It (Eso) – Stephen King

—¿Sabes adónde lleva esta tubería? —preguntó Stan a Bill.

El chico negó con la cabeza

—¿Sabes cómo encontrar a Eso?

Bill volvió a negar con la cabeza.

—Cuando estemos cerca nos daremos cuenta —dijo Richie, súbitamente. Aspiró hondo, estremecido—. Si hay que hacerlo, vamos de una vez.

Bill asintió.

—Yo i-i-iré delante. Después, Eddie. Ben-Ben. B-b-bev. St-a-an, el G-galán. M-M-Mike. Tú atrás, Ri-Richie. C-ca-cada u-u-uno con la m-mano en el ho-o-ombro del q-que v-v-va d-delante. Está o-o-oscuro.

—¿Vais a salir de una puta vez? —chilló Henry Bowers, desde arriba.

—Por alguna parte saldremos —murmuró Richie—, supongo.

Formaron como una procesión de ciegos. Bill echó una mirada hacia atrás, para confirmar que cada uno tuviese una mano en el hombro del precedente. Luego, agachando un poco la cabeza contra la fuerza de la corriente, inició la marcha en la oscuridad por donde se había ido, casi un año antes, el barquito de papel que había hecho para su hermano.

XX. SE CIERRA EL CÍRCULO

1

Tom

Tom Rogan estaba teniendo un sueño descabellado. Estaba soñando que mataba a su padre.

Una parte de su mente comprendía que eso era descabellado porque su padre había muerto cuando él estaba apenas en tercer curso. Bueno…, tal vez no correspondía decir que había muerto, sino que se había suicidado. Ralph Rogan se había preparado un buen cóctel de ginebra y lejía. La última copa, como quien dice. Tom había sido puesto a cargo de sus hermanos menores; cuando algo andaba mal con ellos, recibía una paliza.

Por lo tanto, no podía haber matado a su padre… Sin embargo, en ese sueño aterrorizante se veía sosteniendo contra el cuello de su padre algo que parecía un mango inofensivo; sólo que no era inofensivo, ¿verdad? En un extremo tenía un botón y si él lo apretaba saldría una hoja que atravesaría el cuello de su padre. No voy a hacer semejante cosa, papá, no te preocupes, pensó su mente dormida, un momento antes de que su dedo se hundiera en el botón y surgiera la hoja. Los ojos de su padre se abrieron, clavados en el techo; la boca emitió un ruido a gárgara sanguinolenta. ¡Yo no lo hice, papá! —gritaba su mente—. ¡Fue algún otro!

Trató de despertarse y no pudo. Lo más que logró hacer (y no resultó muy útil) fue perderse en un sueño nuevo. En ése se veía chapoteando por un túnel largo y oscuro. Le dolían las pelotas y sentía la cara cruzada de arañazos. Lo acompañaban otras personas, pero apenas divisaba siluetas difusas. De cualquier modo, no importaba. Lo que importaba era que los chicos estaban por ahí, más adelante. Tenían que pagar. Necesitaban

(una paliza)

un castigo.

Ese purgatorio, fuese lo que fuese, olía mal. El agua chorreaba con ecos resonantes. Tenía los pantalones y los zapatos empapados. Y esas mierditas secas estaban en algún lugar del laberinto de túneles. Tal vez pensaban que

(Henry)

Tom y sus amigos se perderían. Pero les saldría mal

(¡Me río de ustedes!)

porque él tenía otro amigo, oh, sí, un amigo especial, y ese amigo le había marcado el camino a tomar con… con…

(globos de luna)

unas cosas grandes y redondas, iluminadas desde dentro, que despedían un resplandor misterioso como el de las lámparas antiguas. En cada intersección flotaba uno de esos globos con una flecha que indicaba el camino por donde él y

(Belch y Victor)

sus invisibles amigos debían seguir. Y era el camino correcto, oh, sí. Porque oía a los otros allá delante. Oía el chapoteo de su avance y los murmullos distorsionados de sus voces. Los estaban alcanzando. Y cuando los alcanzaran… Tom bajó la vista y vio que aún tenía la navaja en la mano.

