llegaron esos tipos tuve que ir hasta la esquina y dar la vuelta a la manzana.

—¿Qué tipos? —preguntó Richie, aunque ya lo adivinaba.

—Henry Bowers, Victor Criss, Belch Huggins. Y algunos más.

Richie silbó.

—Seguramente ya han entrado. No los veo comprando golosinas.

—Sí, creo que sí.

—Yo de ellos, no gastaría pelas en ver películas de terror —comentó Richie—. Iría a mi casa a mirarme en el espejo. Hay que ahorrar.

Bev rió con júbilo, pero Ben se limitó a sonreír un poco. Aquel día, la semana anterior, Henry Bowers había empezado por lastimarlo, pero al final estaba decidido a matarlo. Ben estaba muy seguro.

—Se me ocurre algo —dijo Richie—. Subiremos a la galería. Ellos estarán en la segunda o la tercera fila, con los pies arriba.

—¿Seguro? —preguntó Ben.

No estaba nada seguro de que Richie supiera hasta qué punto eran malvados esos chicos… y Henry, por supuesto, el peor.

Richie, que había escapado a una buena paliza a manos de Henry y sus espasmódicos amigos tres meses antes (había logrado despistarlos en la sección de juguetes de la tienda Freese, nada menos), los conocía mejor de lo que Ben pensaba.

—Si no estuviera completamente seguro, no entraría —aseguró—. Quiero ver estas películas, Parva, pero no morir por ellas.

—Además, si nos molestan podemos pedir a Foxy que los eche a patadas —sugirió Bev.

Foxy era el señor Foxworth, hombre enjuto, cetrino y sombrío que dirigía el Aladdin. En ese momento estaba vendiendo golosinas y palomitas de maíz mientras canturreaba su letanía: «Esperen turno, esperen turno». Con su raído esmoquin y su camisa almidonada, ya amarillenta, parecía un director de pompas fúnebres en decadencia.

Ben miró dubitativamente a Bev, a Foxy, a Richie.

—No puedes permitir que ellos dirijan tu vida, hombre —le reprochó Richie, suavemente—. ¿No te das cuenta?

—Supongo que tienes razón —suspiró Ben.

En realidad no estaba muy seguro, pero Beverly había dado a la ecuación un nuevo giro. De no ser por ella, habría tratado de convencer a Richie de que dejaran el cine para otro día. En todo caso, lo habría dejado solo. Pero allí estaba Bev y él no quería pasar por gallina delante de la chica. Además, la idea de estar con ella en la galería, en la oscuridad (aunque Richie se sentara entre ambos, cosa muy probable), tenía un poderoso atractivo.

—Esperaremos a que comience el espectáculo antes de entrar —dijo Richie. Con una gran sonrisa, dio a Ben un puñetazo juguetón en el brazo—. Jolín, Parva, ¿acaso quieres vivir eternamente?

Las cejas de Ben se unieron en el medio, pero luego resopló de risa. Richie también rió. Al verlos, Beverly hizo otro tanto.

Richie se acercó nuevamente a la taquilla. Labios de Hígado lo miró agriamente.

—Buenasss tardesss, mi estimada señora —dijo con su mejor voz de barón inglés—. Estoy sumamente necesitado de tres boletos para ver sus encantadoras filmaciones norteamericanas.

—Basta de idioteces y dime qué quieres, chico —ladró Labios de Hígado, por el agujero redondo del vidrio.

Sus cejas pintadas se movieron de un modo que perturbó a Richie al punto de hacerle pasar un dólar arrugado por la ranura, murmurando:

—Tres, por favor.

Tres entradas salieron por la ranura. Richie las tomó. Labios de Hígado le envió una moneda de veinticinco centavos de cambio.

—No se hagan los listos, no tiren cajas, no griten, no corran por el pasillo ni por el vestíbulo.

—No, señora —murmuró Richie, retrocediendo hasta donde lo esperaban Ben y Bev, a quienes dijo—: Siempre me reconforta el corazón ver a una vieja como ésa, tan amante de los niños.

Se quedaron afuera un rato más esperando que la función empezara. Labios de Hígado los estudiaba suspicazmente desde su jaula de vidrio. Richie deleitó a Bev con la historia del dique en Los Barrens, pronunciando los parlamentos del señor Nell con su nueva voz de policía irlandés. No pasó mucho tiempo sin que Beverly comenzara con risitas y terminara con grandes carcajadas. Hasta Ben sonreía un poco, aunque los ojos se le desviaban constantemente hacia las grandes puertas de vidrio o hacia la cara de Beverly.

