It (Eso) – Stephen King

—¿De veras? —preguntó, tímidamente.

—Sí, de veras.

—¿Cómo lo sabes?

—Demetrios lo llevó dos o tres veces, cuando trabajaba en «Limusinas Manhattan» —mintió Eddie—. Dice que el señor Pacino siempre le daba cincuenta dólares de propina, cuando menos.

—Pues yo me conformaría con cincuenta centavos, siempre que no me gritara.

—Myra, puedes hacerlo con los ojos cerrados. Primero lo recoges en el Saint Regís, mañana a las siete de la tarde, y lo llevas al edificio de la ABC. Van a regrabar el último acto de esa obra en que él actúa. Creo que se llama American Buffalo. Segundo: a eso de las once, lo llevas de nuevo al Saint Regís. Tercero: vuelves al garaje, entregas el coche y firmas el parte.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo. Podrías hacerlo hasta dormida, Marty.

Ella solía reír como una niña ante ese apodo cariñoso, pero en esa oportunidad se limitó a mirarlo con dolorosa solemnidad infantil.

—¿Y si quiere salir a cenar en vez de volver al hotel? ¿O ir a tomar una copa? ¿O a bailar?

—No creo; pero en todo caso, lo llevas. Si te parece que va a pasar la noche de juerga, puedes llamar a Phil Tomas por el radioteléfono, después de la medianoche. Por entonces habrá un chófer que pueda reemplazarte. No te cargaría con algo así si tuviera un chófer disponible, pero tengo a dos enfermos, a Demetrios de vacaciones y a todos los demás comprometidos por completo. A la una de la madrugada estarás muy cómoda en tu cama, Marty. A la una de la madrugada, cuando más. Te lo gárgarantizo.

Lo de «gárgarantizo», tampoco la hizo reír.

Él carraspeó, inclinándose hacia adelante, con los codos en las rodillas. De inmediato, la madre fantasma susurró: No te sientes así, Eddie. Es malo para la columna y te oprime los pulmones. Tienes pulmones muy delicados.

Volvió a erguirse, apenas consciente de lo que hacía.

—Espero que ésta sea la única vez que deba salir a conducir —dijo Myra, casi gimiendo—. En los últimos dos años me he vuelto más torpe que un caballo. Y los uniformes me quedan tan mal…

—Será la última vez, te lo juro.

—¿Quién te llamó, Eddie?

Como obedeciendo a una clave, una luz barrió la pared y se oyó un claxon: el taxi acababa de entrar por el camino de acceso. Sintió una oleada de alivio: habían utilizado los quince minutos en hablar de Pacino, no de Derry, Mike Hanlon y Henry Bowers. Mejor así. Mejor para Myra y también para él. No quería pasar un minuto pensando o hablando de esas cosas mientras no fuera imprescindible.

Se levantó.

—Es mi taxi.

Ella se puso de pie, tan apresuradamente que se enredó con el volante del camisón y cayó hacia delante. Eddie la sostuvo, pero por un momento el asunto se presentó muy dudoso: Myra lo sobrepasaba en cincuenta kilos.

Y estaba gimoteando otra vez.

—¡Tienes que decírmelo, Eddie!

—No puedo. No hay tiempo.

—Nunca me ocultaste nada, Eddie —sollozó ella.

—Y ahora tampoco. De veras. Es que no lo recuerdo todo. Al menos por el momento. El hombre que llamó era…, es…, un viejo amigo. Es…

—Vas a enfermar —dijo ella, desesperada, siguiéndolo hacia el vestíbulo—. Estoy segura. Deja que te acompañe, Eddie, por favor, para que te cuide. Pacino puede tomar un taxi o cualquier otra cosa, no se va a morir, ¿qué te parece, eh?

Estaba levantando la voz, cada vez más frenética. Para espanto de Eddie, comenzó a parecerse a su madre, más y más, tal como había sido en sus últimos meses de vida: vieja, gorda y loca.

—Te daré friegas en la espalda y me encargaré de que tomes tus píldoras… Te… ayudaré… No abriré la boca, si no quieres, pero puedes contarme todo. Eddie, ¡Eddie, por favor, no te vayas! ¡Por favor, Eddie! ¡Por favoooor!

