It (Eso) – Stephen King

—Por supuesto —dijo Stan—. Ven mañana sin falta. Vamos a romperle a Eddie el otro brazo.

Todos rieron. Eddie fingió arrojar su inhalador contra el bromista.

—Bueno, hasta mañana —dijo Beverly.

Y se impulsó para salir del agujero.

Al mirar a Bill, Ben notó que no participaba en la risa. Aún tenía la misma expresión pensativa y el gordo comprendió que habría que llamarlo dos o tres veces antes de que respondiera. Sabía también en qué pensaba su amigo. Él también pensaría mucho en eso, en los días venideros. No constantemente, no. Había ropa que tender a secar por cuenta de su madre, juegos de cogerse y de pistoleros en Los Barrens y, durante un período lluvioso, en los cuatro primeros días de agosto, los siete se dedicarían como enloquecidos a jugar al parchís en la casa de Richie Tozier. Su madre le anunciaría que Pat Nixon, en su opinión, era la mujer más bonita de Norteamérica, y quedaría horrorizada cuando Ben optara por Marilyn Monroe (exceptuando el pelo, le encontraba parecido con Bev). Tendría tiempo para comer todos los frankfurts y las golosinas que le cayeran a mano y para sentarse en el porche trasero a leer Lucky Starr y las lunas de Mercurio. Tendría tiempo para todas esas cosas mientras cicatrizaba la herida de su vientre y empezaba a picar. Porque la vida, a los once años, continuaba siempre. Y a los once años, aunque fueses inteligente y capaz, no había mucho sentido de la perspectiva. Ben podría vivir con lo ocurrido en la casa de Neibolt Street. Después de todo, el mundo estaba lleno de maravillas.

Pero había momentos extraños en que sacaba a relucir las preguntas y volvía a examinarlas. El poder de la plata, el poder de los balines, ¿de dónde viene un poder así? ¿De dónde viene el poder, cualquiera que sea? ¿Cómo se consigue? ¿Cómo se utiliza?

Le parecía que la vida de los siete podía depender de esas cuestiones. Una noche, al quedarse dormido, mientras la lluvia marcaba un compás adormecedor en el techo y contra las ventanas, se le ocurrió que había otra pregunta, quizá la única pregunta. Eso tenía una forma real; él había estado a punto de verla. Ver la forma era ver el secreto. ¿Valía eso también para el poder? Quizá sí. Pues ¿acaso no era cierto que el poder, como Eso, cambiaba de forma? Era un bebé llorando en la noche, era una bomba atómica, era un balín de plata, era el modo en que Beverly miraba a Bill y el modo en que Bill le devolvía la mirada.

¿Qué era el poder, a fin de cuentas?

12

En las dos semanas siguientes no ocurrió nada de importancia.

DERRY:
EL CUARTO INTERLUDIO

Tienes que perder
No puedes ganar constantemente.
Tienes que perder
No puedes ganar constantemente, ¿qué te dije?
Lo sé, bonita,
Veo venir los problemas por la senda.

JOHN LEE HOOKER
You Got to Lose

6 de abril de 1985

Os diré una cosa, amigos y vecinos: esta noche estoy borracho. Borracho como una cuba de whisky barato. Fui al bar de Wally y allí empecé; después fui al almacén Main Street, media hora antes de que cerraran, y compré una botella. Ya sé lo que me espera: el que bebe barato por la noche, lo paga caro por la mañana. Y aquí estoy, un negro borracho en una biblioteca pública ya cerrada, con este libro abierto delante de mí y la botella de Old Kentucky a la izquierda. «Di la verdad y que se avergüence el demonio», solía decir mi madre. Pero olvidó decirme que al jodido, la vergüenza no le quita la borrachera. Los irlandeses lo saben, pero ellos, por supuesto, son los negros blancos de Dios. Y quién sabe, quizá nos llevan un paso de ventaja.

Quiero escribir sobre la bebida y el demonio. ¿Te acuerdas de La isla del tesoro? El viejo lobo de mar: «¡Todavía ganaremos Jacky!». Y apuesto a que el viejo gilipollas se lo creía. Lleno de ron o de whisky barato, uno se cree cualquier cosa.

La bebida y el demonio. Muy bien.