10

En la galería se estaba bien. Durante la primera parte de El joven Frankenstein, Richie divisó a Henry Bowers y a sus malditos amigos. Estaban en la segunda fila, tal como él había imaginado. Eran cinco o seis en total, de doce, trece y catorce años, todos con botas de motociclista subidas en los respaldos de la fila delantera. Foxy se acercaba y les decía que bajaran los pies. Ellos los bajaban. Foxy se iba y las botas de motociclista volvían a subir. A los cinco o diez minutos, volvía Foxy y la escena se repetía. Porque Foxy no tenía agallas para sacarlos a patadas de allí y ellos lo sabían.

Las películas eran estupendas. El joven Frankenstein era debidamente grotesco. El joven hombre-lobo, sin embargo, daba un poco más de miedo, tal vez porque parecía un poco triste. Lo que le había pasado no era culpa suya. Era culpa de un hipnotizador que lo había jodido, pero solo había podido hacerlo porque el chico convertido en hombre-lobo estaba lleno de rabia y malos sentimientos. Richie se descubrió preguntándose si habría en el mundo mucha gente que ocultara ese tipo de malos sentimientos. Henry Bowers rezumaba malos sentimientos por los cuatro costados, pero no se molestaba en ocultarlos, por cierto.

Beverly, sentada entre los dos chicos, comía palomitas de maíz, gritaba, se cubría los ojos y a veces reía. Mientras el hombre-lobo acechaba a la chica que hacía ejercicios en el gimnasio, después de clases, ella apretó la cara contra el brazo de Ben y Richie la oyó ahogar una exclamación de sorpresa a pesar de los gritos de los doscientos chicos que había abajo.

Por fin mataron al hombre-lobo. En la última escena, un policía decía a otro, con mucha solemnidad, que así la gente aprendería a no jugar con las cosas que estaban mejor en manos de Dios. Bajó el telón y se encendieron las luces. Hubo aplausos. Richie se sentía totalmente satisfecho, aunque con un poco de dolor de cabeza. Probablemente tendría que ir pronto al oculista para que le cambiara otra vez las gafas. Si seguía así, pensó molesto, cuando llegara a la secundaria estaría llevando culos de botella.

Ben le tiró de la manga.

—Nos han visto, Richie —dijo, con voz seca, horrorizada.

—¿Eh?

—Bowers y Criss. Miraron hacia aquí arriba cuando salían. ¡Nos vieron!

—Bueno, bueno —dijo Richie—. Tranquilízate, Parva. Tú tran-qui-lí-zate. Saldremos por la puerta lateral y no habrá problemas.

Bajaron la escalera, Richie delante, Beverly en medio y Ben cerrando la marcha, mirando sobre el hombro cada dos escalones.

—¿Es cierto que esos dos te la tienen jurada, Ben? —preguntó Beverly.

—Sí, creo que sí —respondió Ben—. El último día de clases me peleé con Henry Bowers.

—¿Te pegó mucho?

—No tanto como quería. Por eso sigue furioso, supongo.

—Ese energúmeno también perdió bastante pellejo —murmuró Richie—, según oí decir. Y no creo que eso le haya gustado mucho.

Abrió la puerta de emergencia y los tres salieron al callejón que corría entre el Aladdin y el Bar Nan. Un gato que había estado escarbando los cubos de basura, les bufó y salió corriendo por el callejón, cerrado en un extremo por una cerca de tablas. El gato subió y franqueó la cerca. La tapa de un cubo de la basura cayó con estruendo. Bev dio un brinco y se aferró al brazo de Richie, pero luego se echó a reír, nerviosa.

—Las películas me han asustado —dijo.

—Ya se te… —comenzó Richie.

—Hola, caraculo —dijo Henry Bowers, desde atrás.

Los tres se volvieron sobresaltados. Henry, Victor y Belch estaban allí, cerrando la boca del callejón. Detrás de ellos había otros dos tipos.

—Mierda, ya lo sabía —gimió Ben.

Richie giró velozmente hacia el Aladdin, pero la puerta se había cerrado tras ellos y no había modo de abrirla desde afuera.

—Despídete, caraculo —dijo Henry. Y de pronto corrió hacia Ben.

Tanto entonces como más adelante, las cosas que ocurrieron a continuación parecieron, a ojos de Richie, como salidas de una película. Porque esas cosas no ocurren en la vida real. En la vida real, los más chicos reciben la paliza, recogen sus dientes y se van a su casa.

Y esa vez no fue así.

Beverly se adelantó un poco, casi como si quisiera salir al encuentro de Henry, tal vez para estrecharle la mano. Richie oía resonar las hebillas de aquellas botas. Victor y Belch se acercaban al jefe, mientras los otros dos chicos montaban guardia en la boca del callejón.

—¡Déjalo en paz! —gritó Beverly—. ¿Por qué no te metes con los grandes como tú?

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