Por un momento tuvo miedo. Eso era como una de las descabelladas experiencias astrales que él solía leer en los semanarios; esas experiencias en que el espíritu abandona el cuerpo para entrar en el de otra persona. La forma de su cuerpo le parecía distinta, como si no fuera Tom sino

(Henry)

otra persona, alguien más joven. Empezó a luchar por salir del sueño y de pronto una voz le habló, tranquilizadora, susurrándole al oído: No importa cuándo es esto, no importa quién eres lo que importa es que Beverly está allí, está con ellos, mi buen amigo. ¿Y sabes una cosa? Ha hecho algo mucho peor que fumar a escondidas. ¿Sabes qué? ¡Ha estado follando con su viejo amigo, Bill Denbrough! ¡Sí, de veras! ¡Ella y ese maldito tartamudo! Y…

¡Es mentira! —trató de gritar—. ¡No puede haberse atrevido a…!

Pero sabía que no era mentira. Ella le había pegado con un cinturón en las

(me pateó en las)

pelotas. Y huyó. Y ahora lo había engañado, esa

(putilla)

maldita zorra lo había engañado, oh amigos y vecinos, qué paliza iba a recibir. Primero ella y después Denbrough, su amigo, el novelista. Y si alguien trataba de interponerse, tendría también su parte en la acción.

Apuró el paso, aunque ya se estaba quedando sin aliento. Hacia delante vio otro círculo luminoso cabeceando en la oscuridad: otro globo de luna. Oía las voces de la gente, allí delante, y el hecho de que fuesen voces infantiles no le importó. Tal como esa otra voz decía; no importaba dónde, cuándo ni quién. Beverly estaba allí y ¡oh, vecinos y amigos…!

—Vamos, chicos, moveos —dijo.

Ni siquiera importaba que su voz no fuera su propia voz, sino la de un niño.

Entonces, al aproximarse al globo de luna, miró hacia atrás por primera vez y vio a sus compañeros. Los dos estaban muertos. A uno le faltaba la cabeza. El otro tenía la cara abierta por, al parecer una garra enorme.

—No podemos correr más, Henry —dijo el de la cara abierta.

Sus labios se movieron en dos pedazos, grotescamente desconectados. Y fue entonces cuando Tom hizo pedazos el sueño con un grito y volvió en sí vacilando al borde de algo que parecía un gran espacio vacío.

Trató de no perder el equilibrio, pero lo perdió y cayó al suelo. A pesar del alfombrado, el golpe disparó un estallido de dolor en su rodilla herida. Tuvo que ahogar otro grito contra el antebrazo.

¿Dónde estoy? ¿Dónde coño estoy?

Cobró conciencia de una luz blanca, débil, pero clara. Por un momento espantoso creyó que estaba otra vez en el sueño, que era la luz de esos globos ridículos. Entonces recordó que había dejado la puerta del baño parcialmente abierta con el tubo fluorescente encendido. Siempre dejaba la luz encendida cuando estaba fuera de su casa; así se ahorraba golpearse las piernas contra los muebles si tenía que levantarse a orinar.

Eso puso la realidad en su sitio. Todo había sido un sueño, un sueño descabellado. Estaba en un hotel llamado Holiday Inn. Eso era Derry, Maine. Había seguido a su mujer hasta allí y, en medio de una pesadilla de locos, se había caído de la cama. Eso era todo, en resumen.

Eso no fue una simple pesadilla.

Dio un respingo, como si esas palabras hubieran sido pronunciadas dentro de su oído y no de su propia mente. No parecía, en absoluto, su voz interior; era fría, extraña… pero también hipnótica y creíble.

Se levantó lentamente, buscó el vaso de agua en la mesita de noche y se lo bebió. Deslizó las manos temblorosas por su pelo. El reloj de la mesilla anunciaba las tres y diez.

Vuelve a dormir. Espera a la mañana.

Aquella voz extraña respondió: Pero mañana habrá gente, demasiada gente. Además, esta vez puedes ganarles de mano. Esta vez puedes bajar el primero.

¿Bajar? Pensó en su sueño: el agua, la oscuridad chorreante.

La luz se hizo más intensa. Giró la cabeza contra su voluntad, pero sin poder impedirlo. Se le escapó un juramento. Había un globo atado al pomo de la puerta del baño. Flotaba en el extremo de un cordel de un metro, más o menos. El globo relumbraba, lleno de luz blanca, fantasmal; parecía un fuego fatuo, entrevisto en un pantano, soñadoramente suspendido entre árboles cargados de musgo. En la suave superficie henchida del globo se veía una flecha, roja como la sangre.