A veces me entretengo pensando cuánto duraría si me decidiese a publicar parte de estas cosas que escribo a horas avanzadas de la noche. Si sacase a relucir los gatos encerrados que hay en los armarios de Derry. En esta biblioteca existe un Consejo de Dirección. Son once consejeros. Uno de ellos es un escritor de setenta años que hace dos sufrió un ataque y que ahora suele necesitar ayuda hasta para encontrar su nombre en la agenda impresa de cada reunión (y que a veces se le ha visto sacar grandes mocos secos de su peluda nariz para ponerlos cuidadosamente en sus orejas como quien protege sus ahorros en una caja fuerte). Otra es una mujer ambiciosa que llegó de Nueva York con su marido, un médico; habla sin cesar en un quejoso monólogo sobre lo provinciana que es Derry, donde nadie comprende LA EXPERIENCIA JUDÍA y donde hay que ir a Boston para comprar una falda que una pueda ponerse. La última vez que esa muñeca anoréxica me dirigió la palabra sin utilizar los servicios de un intermediario fue durante la fiesta que el Consejo organizó por Navidad, hace un año y medio. Había consumido una buena cantidad de ginebra y me preguntó si alguien, en Derry, comprendía LA EXPERIENCIA NEGRA. Yo, que también había consumido una buena cantidad de ginebra, le respondí: «Vea, señora Gladry, los judíos pueden ser un gran misterio, pero a los negros se los entiende en todo el mundo». Se le atragantó la bebida y giró en redondo tan bruscamente que se le vieron las bragas, bajo la falda al vuelo (no resultó muy interesante: yo habría preferido que fuese Carole Danner). Así terminó mi última conversación informal con la señora Ruth Gladry. No se perdió gran cosa.

Los otros miembros del Consejo son descendientes de los potentados de la madera. El apoyo que prestan a la biblioteca es un acto de expiación heredado: ellos, que violaron los bosques, ahora cuidan de estos libros, tal como un libertino podría decidir, al llegar a la edad madura, mantener a los bastardos alegremente procreados en su juventud. Fueron los abuelos y los bisabuelos quienes abrieron de piernas los bosques, al norte de Derry y de Bangor, y forzaron a aquellas vírgenes de túnicas verdes con sus hachas y sus sierras. Cortaron, aserraron y desgarraron sin una sola mirada atrás. Perforaron el himen de esos grandes bosques cuando Grover Cleveland era presidente y ya habían terminado la obra cuando Woodrow Wilson sufrió su ataque. Estos rufianes adornados de encajes violaron los grandes bosques preñándolos de una camada de despreciables abetos. Transformaron a Derry, un soñoliento pueblecito de astilleros, en una pujante ciudad donde los destiladeros de ginebra nunca cerraban y las rameras utilizaban sus tretas toda la noche.

Un viejo de aquel entonces, Egbert Thoroughgood, que ya tiene noventa y tres años, me habló de la noche en que había follado a una prostituta barata en un camastro de Baker Street (que ya no existe; ahora se alzan edificios de clase media donde antes bullía y bramaba Baker Street).

—Sólo después de consumir mi fuerza en ella me di cuenta de que estaba tendida en un charco de esperma de casi un centímetro de espesor. La porquería casi se había vuelto mermelada. «Pero, mujer —le dije—, ¿por qué no te cuidas un poco?». Ella miró hacia abajo y dijo: «Si quieres otra vuelta, cambiaré la sábana. Creo que tengo dos en el armario. Sé muy bien en qué estoy acostada hasta las nueve o las diez, pero para medianoche tengo el coño tan entumecido que es como si lo tuviera en Ellsworth».

Así era Derry en los primeros veinte años de este siglo: todo progreso, copas y cama. El Penobscot y el Kenduskeag estaban llenos de troncos flotantes desde el deshielo de abril hasta las heladas de noviembre. El negocio empezó a flojear en los años veinte, cuando la Gran Guerra y las maderas duras dejaron de alimentarlo, y se detuvo a tropezones durante la Depresión. Los potentados de la madera invirtieron el dinero en los bancos de Nueva York o de Boston que habían sobrevivido a la catástrofe y abandonaron la economía de Derry para que sobreviviese o muriese por cuenta propia. Se retiraron a sus bellas casas de Broadway Oeste y enviaron a sus hijos a las escuelas privadas de New Hampshire, Massachusetts y Nueva York. Y se dedicaron a vivir de los intereses y las vinculaciones políticas.