Él caminaba a grandes pasos hacia la puerta principal, marchando a ciegas, con la cabeza gacha, como el que avanza contra un fuerte viento. Jadeaba otra vez. Cuando levantó las maletas, cada una parecía pesar cincuenta kilos. Sentía sobre sí aquellas manos rosadas y regordetas tocando, explorando, tironeando con deseo inerme, pero sin fuerza, tratando de seducirlo con sus dulces lágrimas de preocupación, tratando de retenerlo.

¡No voy a poder!, pensó, desesperado. El asma estaba empeorando, se sentía peor que cuando era niño. Estiró la mano hacia el pomo de la puerta, pero éste pareció retroceder, alejándose de él hacia la negrura del espacio exterior.

—Si te quedas, te haré un pastel de café y crema agria —balbuceó ella—. Comeremos palomitas de maíz… Y prepararé un pastel como a ti te gusta. Puedo hacerlo para el desayuno de mañana, si quieres. Comenzaré ahora mismo… con salsa de carne… Eddie, por favor, estoy asustada, me estás asustando mucho…

Lo sujetó por el cuello para tirar hacia atrás, tal como un policía entrado en carnes podría apresar a un sospechoso que intentara escapar. Con un último y vacilante esfuerzo, Eddie siguió avanzando… En el momento en que llegaba al límite absoluto de su fuerza y su resistencia, sintió que la mano lo abandonaba.

Ella emitió un último gemido.

Los dedos de Eddie se cerraron en torno al pomo. ¡Bendita su frescura! Abrió la puerta y vio un taxi estacionado allí, como embajador de la tierra de la cordura. La noche estaba despejada. Las estrellas brillaban.

Se volvió hacia Myra, jadeante, respirando con trabajo.

—Debes comprender que no hago esto porque quiera —dijo—. Si tuviera alternativa, cualquiera que fuese, no iría. Por favor, comprende eso, Marty. Me voy, pero volveré.

Oh, cómo sonaba a mentira.

—¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo?

—Por una semana, tal vez diez días. No más, seguramente.

—¡Una semana! —aulló ella, apretando las manos contra el seno, como una diva en una ópera barata—. ¡Una semana, diez días! ¡Por favor, Eddie, por favoooor!

—Basta, Marty. ¿Me oyes? Basta ya.

Obedeció, milagrosamente. Se quedó mirándolo, con ojos húmedos. No estaba furiosa, sólo aterrorizada por él y, coincidentemente, por sí misma. Quizá por primera vez desde que la conocía, Eddie sintió que podía amarla sin peligro. ¿Acaso era parte del acto de partir? Supuso que sí. Pero no, no suponía nada, estaba seguro. Ya se sentía más o menos como si viviera en el extremo equivocado de un telescopio.

Pero tal vez era lo correcto. ¿Era eso lo que quería decir? ¿Al fin había decidido que era correcto amarla? ¿Correcto, aunque se pareciera a su madre de joven, aunque comiera galletitas de chocolate en la cama, mientras miraba telenovelas y las migas fueran a parar siempre del lado de él? ¿Aunque no fuera tan inteligente y hasta teniendo en cuenta que le permitía tener medicamentos en el botiquín porque ella tenía su medicina en la nevera?

O era acaso que…

Podía ser, tal vez, que…

Esas otras ideas eran cosas que él había tenido en cuenta, de un modo u otro, en un momento u otro, durante sus enmarañadas vidas de hijo, amante y esposo. Ahora, a punto de abandonar el hogar, con la sensación de que esa vez era la definitiva, se le ocurrió otra posibilidad. Una sobresaltada extrañeza le rozó como el ala de un gran ave.

¿Podía ser que Myra estuviera aún más aterrorizada que él?

¿Podía ser que lo mismo hubiera pasado con su madre?

Otro recuerdo de Derry se disparó desde el subconsciente como un funesto fuego de artificio. En Center Street había una zapatería. Se llamaba Shoe Boat. Allí lo había llevado su madre, un día, cuando no tenía más de cinco o seis años. Le había indicado que se quedara quieto y se portara bien mientras ella compraba unas sandalias para una boda. Él se quedó quieto y se portó bien mientras la madre hablaba con el señor Gardener, uno de los dependientes, pero sólo tenía cinco años, tal vez seis. Cuando su madre ya había rechazado el tercer par de sandalias blancas que le enseñaba el señor Gardener, Eddie, aburrido, se dirigió al rincón más alejado para observar algo que había visto allí.