Señalaba la puerta que daba al pasillo.

No importa quién soy yo —dijo la voz, tranquilizadora. Y Tom notó que ya no venía de su propia cabeza ni de su oído, sino del globo, del centro de esa luz blanca, extraña y encantadora—. Lo único que importa es que conduciré todo a tu satisfacción, Tom. Me encargaré de que ella reciba una paliza; quiero que todos reciban una paliza. Se han cruzado en mi camino demasiado. Esta vez no lo toleraré… y ya es tarde para ellos. Escucha, Tom, escucha con atención. Ahora, todos juntos…, seguimos la pelota que va rebotando…

Tom escuchaba. La voz del globo explicó.

Explicó todo.

Cuando acabó, estalló en un definitivo destello de luz. Y Tom empezó a vestirse.

2

Audra

Audra también tenía pesadillas.

Despertó sobresaltada y se incorporó en la cama con la sábana enrollada a la cintura; sus pechos menudos se movían a impulsos de la respiración agitada.

Su sueño, como el de Tom, había sido una experiencia confusa, inquietante. Como Tom, había tenido la sensación de ser otra persona…, o, antes bien, de que su conciencia estaba depositada (y parcialmente sumergida) en otro cuerpo y otra mente. Había estado en un sitio oscuro, con varias personas más, rodeada de una opresiva sensación de peligro. Iban deliberadamente hacia ese peligro y ella quería gritarles que se detuvieran, pedirles que le explicaran lo que estaba pasando, pero la persona con quien ella se había hundido parecía saberlo y considerar que era necesario.

También tenía conciencia de que los perseguían. Y de que sus perseguidores los estaban alcanzando poco a poco.

En su sueño estaba Bill, pero seguramente ella tenía en la mente su comentario con respecto a la niñez olvidada, porque en su sueño Bill era sólo un niño de diez o doce años. ¡Aún no había perdido el pelo! Ella iba de su mano y sentía que lo amaba mucho. Su voluntad de seguir se basaba en la férrea seguridad de que Bill los protegería, a ella y a todos; de que Bill, el Gran Bill, los sacaría de todo eso, de algún modo, para devolverlos a la luz del día.

Oh, pero estaba tan aterrorizada…

Llegaron a un sitio donde se abrían varios túneles y Bill los miró a todos, uno por uno. Un niño que tenía el brazo enyesado (el yeso relumbraba en la oscuridad con una blancura fantasmagórica) alzó la voz:

—Por allí, Bill. Por la del fondo.

—¿S-s-seguro?

—Sí.

Y así habían seguido por ese túnel y habían encontrado una puerta, una diminuta puerta de madera de apenas metro y medio de altura, como las de los cuento de hadas. En esa puerta había una marca. No pudo recordar cómo era la marca, que extraña runa o símbolo. Pero aquello había provocado y concentrado todo su terror, obligándola a arrancarse de aquel otro cuerpo, de aquella niña, quienquiera

(Beverly-Beverly)

que hubiese sido. Despertó sentada en una cama extraña, sudorosa, con los ojos desorbitados, jadeando como si acabase de correr una carrera. Sus manos volaron a las piernas, casi esperando encontrarlas mojadas y frías por el agua en que había estado caminando mentalmente. Pero estaba seca.

Luego vino la desorientación. Aquello no era su casa de Topanga Canyon ni la que habían alquilado en Fleet. Era la nada, el limbo amueblado con una cama, un tocador, dos sillas y un televisor.

—Oh, Dios, vamos, Audra…

Se frotó encarnizadamente la cara con las manos y aquella especie de vértigo mental cedió un poco. Estaba en Derry. Derry, Maine, el sitio en que había crecido su marido en una niñez que aseguraba no recordar. No le era un sitio familiar ni particularmente agradable por la sensación que le causaba, pero al menos tampoco le resultaba extraño. Estaba allí porque allí estaba Bill y al día siguiente iría a verlo al hotel «Town House». Y aquella cosa terrible que estaba mal allí, aquello a lo que se referían esas cicatrices nuevas en las manos de él, fuera lo que fuese, lo enfrentarían juntos. Ella le llamaría para decirle que estaba allí; luego se reuniría con él. Después…, bueno…

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