Lo que resta de esa supremacía, setenta y tantos años después de que Egbert Thoroughgood gastase su amor con una prostituta por un dólar en una cama de Baker Street, son bosques vacíos en los condados de Penobscot y Aroostook y las grandes casas victorianas que ocupan dos manzanas de Broadway Oeste… Y mi biblioteca, por supuesto. Sólo que esa buena gente de Broadway Oeste me quitaría «mi biblioteca» en un santiamén si yo publicase algo sobre la Liga de la Decencia Blanca, el incendio del Black Spot, la ejecución de la banda Bradley… o el asunto de Claude Heroux en el «Dólar Soñoliento».

El «Dólar Soñoliento» era una cervecería y lo que puede haber sido el más extraño de los asesinatos múltiples de toda la historia americana se produjo allí, en septiembre de 1905. Quedan algunos veteranos en Derry que aseguran recordar el episodio, pero el único relato del que realmente me fío es el de Thoroughgood, que tenía dieciocho años cuando ocurrió.

Thoroughgood vive ahora en una residencia para ancianos. Está desdentado y su acento francoamericano es tan cerrado que sólo otro viejo habitante de Maine podría entender lo que dice si sus palabras se transcribieran en símbolos fonéticos. Sandy Ives, el folclorista de la Universidad de Maine a quien he mencionado ya en estas locas páginas, me ayudó a traducir lo que el viejo decía en mi grabadora.

Según Thoroughgood, Claude Heroux era «un mal canuck hijo de puta, con mirada de yegua a la luz de la luna». Tanto él como los que trabajaron para ese hombre lo creían astuto como zorro ladrón de gallinas…, lo cual hace que resulte aún más extraña su incursión a hachazos en el «Dólar Soñoliento». No responde a su carácter. Hasta entonces, los leñadores de Derry habían pensado que su talento lo llevaba, antes bien, a provocar incendios forestales.

El verano de 1905 fue largo y caluroso; hubo muchos incendios en los bosques. El mayor de ellos, que Heroux, más adelante, admitió haber iniciado acercando una vela encendida a un montón de yesca, ocurrió en Haven. Ardieron ocho mil hectáreas de magníficos bosques, todos de maderas duras; el humo se olía a cincuenta kilómetros de distancia.

En la primavera de ese año se había hablado un poco de sindicatos. Los involucrados en el proyecto eran cuatro leñadores aunque no había mucho que organizar porque los trabajadores de Maine se oponían a los sindicatos y, en su mayoría, siguen así. Uno de esos cuatro era Claude Heroux, quien probablemente tomaba esas actividades sindicales como oportunidad para darse aires y pasar todo el rato bebiendo en las calles Baker y Exchange. Heroux y los otros tres se daban el título de «organizadores»; los potentados de la madera los llamaban «agitadores». Una proclama, clavada en las cocinas de los campamentos desde Monroe a Haven, desde la plantación Summer a Millinocket, informaba a los leñadores que cualquier hombre al que se oyese hablar de sindicatos sería despedido inmediatamente.

En mayo de ese año hubo una breve huelga cerca de Trapham Notch. Se la rompió en muy poco tiempo gracias a esquiroles y a policías municipales (y esto último fue bastante peculiar, ya que había casi treinta policías municipales rompiendo cráneos con mangos de hacha, cuando hasta ese día nadie había visto un solo agente en Trapham Notch, que, según el censo de 1900, contaba con una población de setenta y cinco personas). De cualquier modo, Heroux y sus compañeros organizadores consideraron que esa huelga era una gran victoria para su causa y bajaron a Derry para emborracharse y trabajar un poco más «organizando» o «agitando», según el bando desde el que se mirase. Eso sí, el trabajo debía dejarles secos. Fueron a dar a casi todos los bares de la Manzana del Infierno, para terminar en el «Dólar Soñoliento», abrazados por los hombros, con una borrachera de mearse en los pantalones, alternando canciones sindicalistas con melodías patéticas, al estilo de Los ojos de mi madre me miran desde el cielo, aunque, por mi parte, pienso que si una madre viese desde allí a su hijo en semejante estado, bien se le podría disculpar que mirase a otra parte.

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