Al principio pensó que era sólo un cajón grande, puesto de lado. Al acercarse un poco más decidió que era una especie de escritorio, pero el más raro que viera en su vida. ¡Era tan estrecho…! Estaba hecho de madera muy pulida, con muchas líneas curvas y adornos tallados. Además, tenía tres escalones para subir a él, y Eddie nunca había visto un escritorio con escalones. Una vez arriba, vio que había, en la base de aquello, una ranura, un botón a un lado y arriba (¡maravilloso!), algo que parecía igual al Espacioscopio del capitán Video. Eddie lo rodeó, al otro lado había un letrero. Seguramente eso había ocurrido a los seis o siete años, porque había podido leerlo susurrando suavemente cada una de las palabras en voz alta:

VERIFIQUE SI SUS ZAPATOS

SON DE LA MEDIDA CORRECTA

Volvió a la escalerita, subió los tres peldaños hasta la pequeña plataforma y metió el pie en la ranura. ¿Eran sus zapatos de la medida correcta? Eddie no lo sabía, pero ardía por verificarlo. Hundió la cara en el protector de goma y oprimió el botón. Una luz verde le inundó los ojos. Eddie ahogó una exclamación. Estaba viendo un pie que flotaba dentro de un zapato lleno de humo verde. Movió los dedos, y los dedos que tenía a la vista se movieron también. Eran los suyos, tal como había sospechado. Y entonces se dio cuenta de que no estaba viendo sólo sus dedos, sino también sus huesos. ¡Los huesos de su pie! Cruzó el dedo gordo sobre el segundo, como para ahuyentar la mala suerte y los dedos fantasmales de la pantalla hicieron una X que no era blanca, sino verde. Vio…

En ese momento su madre lanzó un chillido, un ruido de pánico que perforó el silencio del local como una hoz disparada del mango, como una bola de fuego, como la fatalidad a caballo. Eddie apartó su rostro sobresaltado del visor y la vio corriendo hacia él, en medias, con el vestido volando hacia atrás. Volteó una silla y una de esas cosas para medir el pie, que siempre hacían cosquillas, salió disparada por el aire. Su amplio busto palpitaba. Su boca era una O escarlata, redonda de horror. Todas las caras se volvieron para seguirla.

¡Eddie, sal de ahí! —aullaba—. ¡Sal de ahí, que esas máquinas provocan el cáncer! ¡Bájate de ahí! ¡Eddie, Eddieeee…!

Él retrocedió como si la máquina se hubiera puesto súbitamente al rojo vivo. En su sobresalto olvidó los tres escalones que tenía atrás. Sus talones encontraron el vacío tras el peldaño superior y quedó suspendido cayendo lentamente hacia atrás mientras sus brazos giraban como aspas, perdiendo la lucha por mantener el equilibrio.

¿No había pensado, con una especie de descabellada alegría? Me voy a caer. Voy a descubrir qué siente uno al caerse y golpearse la cabeza. ¡Qué bien! ¿No había pensado eso? O era sólo el hombre que imponía sus ideas adultas a lo que había pensado… o tratado de pensar la mente infantil, siempre rugiente de suposiciones confusas e imágenes percibidas a medias, imágenes que perdían sentido por su misma brillantez.

De cualquier modo, la pregunta era puramente hipotética. No se había caído. Su madre había llegado a tiempo. Su madre lo había sujetado. Había estallado en lágrimas, pero sin llegar al suelo.

Todo el mundo los miraba. Eso lo recordaba bien. Recordaba al señor Gardener recogiendo el aparato de medir zapatos y verificando su funcionamiento para ver si estaba bien, mientras otro vendedor enderezaba la silla caída y hacía un gesto de divertido disgusto, antes de volver a su neutral y agradable cara de dependiente. Pero sobre todo recordaba las mejillas húmedas de su madre y su aliento caliente, agrio. La recordaba susurrándole al oído, una y otra vez: «No hagas eso nunca más, no lo hagas nunca más, nunca más». Era el cántico con que su madre ahuyentaba los problemas. Lo mismo había cantado un año antes, al descubrir que la canguro había llevado a Eddie a la piscina pública, un sofocante día de verano. Por entonces apenas comenzaba a ceder la epidemia de polio que había aterrorizado a todos al iniciarse la década. Su madre lo había sacado a rastras de la piscina diciéndole que no debía hacer eso nunca más, nunca más, mientras los otros niños los miraban como ahora los dependientes y los clientes. Y su aliento había tenido el mismo olor agrio.

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